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XVII

El sábado por la tarde, Carlos y Anita le dijeron a Martín que tenían que hacer un recado en el pueblo y los tres emprendieron la marcha por la carretera polvorienta y soleada como tantas veces habían hecho. Martín empezó a respirar ampliamente junto a sus amigos. Les dijo, en tono de broma, el único tono posible con los Corsi para las cosas serias, que había temblado la noche antes en la cena y aquel mediodía, sobre todo, en la comida de su casa, incluso se había atragantado con una cucharada de puré porque Eugenio empezó a hablar de los guardas de la finca del inglés y dijo que el marido de Carmen había sido un asesino durante la guerra.

– Mi padre ya ha dicho eso otras veces, aunque él no conoció nunca al marido de Carmen, son cosas que oye por el pueblo y le interesan por ser de los vecinos. Cuando lo dijo creí que había adivinado algo de lo nuestro y me atraganté. Mi padre empezó a darme golpecitos en la espalda y mi madrastra a gritar y a decir que no puede comer cuando me ve delante porque le doy asco.

– Hum… Una señora encantadora. Podría estar agradecida. Nunca más volvimos a molestarla desde aquel día, ¿te acuerdas?, aquel día que salimos por la ventana de su alcoba.

– Fue el día que nos conocimos.

– ¿De veras? No me acordaba de eso, ¿y tú, Carlos?

– No, tampoco… Estaba pensando una cosa, Ana. ¿Por qué no cambiamos el texto del telegrama de Frufrú? Podíamos poner un telegrama que dijese: «Corsi urge mandes dinero». Creo que resultaría muy lógico.

Martín miró pensativo a sus amigos. Ya sabía que iban al pueblo a poner un telegrama de Frufrú para el señor Corsi y esto le tenía inquieto. No estaba seguro de la actitud de Frufrú respecto a Damián.

– ¿Es que habla de Damián el telegrama?

Anita le dio un ligero papirotazo en la cabeza.

– Martín, imbécil… Ese nombre no se dice fuera de casa, en plena carretera. Me parece que no sabes guardar un secreto. Frufrú no es tan tonta. En el telegrama le pide a papá que venga a buscarnos, sencillamente. Está nerviosa como un flan desde ayer.

A pesar de aquel hermoso sol encima del mundo, encima de la cara de Martín, de todo su cuerpo, el chico notó la sensación del frío, el aire frío y negro dentro de los huesos. Una sensación que no parecía posible en Beniteca.

– No te entristezcas, pescador. Papá no recibirá el telegrama hasta dentro de unos días seguramente. Unas veces está en Lisboa y otras en Madrid. No vamos a tener tan mala suerte como para que le pille en Madrid.

– Mientras viene papá o no viene, Anita piensa tranquilizar a Frufrú y hacerle comprender que es ahora cuando el verano empieza a gustarnos.

– Desde luego se ha convencido ya -Anita bajó la voz aunque en la carretera no se veía nada más que el polvo y el sol y sus tres sombras- de que el hombre, por ser marido de nuestra guardesa, es de la familia y hay que protegerle. Pero a pesar de todo está asustada.

– Lo que más le asusta es que el hombre le parece muy feo. Ya sabes cómo es Frufrú. Si no fuese de la familia yo creo que habría insistido en que se marchase.

Anita frunció el ceño.

– Si Damián no fuese de la familia yo tampoco le protegería. No. Después de lo que dijo anoche Paco a Frufrú, no. Confesó que ellos habían envenenado a todos los perros creyendo que así protegían mejor a quien sabéis. Yo no puedo pensar en eso. Si pienso en Lobo tengo que hacer un esfuerzo horrible para sentir simpatía por el hombre.

– Pero Anita, tú eres mejor de lo que piensas. Protegerías a Damián de todas maneras. Dices que es de vuestra familia, ¿por qué es de vuestra familia?

Anita tapó la boca de Martín y empezó a mirar a todos lados hasta convencerse de que la carretera seguía solitaria.

– Nada de decir el nombre. Es una precaución elemental.

Carlos contestó a la pregunta de Martín mirándole con cierta superioridad.

– Nosotros llamamos «la familia» no sólo a papá y a Frufrú aparte de Anita y yo, naturalmente; llamamos «la familia» a todos los que nos rodean y nos sirven. Tú, durante el verano, también eres de nuestra familia.

Martín se pasaba la mano por la mejilla sonriendo con un poco de asombro.

– Bueno, vosotros tenéis el mismo concepto de familia que los antiguos romanos, me parece.

– Le favorece mucho al «misterioso» -dijo Anita-. Le favorece muchísimo si pienso en los perros… Pero por otra parte el hombre es encantador. He ido a verle y me ha parecido que tenía cara de hombre de la edad de piedra. ¡Extraordinario! He logrado que hable conmigo.

Llegaban al pueblo casi sin darse cuenta. A Martín el camino se le había hecho tan corto que le sorprendieron las primeras casas.

– Bueno, Ana. ¿Cambiamos el telegrama de Frufrú? Piensa que yo no me he divertido este verano hasta ahora.

Anita propinó a su hermano un pellizco que le hizo saltar.

– No. No cambiamos nada. Piensa que si engañamos a Frufrú ella no querrá volver jamás a Beniteca. Ya sabes que es tozuda. Tienes que usar tu cabeza, Carlos.

– Es terrible -dijo Martín-, lo de prisa que pasa el verano. Para mí es terrible pensarlo, porque aunque no venga en seguida vuestro padre, dentro de quince días, veinte como más tarde, tendré que marcharme yo.

