Литмир - Электронная Библиотека
A
A

XIX

Enfrentaron Beniteca en una revuelta de la carretera. Apareció toda blanca, envuelta en el calor de las cinco de la tarde.

Martín iba sentado junto al chófer de la camioneta, que era el mismo Juan el recadero: un hombre delgado y jovial con la cara picada de viruelas y los ojos protegidos por gafas con montura de acero. Al otro lado de Martín iba un hombre gordo y melancólico que dormitó todo el camino. Martín estaba empapado de sudor y asentía a lo que Juan le iba diciendo de que aquel verano era peor que el pasado y que se achicharraba uno vivo.

– Nos detendremos un momento para los encargos pequeños que espera la gente, aquí en Beniteca. Luego seguimos hasta tu casa, Martín. Ahora hago parada en la tienda que hace esquina a tu calle. Ha prosperado mucho esa gente, ya le dije a tu padre que no tiene que mandar al asistente este año para buscarte y llevarte la maleta. Y a la vuelta lo mismo. Todos los viernes a las cinco de la mañana me tienes allí en la esquina de la tienda por si te quieres volver. Pero parece que tú le tienes cariño a mi tierra y que no te gusta marcharte, ¿eh?

Desfilaban las casas de Beniteca, aquellas azoteas, aquellos muros blancos, rosas o azules, las ventanas iluminadas por el sol. Martín tenía ganas de bajar un momento para respirar el aire limpio y libre del pueblo. Cuando se detuvo la camioneta miró con curiosidad hacia el grupo de mujeres que esperaban la llegada de los paquetes y en seguida, cuando el hombre grueso salió de la camioneta, bajó detrás de él por el extremo contrario al de las mujeres vociferantes.

Sin esperarlo, sin creerlo casi, apenas puso los pies en el suelo, se encontró delante de Carlos. Carlos le puso una mano en el hombro apartándolo un poco para mirarle mejor.

– Estás negro como la pez, Martín, ¿no se dice así?… Es esa barbaza que tienes. Necesitas afeitarte, ¿eh? Vaya barba. Nunca lo esperé de ti.

Se reían. Martín se fijó en que Carlos seguía siendo más alto que él, un poco más alto. Vio también que se había convertido en un joven elegante. Llevaba el cabello largo y no cortado a cepillo como otros años, pero en verdad su barba no se notaba. Al sol era un poco de vello rubio como el año anterior. Y Martín, más pequeño, más estrecho y unos meses más joven, se afeitaba ya cada dos o tres días como mínimo.

– Pareces un gitano, tan negro, tan sucio, con esos dientes tan blancos.

– Me parece que no es la primera vez que me lo dicen. No esperaba encontraros aquí. He venido este año antes que nunca.

– No nos encuentras… Me encuentras. Anita, la muy fresca, se ha ido a hacer un viaje con mi padre y con un amigo de mi padre y con un perrito pequinés que le han regalado. En vista de esa injusticia yo convencí a Frufrú de que viniéramos. La pobre Frufrú es un encanto y me la traje aunque ella había jurado no volver por aquí. Pero ya ves, aquí estamos desde hace ocho días.

Martín miraba a Carlos ansiosamente.

– ¿Estabas hoy por casualidad en el pueblo?

Carlos sonrió y le dio una cariñosa palmada en el hombro.

– Juan el recadero me guardó el secreto, ¿eh?. Él fue quien me dijo que te iba a traer en este viaje. Le pedí que no te fuera con el cuento de que yo estaba aquí.

Juan se acercó a los chicos.

– Qué, Carlos, ¿vienes también en la camioneta? Dentro de diez minutos sigo hasta la esquina de la finca.

– No, éste y yo nos vamos en la moto. Tú lleva la maleta de Martín, te esperaremos allí.

Martín ponía la cara de asombro que Carlos había imaginado que pondría.

– ¿Tienes una moto?

– Ya lo creo. Una «Ariel» de 5 HP. No sé cuánto tiempo tendré gasolina para usarla este verano. Pero mientras tenga vales le vamos a dar un buen tute, ya verás.

La moto estaba a la vuelta de la esquina, grande, poderosa. Martín la tocaba sin acabar de creer en aquella riqueza de su amigo hasta que Carlos le hizo sentarse detrás de él y emprendieron la marcha con un ruido enorme, carretera adelante. Carlos llevaba gafas de motorista. Martín, aunque se protegía con la espalda de su amigo, tenía que guiñar los ojos por el polvo y el sol. Cuando se detuvieron en aquella esquina de la calle de Martín, donde el tenducho de los años anteriores había prosperado tanto, volvieron a mirarse y a reír los dos

– Sabes, martín pescador granuja -dijo Carlos, después de quitarse las gafas-, cuando conseguí que mi padre me comprara este cacharro tuve en seguida ganas de enseñártelo. No lo creerás, pero es así. Por eso cuando me dejaron tirado como una colilla mi padre y Anita me di tanta prisa a venir a Beniteca.

Estaban solos cerca de la puerta de la tienda, junto a la cuneta de la carretera.

– Oye, Carlos, ¿sigue en la finca el hombre?… Ya sabes.

– Chico, creí que te lo habíamos escrito. Damián ya no está en la finca. Este invierno se marchó, pero lo cogieron antes de embarcar. Me parece que quería irse a Marruecos. Está en la cárcel. Me ha dicho Paco que las cosas van bien y que cree que lo soltarán pronto, pero está en la cárcel. Carmen se ha ido a servir de criada a un sitio que no me acuerdo como se llama cerca de donde está su marido encerrado. Un caso de amor matrimonial, ¿no crees? El pobre Paco está solo, cuidando de las gallinas y cuidando de la finca, y ha conseguido una criada para Frufrú. Una hija del «Torcío», ¿sabes? Es joven y bastante bonita al estilo de pueblo. Con un pecho así de grande, muchacho. Está todo el día en casa, pero por la noche el «Torcío» viene a buscarla, y si no es el «Torcío» viene alguno de sus hermanos a llevársela a dormir a casa de ellos. ¿Y a que no sabes por qué? Te vas a mondar de risa.

