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XI

MARTÍN, MUY CANSADO, no se molestó en dar la vuelta por el camino de las dunas. Atravesó el pinar lleno de sombras y blancas manchas de luna, trepó a lo alto del muro y cayó en el jardín de su casa. Estaba abierta la ventana del comedor y vio las figuras de su padre y de Adela. El padre estaba en mangas de camisa y Adela llevaba su eterno quimono. Cuando Martín entró en el recibidor Adela empezó a interrogarle.

– Tenía ganas de verte. ¿Qué ha pasado esta tarde? Ven aquí en seguida y cuéntaselo a tu padre.

Martín apareció con cara de sonámbulo en la luz cruda del comedor. No hacía más que mirar hacia todas aquellas mariposas y hormigas con alas que daban vueltas alrededor de la lámpara y preguntó a su vez por la pequeña Adelita.

– La niña está durmiendo -dijo Adela con impaciencia-, y yo te estoy preguntando a ti qué es lo que pasó esta tarde en casa de don Clemente. Sabemos que estabas allí cuando encontraron a la fresca esa de casa del inglés acostada en la cama con Pepe y sabemos que doña María está mala del disgusto.

– No… No es verdad.

– Coño, no te quedes con esa cara de tonto, Martín. En la Batería no se hablaba esta tarde de otra cosa. Alguien dio el soplo por teléfono desde el pueblo y desde el capitán hasta el último recluta cuentan la historia. Di de una vez lo que pasó.

– Carlos se cayó desde el tejado de su casa y dice don Clemente que tiene un brazo roto. Eso es todo lo que hay.

– Bien, Jabato, bien, ¿conque eso es todo? ¿No había ido antes esa chica a meterse en el cuarto de Pepe? Mañana se enterará Adela por la misma doña María.

– Carlos tiene un brazo roto. Don Clemente dice que si quieren que lo lleven a Murcia para que vean la rotura a rayos X.

Adela con la cara crispada por una sonrisa de incredulidad empujó la sopera que contenia gazpacho hasta el sitio de Martín.

– Entonces la niña esa, ¿no estaba con Pepe? Entonces ¿no es verdad que vinisteis juntos todos en la tartana de Perico? Porque si no es verdad el pueblo entero vio visiones. Y si es mentira que doña María le dio una bofetada a la fresca esa, todo el pueblo miente y si tú no te has enterado de nada tú eres un idiota y un lelo, eso es lo que eres.

– Anita fue a casa de don Clemente para avisar que íbamos.

– No mientas, coño, que se te ponen las orejas coloradas.

Martín dejó su cuchara al borde del plato.

– No sé nada.

Adela se enfadó a su manera, alborotando y chillando. Eugenio miró pensativo a su hijo y Martín sintió una oleada del viejo cariño hacia su padre.

– Déjalo, mujer. Déjalo, coño. Si el chico no quiere hablar que no hable. Mañana te enterarás tú de todo lo que quieras enterarte.

– Carlos es un tío valiente -dijo Martín despacio-. Fue al pueblo andando con el brazo roto. Otro no lo hubiera hecho.

– ¿Un tío valiente? Tiene pinta de marica el guapito ese. Y la hermana un pendoncillo. Eso es lo que son tus amigos.

– Para mí no son eso.

– ¿Has visto este sinvergüenza, Eugenio, plantándome cara? ¿Has visto?

– Calla ya, coño. Calla y déjalo. Es un hombre. Déjalo.

Lo que Martín veía era la cara de Carlos cuando le tendieron en el diván forrado de hule del despacho de don Clemente. La cara de Carlos, con los ojos casi negros de tan dilatadas las pupilas, cuando apareció doña María a ver qué pasaba y miró a Pepe que estaba allí, en un rincón, medio escondido, y miró hacia Anita que acariciaba a su hermano. Doña María se dirigió a Anita con los dientes apretados y con una voz que salla cortante entre aquellos dientes le dijo:

– ¡Vayase usted de aquí, zorra!

Pepe fue el que salió de la habitación, de prisa, con la cabeza gacha, escondiéndose detrás de las criadas. Anita en cambio levantó sus ojos brillantes y sus severas cejas fruncidas hacia doña María.

– ¿Es usted el médico? Cuando el médico me diga que salga, saldré, pero creía que el médico era su marido.

– Mi marido vendrá a ver a este chico aunque debería mandarlo a otra parte, ¿entiende usted? Pero usted no vuelve a pisar esta casa, grandísima sinvergüenza. A mi hijo no lo atrapa usted. Porque si usted es menor de edad, también mi hijo es menor de edad. ¡Fuera, fuera de aquí!

Anita soltó la mano de Carlos y se puso de pie delante de aquel brazo tembloroso y tendido de doña María.

– He venido invitada por su hijo para estudiar filosofía. Pero ahora no me voy porque mi hermano está malo.

Lo dijo levantando la cabeza, muy rabiosa a pesar del miedo que Martín le notaba. Esto es lo que sucedía con Anita: a veces se le notaba miedo. Martín se lo había notado en muchas ocasiones, sobre todo en las correrías del año anterior cuando entraban en los huertos y había que correr delante de los perros o en cualquier otro momento de peligro. Pero a pesar del miedo, Anita nunca se daba por vencida.

Doña María, aquella doña María de cara severa y triste, tan alta, tan majestuosa, crispó la cara con rabia y dio una tremenda bofetada a Anita y luego gritó en un ataque de histerismo que echaran a aquella mala mujer de allí.

