Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Un momento, señores, sólo un momento… Han tenido ustedes mucha suerte en llegar tan pronto. Ahora empezarán a venir los artilleros y las mozas bonitas de la población con sus novios. A veces hay una fila larguísima esperando para fotografiarse.

– Nunca le hemos visto a usted en el pueblo.

– Vengo de cuando en cuando. Los sábados y los domingos son los días buenos para las fotos. No es por decirlo, pero mis fotos son verdaderas obras de arte… Pueden ustedes verlas. Aquí, en mi mano, sin tocarlas, que están mojadas. Opinen ustedes.

Anita arrugó la nariz con desconsuelo.

– Uf, yo estoy muy mal.

– No, señorita. Mire qué talle tan fino le ha salido. Usted ha salido con el gesto que puso. Si usted frunció el ceño y al mismo tiempo empezó a reírse, yo no tengo la culpa. Y mire, mire a su novio, tan rubio y tan alto como un inglés. Y su hermano, tan morenito con esos dientes blancos que parece un gitano. Y la Giralda parece de verdad.

Los chicos se reían.

– Usted serviría para adivino, amigo -dijo Carlos.

El fotógrafo no le hizo caso porque estaba atendiendo ya a una nueva cliente, una mamá joven y gordita con su bebé. Como los chicos tenían que esperar a que secasen sus fotografías quedaron de espectadores, entre otros curiosos y vieron cómo se hacía la foto la mamá con el niño en brazos. Después vieron cómo la mamá desnudaba completamente al niño, y cómo una abuelilla vieja iba recogiendo las prendas de ropa al mismo tiempo que lanzaba piropos al bebé. El fotógrafo extendió una pielecilla blanca de cordero sobre la silla donde antes estaba él sentado y la mamá colocó allí al niño, agachándose ella después detrás de la silla para sujetarle procurando que se la viera lo menos posible. Así se hizo aquella fotografía de desnudo infantil coreada por los «¡extraordinario!, ¡extraordinario!» de Anita y Carlos. Cuando terminó todo dijo Anita:

– Hubiera dado una fortuna porque a mi familia se le hubiese ocurrido esa idea conmigo cuando aún estaban a tiempo de hacerlo.

El fotógrafo, algo amoscado, recogió las dos copias ya secas y las entregó a los chicos.

– Una es para mí, ¿verdad?

– Lo siento, Martín. Una es para nosotros y otra para Frufrú. A Frufrú le encantan las fotografías y ésta le consolará un poco de todos los ataques nerviosos que está pasando. Además que tardaremos un poco en llegar a casa, ¿no os parece? Después Frufrú nos cogerá por su cuenta y no nos dejará apartarnos de ella.

– Anita tuvo que dormir anoche en el cuarto de Frufrú.

– Desde luego. Y no corrimos otra vez la cómoda porque nosotras solas no teníamos fuerza. Ya verás, ya, cómo está Frufrú cuando lleguemos a casa. Es un manojo de nervios.

Cuando los Corsi empleaban cualquier expresión manida como por ejemplo aquella de «manojo de nervios» o también la comparación «nervioso como un flan» u otra cualquiera de las más usadas, ellos le daban, según le parecía a Martín, un sentido nuevo, una honda broma que al muchacho le hacía reír siempre. Lo mismo sucedía las muchas veces que Carlos llamaba «hermanita» a su hermana y a veces también cuando le decía algún piropo. Aquella broma especial de las palabras, a Martín le embobaba y a veces la imitaba, aunque estaba seguro de que no con la misma gracia.

La melancolía que había sentido un rato antes cuando se habló de despedidas, el miedo a don Clemente también, se le olvidaron a Martín por completo mientras reía y hablaba con sus amigos y más tarde con Frufrú, que les comunicó a todos con aire de parte secreto la noticia de que Damián había pasado el día en casa de los guardas, pero que Carmen había decidido por su cuenta que durmiese en el cuarto de la torre.

– No te preocupes, Frufrú querida. Ya sabes que duermo a tu lado y que la ventana tiene rejas.

– Ah, demoña, burlona. Tú no te das cuenta de nada.

