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IX

Allí estaba el verano con todo su esplendor. El camino del faro y la casa de los fareros tantas veces visitada, las alambradas de la Batería brillando al sol, tantas veces observadas, sin haberse acercado nunca a las garitas de los centinelas.

Por la carretera de Beniteca a ciertas horas se veía pasar el camión cuba de la Batería en busca de agua o cargado ya para reponer el agua de los aljibes. Tres veces por semana los chicos veían, a media tarde, la camioneta militar que llegaba con el suministro de víveres y a las seis comenzaba a llenarse la carretera con la animación de los artilleros libres de servicio que iban al pueblo en la hora del paseo.

Una tarde, Carlos y Martín encontraron a Anita junto el portón principal de la finca, hablando con tres soldados. La chica se escapaba siempre que podía de la compañía de su hermano y de Martín, pero en aquel momento apenas les miró. Sólo les dijo con una voz fría -muy de teatro- que se fueran a jugar y que la dejaran a ella con sus amigos.

Carlos se empeñó, sombríamente, en acecharla y en seguirla cuando vieron que se iba con los soldados camino del pueblo. Según iban andando por la carretera Anita y sus amigos, otros grupos de soldados se les unían y la veían a ella charlar y reír entre aquella tropa caminando sobre sus tacones altos. Cuando vieron cómo entraba en la primera tabernilla del pueblo rodeada de su escolta, Carlos y Martín cruzaron la carretera y entraron también en la taberna. Anita estaba junto al mostrador con todos los artilleros, que se quitaban la palabra de la boca para preguntarle cosas. Carlos y Martín dieron codazos para acercarse a la chica y uno de los artilleros reconoció a Martín como al hijo del teniente Soto. Aquello surtió efecto seguramente, pues los soldados fueron amables con los chicos, les invitaron a un chato y les dejaron ponerse cada uno a un lado de Anita. Poco a poco el grupo empezó a clarear y a disolverse y al fin Anita quedó, con ellos, sola en la taberna y tan rabiosa que ni siquiera acertó a insultar a su hermano en francés.

A Martín aquella persecución le hubiera aburrido si no fuese porque siempre encontraba un encanto especial en marchar junto a Carlos y observar sus reacciones y ser confidente de los agravios que Carlos tenía contra su hermana. Martín esperaba, al acecho de las reacciones de Carlos. Con la misma tensión que el año anterior esperaba oculto entre las piedras a que un lagarto apareciese despacio, distraído, con su buche temblón y la tela de sus párpados ocultando los ojos a la caricia del sol. Con la misma tensión de alegría con que entonces veía de pronto que el lagarto se lanzaba a morder el trozo de tomate con el anzuelo oculto, esperaba ahora el momento en que Carlos dejase de una vez de pensar en su hermana y se volcase completamente en aquella amistad desinteresada, casi caballeresca, que le ofrecía Martín.

Martín sabía que aquella amistad necesitaba consolidarse. Durante la célebre comida del día en que estuvo en la finca el señor Corsi, Martín había adivinado que, bajo la calma aparente y aquella especie de vacío que había en los ojos de Carlos, muchas cosas preocupaban al muchacho. Aquellas cosas que no se podían ni rozar con preguntas. Por ejemplo, el tema de Peggy, que según parecía no era la madre de Carlos ni de Anita y el tema de quién era esta madre que indudablemente los chicos la habían tenido alguna vez y si esta señora había muerto o no había muerto, pues claramente Carlos indicó sus dudas a este respecto al interrogar a su padre.

Martín no preguntaba nada. Sabía que aún no era tiempo. Se limitaba a ir por la carretera junto a Carlos o a iniciar conversaciones sobre los ensayos de arte dramático que tanto parecían interesar a los hermanos el año anterior. Pero este año Anita se encogió de hombros en el solarium cuando Martín inició la conversación sobre Berenice y dijo bostezando que ya no se acordaba de Berenice. También intentó Martín explicar a sus amigos ciertas inquietudes de su espíritu y cómo había pintado aquel invierno a la acuarela y que empezaría con el óleo el próximo curso. Como estas confidencias no interesaban, Martín hablaba otras veces de la guerra mundial repitiendo las opiniones de Eugenio. Pero Martín sabía que Carlos -Anita también, pero a Anita le interesaba este año mucho menos- era un mundo cerrado para él aún, un misterio que no podía traspasar del todo, ni siquiera en los momentos más íntimos, en los momentos de lucha cuerpo a cuerpo a que tan aficionados eran Carlos y Martín y en la que Martín ponía tanto ardor, tanta furia, que a veces lograba vencer al compañero más alto y más fuerte, pero también menos interesado en el asunto.

A los ocho días de la llegada de los Corsi, Martín sólo pensaba en el momento en que Carlos se desengarfiase de Anita al fin y comprendiese que su amistad de hombres tenía más fuerza y más verdad que todas aquellas tonterías de hermano mimado y sometido a las que se entregaba Carlos con tan poca dignidad.

Anita no hacía más que lanzar puyas a los dos chicos y una mañana les anunció que había pedido a uno de sus amigos artilleros que le consiguiese un perro y se lo regalase para salir con él por las noches. Un perro -dijo- era compañía más discreta y mejor infinitamente que la de dos niños pequeños.

– ¿No sabes, Martín? El año pasado, cuando tú te marchaste, Juan el recadero nos regaló un perro precioso y papá se empeñó en que lo dejásemos en Beniteca al cuidado de los guardas. Tengo mala suerte con los perros, con lo que me gustan. El perro que nos regalaron se murió este invierno.