– No sé.

Pero sólo de ver la expresión de Carlos, Martín ya se estaba riendo.

– Pues por mí… Tienen miedo de que yo me enamore de la chica, al parecer, o de que intente violarla como un sátiro. Y eso parece que sucede más frecuentemente de noche que de día, por lo menos en este país. Te digo que Frufrú y yo nos hemos reído hasta que nos saltaron las lágrimas de risa… Se llama Benigna la muchacha.

Ahora se reían los dos amigos hasta saltárseles las lágrimas de risa a los dos.

– Oye, Carlos, ¿quieres que te invite a un refresco en la tienda? Me quedan unas pesetas de las que me dieron mis abuelos para el viaje. Me ha dicho Juan que ahora está esto convertido en una especie de bar o ventorrillo o lo que sea.

– Vamos. No sólo despachan vino en esta tienda, sino que creo que es el lugar de perdición de Beniteca y hay juerguecitas de los señores decentes de la población cuando ya tienen la puerta cerrada. Una noche vendremos a husmear lo que hay por aquí. Imagínate que encontremos a don Clemente.

– No lo creo -dijo Martín riendo-. No lo creo.

Le parecía a Martín que su risa le iba a durar siempre, todo el verano de Beniteca. Carlos se reía también. Tomando el vaso de vino que pidieron se reían tanto que a Carlos le salió el vino por la nariz. La mujer que les servía detrás del mostrador de zinc, sonreía también como a la fuerza, con cierta desconfianza.

Llegó la camioneta de Juan y también se rieron Carlos y Martín, porque cuando la camioneta se acercaba Carlos iba describiéndola.

– Parece una camioneta tuerta, con un faro más alto que otro. El motor va atado con alambres y con ligas de señora, que le he visto arreglarlo a Juan. Los lados de la camioneta van temblando. A cada momento se le caen los guardabarros y Juan los pega con saliva… Chico, yo no sé cómo te has atrevido a venir en ese cacharro.

Cuando Martín tuvo en su poder la maleta, comprendieron los dos que era necesario que el chico se acercase a su casa.

– ¿Se enfadará mucho tu preciosa mamá si te acompaño? ¿Estás seguro de que no me echarán el perro nuevo que tienen, para que me muerda las pantorrillas?

– Caramba, Carlos. Claro que no se enfada nadie, ni en broma.

Carlos arrastró la moto lentamente por la callecita, mientras Martín cargaba con su maleta, calle adelante, hasta el chalet del fondo. Por entre la verja vio Martín la terracita del porche, vacía y llena de sol a aquella hora. Mientras Carlos acomodaba la moto junto a la pared empujó aquella verja, y al sonido de la campanilla, casi en seguida, salió Eugenio a la terraza.

Estaba más grueso que el año anterior, llevaba una camisa desabrochada y sus pantalones viejos de casa. Al brazo llevaba a la niña mayor, ya muy crecida y peinada a flequillo. La dejó en el suelo al ver a Martín y abrió los brazos estrechando al hijo contra su corpachón.

Adela se asomó en seguida a la puerta. No iba en quimono como los otros años, pero llevaba una bata larga hasta los pies de color rojo oscuro y muy parecida al quimono. También se le veían al andar los bajos del camisón. Estaba más gruesa que el año anterior. De manera diferente a Eugenio, estaba más gruesa que él.

– ¿Qué te dije, Adela? Tenemos un hombre aquí. Mírale. Un hombre con toda la barba, coño.

Adela puso una sonrisa torcida al saludar a Carlos y a Martín. A Carlos lo miraba mucho Adela, de arriba abajo. Martín trató de acariciar a su hermanita, pero la niña echó a correr hacia su madre, hundiendo la carita contra la bata de Adela.

– ¡Es que estás tan sucio, Martín!… Apestas. ¿Cómo quieres hacerle gracia a la niña?

– ¿Qué te parece un baño de mar, Martín? -dijo Carlos-. Hace un calor de miedo. Yo tengo ganas de tirarme al agua.

– Me gustaría.

Eugenio se impacientó.

– Pues ve al mar, coño. ¿Qué me miras a mí? Traerás calzones de baño, ¿no?

– Sí, la abuela no se olvida.

Martín arrastró la maleta hacia el interior de la casa y Eugenio le siguió con la mirada.

– Ya estás embobado con tu hijo. ¡Jesús, qué ridículo eres, hombre! Te creerás que es el único varón sobre la tierra. ¡Y es más feo que un saltamontes el condenado chico! Ya ves, Adelita le tiene miedo… En cambio, él, ni ha preguntado por la otra nena. Lo único que le importa es marcharse al mar.

Adela recordó de pronto que Carlos seguía esperando en el jardín, allí, muy cerca de ellos, a que Martín volviese con su traje de baño. Cambió de tono y de expresión instantáneamente.

– ¿No quiere pasar dentro? Aquí se asa uno por las tardes, pase, pase.

El tono de Adela al darse cuenta de la larga y curiosa mirada de Carlos se había hecho meloso, y Carlos tuvo el honor de entrar en el recibidor sombrío que, según le pareció, olía vagamente a leche agria.

– Chico -dijo unos minutos más tarde a su amigo-, qué peste de familia tienes.

46
{"b":"87836","o":1}