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I

Era como viajar hacia el centro mismo del sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.

A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitios, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego, la carretera.

Martín se durmió al salir de Alicante con el fresco de la mañana y cuando se despertó con la boca seca, raspándole la garganta, doliéndole los ojos, se encontró con aquella luz y aquella polvareda de los caminos.

Cambió de postura en el asiento sintiendo hormigueo en una pierna. El sudor le pegaba la camisa a las costillas, pero el sudor era un alivio al fin y al cabo. El padre de Martín, Eugenio Soto, iba delante junto al chófer y el chico pudo ver su nuca poderosa y curtida y sus espaldas anchas dentro de la camisa caqui. La sahariana colgaba del asiento.

Junto a Martín y separada de él por dos bolsas de lona, iba Adela, la mujer del padre. Los ojos le relucían como espantados sobre el pañuelo que tapaba su cara al estilo de las moras, para defenderla del calor y del polvo. En el suelo estaba la maleta de Martín, preparada apresuradamente por la abuela María.

Todo había sucedido muy de prisa, sin tiempo de pensarlo siquiera. La mañana anterior, Martín era un chico aburrido del mundo. Casi un niño con sus pantalones cortos; casi un hombre con sus largas piernas renegridas, iba metido en sus pensamientos por las calles. Se había escapado con la esperanza de encontrar a algún compañero del curso anterior y marcharse con él a una playa. Y sobre todo se había escapado para huir del paseo cotidiano con el abuelo. No encontró a ningún conocido y estuvo vagando al azar, demasiado tímido para presentarse en la casa de un amigo. A él no solían venir a buscarle nunca. Y estaba ofendido. Se ofendía silenciosamente y con facilidad aquella temporada. Había echado una ojeada aprensiva al café donde el abuelo solía sentarse antes de la hora de comer. El abuelo no estaba. Al llegar a su casa el tendero de la esquina le llamó para darle la noticia:

– Martín, corre. Ha llegado tu padre.

Le dio un vuelco el corazón. Así había sucedido. Desde el final de la guerra -y ya había pasado más de un año-, el padre de Martín había anunciado su llegada en dos o tres cartas. Pero hacía meses que el padre no escribía.

En la puerta de la casa, la criada de don Narciso el médico -el vecino del piso de abajo-, volvió a darle la noticia. Martín subió las escaleras de dos en dos, encontró entornada la puerta del piso y en seguida oyó voces en el despacho del abuelo.

No vio a nadie más hasta que su padre abrió los brazos y él se encontró sacudido por aquella fuerza, metido en aquel olor viril. Luego le miró la cara ansiosamente y vio que Eugenio sonreía. Tenía los dientes blancos, fuertes y la misma sonrisa que Martín. En eso se parecían. El chico lo sabía desde siempre, aunque no se lo había dicho nadie.

La abuela María estaba en un rincón. El abuelo, con sus ojos hundidos llenos de picardía, con el guardapolvo de color crudo que se ponía en casa colgando a sus costados y con sus «¡ejem, ejem!» y «Jozú, Jozú», intentaba liar un cigarrillo con sus hermosas y largas manos de viejo. Y además, estaba Adela, la desconocida con quien el padre se había casado al terminar la guerra. Adela estaba sentada en el sillón del abuelo, tan familiar en cambio el sillón, con su tapicería descolorida. Nunca le pareció tan viejo el sillón del abuelo a Martín, como en aquel momento.

Adela era joven, blanda y blanca, con los ojos verdes y el pelo negro, con una boca húmeda y cierta expresión de estupidez. Martín fue hacia ella decidido a admirarla y Adela le sonrió en seguida aunque los ojos seguían como parados.

– ¿Este es el nene?…

Hablaba muy despacio, como con un mayido.

– A ver, Martín.

El padre lo apartó para mirarle. La criada -vieja también como todo en casa de los abuelos- apareció en la puerta haciendo señas expresivas y la abuela la siguió al pasillo después de mirar a Martín. Como si ella y Martín tuviesen algún secreto. No lo tenían. El chico se volvió de espaldas dispuesto a atender al padre. Sólo al padre.

Durante la comida -una pobre comida por más señas, indigna de los huéspedes-, Martín dijo claramente que quería vivir con su padre. Lo dijo delante del abuelo, delante de la abuela, sin temor alguno.

– Jozú, Jozú… La ingratitud es una cosa muy fea…

– Don Martín, no se ponga así. El chaval es mi hijo al fin y al cabo. Tenía ganas de verme, coño. ¿Cuánto hace?… Cinco años casi. Martín no levantaba un palmo del suelo.

– Yo creía que el nene era ya un hombrecito…

– Martín va a cumplir quince años en octubre.

– No lo parece, parece un nene más pequeño.

Martín sintió vergüenza de su flacura, de su pecho hundido, de su cara afilada con la piel lisa de niño.

– Bueno, venimos a llevarte con nosotros, Martín.

– ¡Ejem, ejem!… Ya era hora de que te acordases, hombre. Ya era hora de que te acordases de tu hijo. Jozú, hasta las gatas se acuerdan de sus crías.

La abuela estaba pálida, con la cara fina sobre su eterno traje negro, el cabello abundante, rizoso, todo gris, recogido en un rodete en la nuca. Y tan marchita junto a Adela, que daba pena mirarla. Tenía los ojos como muertos en aquel momento.