Martin sólo se dio cuenta de que el secreto de Damián le abrumaba, al volver a su casa; delante de la mirada confiada de Eugenio y de la desconfiada y dormilona de Adela. Estaba deseando encontrarse solo en su cuarto, con la luz de la luna en la azotea y el canto de los grillos.

– Coge tu muda limpia del cuartito pequeño. Mañana te daré tu traje nuevo que está colgado en mi armario.

La muda limpia y el traje nuevo indicaban que al día siguiente era domingo. El terrible domingo. Mucho más terrible esta semana que ninguna otra semana para Martín. Y no por la muda limpia y el fregado de las orejas, ni por el fijador en el pelo, ni por el traje nuevo y los zapatos de lona blanca. Por nada de eso. Tampoco le molestaba pensar en la misa junto a Mari Tere, que inclinaba su cabeza con una expresión dulce y devota que a Martín le recordaba a su abuela. No. No era por ninguna de aquellas cosas por lo que Martín se sentía tan molesto.

Al día siguiente, durante la misa, Martín rezó. Pidió a Dios con fervor que don Clemente no apareciese por el café y que no se lo tropezase nunca durante el tiempo que le quedaba por pasar en Beniteca.

Pero don Clemente estaba en el café acompañado de su hijo y se reunió en seguida con la tertulia de los oficiales en las mesas del fondo. Martín huyó hacia la ventana que daba a la plaza. Y la mamá de Mari Tere le llamó para que se sentase con su hija en una mesita cerca de las mesas de las señoras.

– Ya sé que ni a Mari Tere ni a ti os gusta estar junto a los niños más pequeños. Podéis sentaros solitos como si fuerais dos novios.

Martín se sentó de espaldas al grupo de los hombres y notaba a veces que le hormigueaba la nuca como si le estuviesen mirando. Tres veces volvió la cabeza. Pero don Clemente no le miraba. El chico notó una oleada de admiración dentro de él por don Clemente y su generosidad. Martín sabía que don Clemente tenía tanto prestigio en el pueblo, que si hubiese denunciado la paliza que le habían propinado Carlos y él, nadie creería en la palabra de ellos si decían que había sido en defensa de Anita. También sabía Martín -o lo intuía- que don Clemente podía haber explicado la cosa a Eugenio y sabía que Eugenio no se espantaría lo más mínimo de que don Clemente hubiera intentado besar a Anita. Eugenio y Adela tenían una idea tan disparatada de Anita, a juicio de Martín, que seguramente creerían que habría sido de ella toda la culpa. Y si Martín sabía eso, seguro que don Clemente lo sabía también. Por lo tanto el silencio de don Clemente era generosidad pura.

Mari Tere se inclinó hacia Martín.

– ¿Has oído lo que le contaba esa señora del vestido rojo a tu mamá y a la mía? Les estaba contando que don Clemente se cayó hace unos días en una zanja, en el campo, al volver de asistir a un paciente por la noche. Dice esa señora que se arañó toda la cara con las zarzas y que daba pena verlo.

Martín sintió las orejas quemándole y de nuevo aquella sensación en la nuca que le producía unas ganas irresistibles de mirar hacia atrás. Pero no quiso hacerlo. Lo único que deseaba era que terminase pronto la hora del aperitivo y volver a sentirse dentro del verdadero verano y la despreocupación de estar junto a los Corsi.

Don Clemente clavó los ojos durante medio segundo en la lejana nuca de Martín Soto, el hijo del teniente. Era una nuca delgada, de chiquillo. Y resaltaba muy morena sobre el traje de color crudo que llevaba el chico. Don Clemente había luchado consigo mismo en una lucha feroz para contenerse y no denunciar a los muchachos. Fue su mismo prestigio, por una parte el que le había impedido hacerlo; aquella sensación de ridículo de haber sido golpeado por unos crios y una mujer. Por otra parte un miedo terrible a que doña María, su mujer, se enterase de su aventura. Por eso había callado. Pero aquel domingo por la mañana, al mirar la odiosa nuca de Martín y su estrecha espalda cubierta por la chaqueta clara, y su oscuro cabello apelmazado por el fijador, don Clemente sintió que una saliva amarga, biliosa, le llenaba la boca. Fue entonces cuando supo de cierto que jamás olvidaría la ofensa que le habían hecho los chicos. Jamás.

42
{"b":"87836","o":1}