Todas Jas criadas empujaban a Anita, que se dejó llevar y sacar fuera de la puerta de la consulta metida en su gran aturdimiento. Carlos gritó entonces llamándola y quiso incorporarse, pero con tan mala fortuna que se apoyó en el brazo enfermo y el dolor fue demasiado grande para permitirle realizar su intento. Las criadas rodearon a doña María, que estaba sollozando con la cara entre las manos en el momento en que apareció don Clemente, muy pulcro, con su cara de hurón y sus sienes plateadas. Martín se había sentado junto a Carlos. Sólo le atendía a él.

– Hum, pero ¿qué pasa aquí?… María, por Dios, sube arriba. Éste no es tu sitio. Sube en seguida. Llévense a la señora. Atiéndanla.

– No le cures -gritó doña María al salir-. La hermana ha intentado meterse en esta casa honrada. Ha intentado comprometer a Pepe para casarse con él.

– ¡Usted es una vieja bruja! -gritó Carlos-. Una bruja fea y más mala que la quina… ¡Pégale, Martín! Dale una bofetada a ella. No eres hombre si no le pegas.

Y Martín, como paralizado. Don Clemente sacó a su mujer suavemente fuera de la consulta y con doña María salieron las criadas. Todas aquellas mujeres alborotadas alrededor del llanto de su señora.

Martín no se atrevía a volver a sentarse junto a Carlos. La mirada furiosa de éste le detuvo.

– Bueno, gallito -don Clemente miraba a Carlos-, quiero saber quién me va a pagar a mí si yo te curo.

– Nadie -dijo desdeñosamente Carlos-. Mi padre pagará a quien me cure, puede preguntar en el pueblo cómo paga mi padre a todo el mundo. Pero yo me marcho de aquí y no es usted quien me va a curar… Me marcho ahora mismo.

– Calma, chico, calma. Dile tú, Martín, quién es el otro médico. Si no fuera un borracho yo mismo te llevaría allí. Pero no tengo conciencia de dejarte en sus manos… Vamos a correr un velo sobre lo que ha pasado aquí esta tarde. Para mí eres un paciente y nada más.

– Su mujer ha insultado a mi hermana y yo me voy. Martín, ayúdame. Me voy.

Don Clemente estaba lavándose las manos, tranquilo, con una sonrisilla escéptica bajo el fino bigote. Y en aquel momento en que Carlos estaba hablando y don Clemente le miraba a través del espejo del lavabo, el pomo de la puerta de la consulta empezó a moverse y la puerta entera a temblar como si alguien quisiese abrir aquella puerta desde fuera.

– Abre, Martín, haz el favor -dijo don Clemente. Martín descorrió el pestillo, abrió y entró Anita. -He ido a buscar la tartana. Ahí fuera está ya para llevarte a casa, Carlos.

Anita estaba muy fea con su cara enrojecida, el cabello suelto, despeinado y aquella expresión de furia.

Don Clemente miró a la chica con una larga mirada que recorrió la figura de la muchacha de arriba abajo. Su mirada se detuvo en las piernas de Anita.

– Bien, señorita, bien. Usted se llevará a su hermano, pero antes tengo que mirarlo.

– Lo llevaré a otro médico.

– Le recomiendo que le lleve a Murcia o que le lleve a Alicante. Por lo que puedo apreciar a simple vista va a ser mejor que traten a su hermano como es debido.

Y honradamente no puedo recomendarle a mi compañero.

Anita tenía las cejas fruncidas, la boca prieta. Pero la mirada de don Clemente -una larga mirada de gato viejo que dejaba traslucir admiración- empezó a dulcificarla un poco.

– Reconozca usted a mi hermano -dijo al fin.

Carlos se negó. Había logrado sentarse y estaba dispuesto a marchar. Pero Anita se le acercó sugestionándole con su mirada y con caricias sobre la cabeza del muchacho, como si Carlos fuese una fiera que tuviese que amansar. Y al fin el chico hizo un gesto de asentimiento. Y don Clemente se acercó a él y empezó a tocar aquel brazo hinchado mientras Carlos apretaba los dientes para no gritar. Martín apretó los dientes también todo estremecido por aquel dolor.

Carlos dijo que no quería ir a Murcia ni a Alicante a que le vieran a rayos X. Quería ir a su casa de una vez.

– Es lo mejor -dijo don Clemente-. Tres o cuatro días de reposo absoluto en cama. Yo puedo atenderle después si ustedes quieren y si no, ya saben mi consejo: llévenlo fuera de este pueblo. Ah, entendido: si voy a la finca del inglés tendrán que pagarme el vehículo que yo turne para ir allí.

– Ya -la voz de Anita era fría-. Lo más probable es que mi padre mande un especialista desde Madrid.

El viaje en tartana hasta la finca fue bastante malo. A Carlos le dolía mucho el brazo con el traqueteo del carricoche, aunque Anita le sujetaba con cuidado, amorosamente. A veces insultaba en francés a doña María, o al idiota cobarde de Pepe y también a Martín que había hecho un papel tan poco airoso. Martín, desolado, notaba aún en la nariz el olor a desinfectante de la clínica de don Clemente. Se sentía malo, con ganas de vomitar.

– ¿Por qué no le pegaste tú misma, Ana, a la vieja bruja?

Anita permaneció callada un rato. Martín observó su cara, sus mejillas llenas, sus cejas fruncidas, su boca.

– No sé, Carlos… Nos han educado mal… Nunca podemos pegar a los viejos. Entonces no pude y ahora me gustaría pegarle hasta hacerle sangre. No sé por qué no me tiré a ella a arañarla. No lo sé… Y a esas otras brujas, sus criadas. A todas las mordería.

– ¡Juiiiiip! -gritó el cochero estremeciendo a Martín-. ¡Sooo! Despacio, caballo.

– No quiero que me cure este tiparraco; no ha hecho nada más que hacerme retorcer de dolor. Tampoco quiero ir a Murcia ni a Alicante. Quiero que venga el otro médico, el borracho.

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