– ¿Qué piensas hacer con el chico, Eugenio? Aquí está estudiando el bachillerato. Es buen estudiante.

Era el sistema de la abuela. Nunca atacaba, nunca suplicaba. Hablaba siempre con aquella voz suave. En su mano bailaban dos anillos de boda. El suyo y el de la hija muerta.

La cara de Eugenio Soto parecía muy roja sobre la camisa. Dos manchas de sudor alrededor de sus sobacos y gotitas de sudor en la frente. Era un hombre sano, de aspecto agradable, un poco basto quizá, muy curtido. Tenía unas fuertes manos cuadradas de dedos cortos.

«No sabes lo que te odian. Tú no sabes lo que han tratado de hacer en esta casa para que yo no te quiera.»

– A mí no me interesa estudiar -declaró Martín-. Yo, si España entra en guerra me presento como voluntario.

Parecía que otro Martín oculto hasta entonces, hablaba por su boca protegido por el padre. La criada miraba desde un rincón con expresión de pasmo.

Eugenio movió la cabeza de un lado a otro sonriendo.

– ¿Qué te parece, Adela, este jabato?

– No sé… Me parece muy nene aún… Claro, si los abuelos no le quieren…

– Jozú, qué necedad. ¡Jozú, Jozú! Cuánta charla. Jozú. No te disgustes, María; éste, con la paga de teniente, no le da estudios al niño.

– No he dejado de mandarle dinero cuando pude, don Martín.

– Jozú, Jozú, ¡qué menos!

– Nosotros no podemos darle estudios. Pero si él no quiere estudiar…

– Calle, criatura, calle. Deje que hablemos los hombres. Ejem, ejem. Eugenio, ¿qué piensas hacer con mi nieto, animal? ¿Piensas que sea militar de cuchara como tú?

– Eso depende de usted, don Martín. Yo no digo nada. He venido con mi buena intención. Pero si ustedes lo toman a ofensa no se hable más. Ustedes tienen la manía de que yo maté a su hija. Pues no se hable más, coño. Yo pensaba llevármelo conmigo este verano, pero…

A la abuela se le había puesto una sombra de color rosa en las mejillas.

– Nadie ha pensado que tú matases a mi pobre hija, Eugenio.

– ¡Pero si murió tísica! ¿No murió tísica?

Hubo un silencio. La abuela lo rompió.

– Me parece muy bien, Eugenio, que te lleves al niño en verano y nos lo mandes durante el curso. Es algo razonable. Este niño ha estado siempre deseoso de ti. Eso no se le debe impedir. No, Martín, no -la mano de la abuela quedó unos instantes sobre la de su marido-, eso no se debe impedir.

– Yo, por mí… A mí no me va a dar más que trabajo… Y yo estoy preñada, ya ven ustedes, con que…

A Eugenio no le han de faltar hijos.

Y a Martín le sucedió algo horrible. Se le humedecieron los ojos. Mirando fijamente al mantel, con aquel nudo espantoso en la garganta, la humedad desapareció sin que nadie se diese cuenta. Estaba fastidiado con su abuela en aquel momento. La había querido más que a nada en el mundo cuando era pequeño. Pero ahora era un hombre y casi la aborrecía. Y en este aborrecimiento encontraba consuelo.

– Qué, Martín, ¿te vienes con nosotros a Beniteca?

–  Sí.

– Bueno, pero luego a estudiar. Tienes que ir a la Academia, ¿entiendes? Vas a ser un gran artillero, hombre. Cuando se te ensanche esa espalda, ya verás.

– Martín es un artista -dijo la abuela-, su deseo es llegar a ser un gran pintor. Y tiene talento. Nos lo han dicho muchas veces, no es chochera de viejos. Don Narciso el médico, que es un hombre muy instruido y conocedor de pintura, dice que este niño tiene algo de genial en sus dibujos y que convendría cuidar esa vocación.

– Le vendrá bien el dibujo en la Academia. Porque digo yo que no querrá que su nieto sea un pinta monas, ¿eh, doña María? Eso no es cosa de hombres, ¿eh, don Martín?

Y Martín aborrecía a la abuela. Toda su alma al descubierto, allí, en aquella mesa. Todos sus sueños. En aquel momento no quería ser pintor, además. En aquel momento quería parecerse a su padre, sólo a su padre.

– Martín es un niño de teta aún -dijo el abuelo-. Tú llévalo de vacaciones y luego, cuando termine el bachillerato, habrá tiempo de pensarlo.

– Eso digo yo.

Adela sonrió bobamente y luego oprimió la servilleta contra su boca conteniendo un erupto.

– Usted calle, hija, calle. A usted este asunto no le interesa. Jozú, Jozú, está el mundo bueno con las mujeres de ahora.

– Martín -dijo la abuela- es de constitución débil como nuestra pobre hija. No quiero decir que esté enfermo. No ha estado enfermo nunca. Le hemos cuidado, Eugenio. Todo lo que se ha podido en estos tiempos.

– Sí, tiene mal color el nene y está canijito. Mi hermano a los quince años no cabía por esa puerta. Ya verás nuestro hijo, Eugenio, qué distinto va a ser.

El abuelo dio una palmada en la mesa. Temblaron los vasos.

– ¡Basta! He dicho que usted se calla. ¡Las mujeres a callar! Habla tú, María. Que se entere ese animal de lo que hemos hecho por su hijo.

Los ojos profundos de Martín se volvieron hacia el padre y hacia Adela.

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