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– Soto, la amistad de Martín con ese chico de la finca del inglés no me parece una amistad sana ni conveniente para Martín.

Don Clemente tenía su cara fina y pálida ligeramente inclinada y miraba hacia sus afiladas manos que jugaban con un palillo de dientes sobre el mármol de la mesa.

Eugenio se asombró.

– ¡Cómo! ¿Por qué? No creo que haya amistad más sana -se echó a reír-. Gracias a la amistad de esos chicos, mi hijo estos veranos no ha parado de correr por el campo ni de fortalecerse, hombre. Son un poco trastos esos chicos y la Anita lleva mala fama. Pero mire, don Clemente, a mi hijo comprenderá que no le va a perjudicar la reputación acompañar a una chica más o menos ligera de cascos…

Eugenio volvió a reírse, mientras algunos amigos suyos sonreían también y otros le miraban con curiosidad. Al fin, Eugenio se sintió molesto con la sonrisita de don Clemente.

– Usted es un hombre tan sano, tan normal, amigo Soto, que creo que no me entiende siquiera… Escúcheme sin enfadarse. Yo no le estoy diciendo a usted que su hijo no sea sano y normal como usted, le estoy advirtiendo como amigo suyo y como médico, que esa amistad de su hijo con el Carlos Corsi ese, no es conveniente. Anoche les vieron por aquí, por entre los barracones de verbena, cogidos de la mano. Sí, cogidos de la mano, sí. ¿Tiene esto algo de particular?… Usted mueve la cabeza. Sí, no quiere decir nada que dos hombres se paseen por la verbena cogidos de la mano, pero aquí no se usa, Soto, esa demostración de amistad pública. Y no es que yo crea nada malo, yo creo que la cosa es inocente, contra lo que puede opinar gente más grosera y amiga de broma…

– ¡Coño! ¿Pero es que alguien se ha atrevido a?…

Eugenio había dado un puñetazo en la mesa del café y algunos amigos le calmaron. Desde las mesas de las señoras y de otras del café, llegaron algunas miradas alarmadas.

– Le pido disculpas, Soto. No imaginaba que lo iba a tomar así.

Don Clemente estaba tieso, serio.

Eugenio balbuceó algunas incoherencias furioso.

– ¡Es que es indignante, hombre!… Es que precisamente si mi hijo tiene algo bueno es que es un macho de pies a cabeza, coño.

Don Clemente conservaba su serenidad.

– ¿Quién le dice lo contrario, Soto? Estoy seguro de eso, le he advertido a usted para que tenga cuidado con la maledicencia de la gente y con ese amigo de su hijo. Ese Carlos a quien conocí bien el año pasado cuando se partió el brazo, no me gusta.

– ¿Es verdad, don Clemente -le dijo un oficial joven-, que esa gente de la finca lo dejó a deber a usted sus honorarios?

Don Clemente siguió con su sonrisa y se encogió de hombros.

– Eso es lo de menos. Ya me pagarán. Por fortuna puedo resistir sin morirme de hambre. -Acentuó su sonrisa un poco más-. Tengo que decir que el papá de los chicos esos, el año pasado llegó una tarde muy apresurado a casa cuando yo no estaba, con la pretensión de que mi mujer le diese la cuenta de mis honorarios. Como es natural María no le hizo cuenta alguna… Este año le pasaremos la cuentecita. No hay prisa… Pero a lo que iba, si no ofendo aquí al amigo Soto. El chico ese no me gusta. Es demasiado guapo, tiene en él algo que a un hombre verdadero le repugna un poco. Sin darse cuenta, los mismos chicos me explicaron que el padre de Carlos le llama al hijo «efebo», así, como una gracia. Parece que no, pero es significativo.

– ¿Efebo?

Eugenio Soto estaba trastornado y distraído al mismo tiempo. Le parecía que nunca había oído esa palabra.