Esta salida de Anita recordó algo a Martín.

– ¿Os acordáis de Leal, el perro que tenía mi padre? Lo envenenaron este invierno. Era un perro de caza muy bueno y a mi padre le gusta cazar. Pues creo que un día apareció envenenado en el jardín, le dieron a comer carne que tenía vidrios machacados dentro.

– Comprendo mucho más que se mate a una persona que a un perro. -Anita parecía horrorizada de veras-. Si odiaban a tu padre que mataran a tu padre… Pero si yo consigo un perro puedo aseguraros que nadie lo envenenará. Ya lo cuidaré yo bien.

En aquel momento, una oleada de lealtad familiar sacudió el alma de Martín. Volvió a pensar en su padre como en otros tiempos, admirando su hombría, sus fuertes manos, su blanca e ingenua risa, y todas aquellas buenas cualidades de honradez, de sencillez profunda y sana, aquellas palabrotas que en su boca resultaban tan naturales, aquellas bruscas despedidas a las familias de los reclutas que se presentaban con regalos y que Eugenio no admitía de ninguna manera, con gran desesperación de Adela. Aquel «calla la lengua» dirigido a Adela cuando Adela desbarraba demasiado en su maledicencia o en el asco que había tomado a Martín, y hasta su gran debilidad oculta detrás de tantas palabras gruesas; su gran debilidad por Adela. Todo aquello le vino a la cabeza a Martín y quiso decir: «A mi padre no le puede odiar nadie. Eso no es posible».

Y no dijo nada, sin embargo. Escuchó lo que decía Carlos.

– Yo no te dejaré salir sola por la noche, ni con perro ni sin perro. Ya lo sabes, Ana.

– Tú me dejarás sola cuando yo quiera, no faltaba más. Ya te he buscado yo un martín pescador para entretenerte. No puedo hacer más por ti, hijo mío. Estoy harta.

Anita por la mañana, en la playa, con el cabello recogido en lo alto de la cabeza sujeto por peinecillos que a cada momento se le caían, se parecía mucho a la criatura del verano anterior. A Martín le dijo una de aquellas mañanas:

– He conocido a un amigo tuyo muy interesante. Es un chico completamente intelectual a quien no le gusta el deporte y dice que desprecia a las mujeres. Sólo le gusta leer tomos así de gordos de filosofía.

Martín se quedó asombrado y recordó en seguida al hijo de don Clemente el médico, que ya había empezado sus estudios en la Universidad. Antes de llegar los Corsi le había conocido Martín y hasta aceptó ir un día a hacerle una visita en aquella casa de pueblo que ya había visitado con Adela el verano anterior. En aquella casa que en el piso alto tenía salones oscuros, Pepe, el hijo de don Clemente, disponía para él solo de una habitación en la planta baja de la casa, junto al patio, donde le habían instalado una mesa de estudiante y una biblioteca. Era un chico de diecinueve años con la cara llena de granos y una nuez muy saliente. A Martín, la tarde en que fue a visitarle, no le habló de filosofía, sino de mujeres, diciéndole que iba todos los días a la playa de Beniteca a darse una «ración de vista» con aquellas chicas medio desnudas que se exhibían allí. Pepe había prohibido terminantemente a su madre que dejase ir a su hermana a la playa. Martín se había aburrido mucho con Pepe aquella tarde y no le había vuelto a ver. Aquella mañana le dijo a Anita, delante de Carlos, que Pepe no le parecía interesante y que era un sucio con sus opiniones sobre las bañistas. Pero a Carlos sólo le interesaba una cosa.

– No sé dónde has conocido a este tipo, Ana. No me lo puedo explicar.

– Ah, yo tengo mis secretos, tonto mío. Me interesa mucho ese muchacho, Martín. Es distinto a todos, por lo que me cuentas.

– Yo quiero saber cómo lo has conocido.

– Pues te quedarás con las ganas de saberlo.

Carlos miró a Martín en aquel momento, con una mirada llena de impotencia y Martín tuvo como un presentimiento de que comenzaba entre ellos aquella unión tan esperada. Por la tarde, a la hora de la siesta -Anita se empeñaba este año en dormir la siesta en su habitación como la gente vulgar de Beniteca-, Martín le dijo a Carlos que si quería él le presentaría a aquel Pepe e incluso podrían ir a su casa y así lo conocería.

– ¿Para qué? Yo lo que quiero saber es cómo lo ha conocido Anita y sé que no me lo dirá. Pero no puedo comprender cuándo lo ha conocido. No lo entiendo.

Martín, un par de días más tarde, empezó a comprender cuándo había podido conocer Anita a Pepe. Fue la noche en que Adela le dijo a Martín que el hijo de don Clemente había vuelto a buscarle sin encontrarlo tampoco.

– ¿Ha vuelto? ¿Es que ha venido antes otra vez?

– Mira, Eugenio, éste ni se entera de lo que se le habla. Estoy harta de decirle que Pepe ha venido por aquí y como si nada. Parece alelado este hijo tuyo… No sé para qué lo traes a Beniteca. Aquí no hace más que comer y dormir llenando la casa de peste, que hasta me da ganas de vomitar… A ti te digo, Eugenio, no sé para qué traes a éste.

Eugenio parecía la estampa del amor paternal. Se había puesto una toalla sobre las rodillas y agitaba allí a su hija pequeña sosteniéndola por la espalda. Cuando Adela terminó de hablar depositó a la niña en el cochecito y el bebé empezó a lloriquear.

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