El pueblo parecía blanco y dormido con sus calles estrechas. «Las sombras y la cal, eso es todo», pensó Martín sin darse cuenta de que lo pensaba. Sin darse cuenta de lo que recogía su cerebro como pintor.

Anita se adelantó a ellos cuando vio el letrero que anunciaba «telégrafos» en una fachada. Entraron todos en un zaguán oscuro que tenía a un lado una ventanilla abierta. Por la ventanilla se veía la máquina transmisora y receptora de los telegramas y a un viejo medio adormilado que recogía las largas cintas blancas que salían de aquella máquina. El viejo no les hizo caso durante un rato, y al fin se acercó con paso cansino a la tercera vez que Anita le llamó agitando el formulario del telegrama en la mano. El hombre se ajustó las gafas, que antes llevaba subidas en la frente y leyó en voz alta:

– Corsi, Hotel Palace, Madrid. Ven inmediatamente. Urge final vacaciones… Firma: Frufrú. ¿Frufrú? Vaya nombrecito… ¿Eres tú esa Frufrú, guapa?… Remite: Corsi. Finca Pyne. Beniteca… ¿De modo que sois los chicos de la finca del inglés? Ya había oído hablar de vosotros. Ya he oído hablar… ¿De modo que tú eres Frufrú? Ya he oído hablar de ti, ya he oído…

Los chicos se miraban unos a otros asombrados. Les parecía que el hombre no iba a terminar nunca de hacer comentarios. Pero al fin contó las palabras y contó el telegrama.

Cuando salieron nuevamente a la claridad de la tarde, Carlos dijo que había sobrado dinero y que deberían gastárselo.

– Eso sí, Carlos. Podemos ir al café del Casino a pedir un refresco.

A Martín se le encogió el corazón al pensar en el café del Casino, en los domingos por la mañana, y sobre todo en don Clemente, a quien no había vuelto a ver desde la noche del martes. Su recuerdo le aterró. Fue quedándose atrás en la carrera que llevaban Anita y Carlos hacia la plaza del Casino. En un momento determinado los vio desaparecer al volver una esquina y entonces la calle, con su cielo azul, los cables de la luz sobre las azoteas blancas, los pájaros sobre los alambres, las ventanas, el empedrado, los niños que jugaban junto a una puerta, todo le pareció enormemente melancólico. Echó a correr de nuevo y encontró en la plaza a sus amigos.

La plaza era bastante grande, con unas pequeñas palmeras reales marcando las esquinas de la plazoleta central. Bajo el toldo a rayas, las mesas del café del Casino estaban solitarias a aquella hora, en cambio en el interior oscuro se adivinaban grupos de hombres alrededor de las mesas de mármol. Pero Anita y Carlos habían pasado de largo frente al café del Casino y estaban parados en una de las esquinas protegidas por la sombra, entre un corro de chiquillos ociosos, contemplando a un fotógrafo ambulante. Allí los alcanzó Martín.

El fotógrafo, envuelto en un guardapolvo, estaba sentado junto a su máquina y a un botijo. Cerca de él, en una especie de perchero, colgaban unos encima de otros varios telones pintados para servir de fondo a las fotografías. El fotógrafo se estaba abanicando con un paypay y de cuando en cuando con aquel abanico espantaba a los chiquillos que se acercaban demasiado a mirarle. Al ver a los Corsi y a Martín se animó mucho.

– ¿Una foto, señores?

– Sí -dijo Anita.

– ¿Cómo quieren retratarse? Miren, miren los telones. Aquí en primer lugar están los jardines de la Alhambra como telón de fondo. Voy a sacarlo… Aquí tienen ahora dos parejas de baturros bailando la jota con un agujero en las caras para que ustedes saquen las cabezas por ahí si quieren. Claro que ustedes sólo son tres… Aquí tienen esta playa preciosa con sus olas y su barca y aquí la Giralda y una callecita con rejas sevillanas.

– A mí me gustaría retratarme sentada sobre ese caballo de cartón que tiene usted. Los tres sentados sobre el caballo de cartón.

– Es muy pequeño el caballo, señorita. Lo tengo más bien para los niños. Su peso aún lo resistiría, pero el de estos dos caballeros, que son dos hombres como dos castillos, no sé.

– Yo creo -dijo Martín- que no hace falta ningún fondo. Nos puede retratar usted con el fondo de verdad de la plaza.

– Ah, no, Martín, qué estúpido. Encima de que no me puedo montar en el caballo… Ponga usted el fondo de la Giralda. Es lo que más me gusta.

Así por capricho de Anita se colocaron los tres con la Giralda al fondo. Anita en medio de los chicos, cogida del brazo de Martín y del brazo de Carlos.

Estaban muy serios, muy bien colocados, pero cuando el fotógrafo se metió debajo del paño negro que colgaba de su máquina y sacó una mano dispuesta a apretar el dispositivo, a los tres les entró tanta risa que el fotógrafo salió otra vez de debajo de su tela para reñirles.

– Señores, señores, un poco de formalidad. Ya ven ustedes que he cobrado ya mi trabajo, no tengo miedo de que me rechacen las fotografías. Pero es por amor a mi arte. Yo soy un artista, señores, y no quiero hacerles un mal retrato. Quietos. Así, quietos.

Alrededor del fotógrafo había aumentado el grupo de los niños del pueblo. También un viejo vendedor de quisquillas se paró a mirarlos con su cesta al brazo cubierta con un paño blanco.

Al fin la fotografía se hizo. El fotógrafo les explicó que en cinco minutos tendrían las copias reveladas y ellos se quedaron por allí curioseando las manipulaciones del fotógrafo y luego los negativos que metía en un cacharro lleno de un líquido que parecía agua.

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