– Efebo quiere decir muchacho, joven, mancebo. Pero sin querer uno piensa algo equivocado al oír el nombre… En fin. Conste que yo no le doy al chico nombre alguno. Es su padre quien le llama así. Como un piropo, supongo. Y no se preocupe, Soto, por Dios. Si llego a saber cómo toma usted el asunto no le digo una palabra. Le aseguro que fue sólo pensando en usted por lo que me sentí molesto ayer cuando vi cómo iban de la mano los dos muchachos por toda la verbena y cómo alguna gente se reía.

– Le doy un par de bofetadas a Martin, coño… Es que me pone fuera de mí, don Clemente. Es que yo otra cosa cualquiera le perdonaría. Pero si un hijo mío, usted me entiende… Yo le pondría una pistola en la mano… Es que aunque no tenga importancia y no quiera decir nada, lo que usted ha contado me pone fuera de mi.

Don Clemente levantó la mano como quien espanta las moscas y cambió de conversación, logrando que al final Eugenio se tranquilizara por completo.

A pesar de que, según pensaba en ello, más absurda le parecía la insinuación de don Clemente, Eugenio estaba aquel mediodía en la peor disposición del mundo cuando Martín le preguntó que si le daría algo de dinero para ir aquella noche a la fiesta del pueblo con Carlos.

Eugenio, que según el mismo don Clemente le había recomendado al final, no pensaba decir nada a su hijo, se desbarró.

– ¿Dinero, coño? Una bofetada te voy a dar. ¿Qué hiciste anoche en la verbena? Dejarme en ridículo. Eso hiciste, idiota.

– Sólo dimos una vuelta antes de cenar. Tenía algo de dinero del que me dio mi abuelo y estuvimos tirando al blanco. No hicimos otra cosa.

Eugenio vio la expresión asombrada en los ojos limpios del muchacho.

– Me han dicho que ibais cogidos de la mano haciendo el ridículo. Ese tipo Carlos y tú, coño. Y eso no me lo vuelven a decir a mí porque…

– No sé -dijo Martín sinceramente-. Hay mucha gente que va cogida de la mano. Carlos siempre iba de la mano de Anita el año pasado. Pero yo no me he dado cuenta de si íbamos de la mano o no. ¿Está mal eso?

– ¿No lo ves tú mismo idiota? ¿No ves el ridículo de dos hombrones cogidos de la manita como si fuesen niñas?

Martín notó que enrojecía. Adela, que estaba callada con la niña mayor en sus brazos y la pequeña en el cochecillo a su lado, se fijó en el enrojecimiento de aquellas odiadas orejas de Martín y retiró rápidamente la vista.

Adela había consultado aquel caso suyo con el hijo de Eugenio, a todas sus amistades, a todas las mujeres experimentadas que conocía. Exceptuando su mamá y la sirvienta Ramona, todas las mujeres le habían dicho que tuviese paciencia durante los veranos con el chico, por mucho gasto que hiciese con la comida, e incluso con el calzado. Todas, excepto su mamá y Ramona, le habían dicho a Adela que como Martín era hijo legítimo de Eugenio y menor de edad, aparte de ser algo muy natural el cariño del padre por el hijo era también de justicia que Eugenio le alimentase y hasta le enviase dinero cuando estaba con los abuelos.

Todas aquellas mujeres, unas con más simpatías, otras con menos, le habían dicho a Adela casi lo mismo. Y todas le dijeron que ya tenía mucha suerte con aquello de los abuelos que le tenían como a un hijo los inviernos. Y esto un año y otro año. Empezaron a decirle aquellas cosas las amigas, antes de que Adela conociese a Martín. Cuando ella era apenas una criatura confiada enamorada del marido y sin experiencia -así se veía Adela ahora al pensar en aquel primer año en que trajeron a Martín a Beniteca-. Cierto que su madre le había advertido entonces que tratase muy bien al niño de Eugenio, pero que procurase que el padre y el hijo no se uniesen demasiado, no fueran a formar un frente contra ella.

Adela se había portado admirablemente con el niño. Y Eugenio no se había unido demasiado al hijo al principio, pero ahora le daba todos los gustos. Ninguna majadería del chico lograba enfadarle. Poco a poco, año tras año, la cosa se había puesto insostenible para Adela. Eugenio, que le regateaba a veces el dinero de sus vestidos y de sus necesidades caseras, había sido visto poniendo giros para su hijo después de una discusión de aquéllas. Y además no había día, no había hora, en que Eugenio no le restregase por las narices que él tenía un hijo varón y que lo mismo le daba que Adela sólo pariese hembras.

La mamá de Adela -reflexionando con Adela sobre el asunto- llegó a pensar que a lo mejor Eugenio se alegraba de no tener más varones para que el niño aquel fuese el único. Adela estaba herida, muy herida en todo su ser. Y su encono se reavivaba en los momentos en que tenía a Martín delante. Las horas de las comidas eran las peores.

No podía remediar aquel aborrecimiento aunque todas sus amistades le aconsejaban paciencia. Hasta doña María, la mujer del médico, que la apreciaba tanto y que comprendía que aquel chico no era simpático, le aconsejaba paciencia con Martín.

Sólo su mamá la comprendía y aquel año Eugenio, con aquello del sobresaliente del chico, se había empeñado en que la mamá de Adela, que estaba con ellos desde enero, se marchase a su casa para dejar campo libre al muchacho. Casi la había despedido. La mamá, el último día, le habló a Adela de que en su pueblo, cuando algún miembro de la familia se hacía odioso, sobre todo si eran niños que tenían que heredar un mayorazgo, se les sabía quitar la voluntad con ciertas hierbas. «Ningún crimen, hija, sólo quitarles la voluntad para incapacitar a los que no valen.» Pero, claro, lo había contado no como remedio en aquel caso, sino como anécdota. Aunque Martín estorbara cada día más a la felicidad de Adela, ella tenía que tener paciencia.

Adela hasta le atribuía a Martín la gafancia de tener hembras cuando ella quería varones. Siempre había tenido que soportar la mirada de aquel chico durante un periodo de su embarazo. La prueba que tenía algo que ver se la había dado a Adela una hoja del cuaderno de dibujos de Martín, olvidada el primer año, en el que ella misma se había visto torpemente representada con un vientre que en aquella época no tenía ella. Esta vez se había protegido con un amuleto proporcionado por Ramona para quitar aquel mal de ojo de Martín.

Eugenio no sabía nada de estas cosas, como era natural. Ramona había urdido un plan para ayudar a su señora, pero era un plan muy complicado y difícil. Consistía en procurar que don Eugenio tuviera celos del hijo a causa de Adela. Cosa casi imposible. El chico no paraba en casa ni se fijaba en Adela. Ni Adela -¡Dios la librase!- quería usar ninguna clase de coqueterías y artimañas para atraerle. Aunque aquella atracción le pareciera a Ramona perfectamente natural en la edad de Martín, Adela no tenía la menor esperanza en el plan.

Pero ahora, en este momento del mediodía, Adela estaba presenciando lo excitado y nervioso que estaba Eugenio por aquella tontería de que su hijo y el vecino hubiesen paseado por la verbena con las manos cogidas. Eugenio, a quien nunca enfadaba nada de lo que hiciese Martín, estaba enfadado. Había algo que Eugenio no perdonaría jamás en su hijo. Adela lo intuyó con un relámpago en los ojos que se apagó en seguida. Aquello que no perdonaría Eugenio en Martín, no existía. Por mucho que Adela aborreciese al chico y por muchas ganas que tuviese de encontrarle un gesto afeminado tenía que reconocer que no tenía ninguno. Martín era además un torpe y un ingenuo. Adela intuía esto también. Martín era la bestia negra suya y lo sería toda su vida. Era el que se comía el pan de las hijas de Adela y el cariño del varón que iba a venir. No lograría Adela nunca quitárselo de encima para siempre. Pero, al menos, Eugenio le reñía ahora y le negaba dinero para la verbena de San Juan.

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