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XXII

Tumbado boca abajo, los codos en la arena, la cara angulosa entre las manos y el ceño fruncido, Martín, junto a Carlos, observaba distraídamente el toldo bajo el que se veían -separadas de ellos por la brillante neblina del calor- las figuras de Oswaldo, Anita y el señor Corsi. La que se movía era Anita, que en aquel momento quitaba a Oswaldo el sombrero de paja para ponerlo sobre su cabeza. Un segundo después lo volvió a colocar sobre la del poeta. Oswaldo y el señor Corsi, sentados pacíficamente en las butacas de lona, en bañador, tomaban el sol en las piernas.

– «Humano capiti cervicem pictor equinam junguere sivelit»…

– ¿Qué demonios murmuras?

– Nada, estaba mirando a Oswaldo: «spectatum ad-misirisum teneatis, amici?»

– Caramba, eso deberías decírselo a Anita, le impresionaría tu latín. Nosotros, con el inglés tenemos bastante, ¿sabes? ¿Cómo te ríes del poeta ese?… Me gustaría aprenderlo. Mañana se va. A ver si empezamos a divertirnos de una vez este verano.

Martín no le escuchaba, metido en sus pensamientos.

– Ya está.

Se sentó en la arena en un gesto brusco, volviéndose de espaldas al sombrajo, cara al mar.

– En este momento he comprendido lo que debe ser mi pintura.

Puso su mano en el hombro de su amigo, caliente por el sol, y Carlos se volvió a mirarle perezosamente de reojo.

– ¿Qué demonios te pasa?

– Escúchame. Es toda una teoría sobre la pintura. Llevo tres días pensando en mi pintura. Sobre todo ayer, cuando me dejasteis solo todo el día. Había llegado a creer que en Beniíeca me volvía burro. No hago nada durante los veranos. Es desesperante. Otros años me traje todo el equipo de carboncillos y demás. Este año, no ya los pinceles, ni un lápiz se me ocurrió coger, nada absolutamente. Pero esto no puede ser. Ayer estuve pensando todo el día en mi pintura. Ni siquiera me di cuenta de que os habíais marchado de excursión la familia entera. Te digo que todo el día de ayer fue muy extraño. Fue decisivo para mí.

– El Oswaldo ese nos llevó a comer a un hotel que hay cerca de aquí en otro pueblo de la playa. Un hotel que es una birria, pero donde nos dieron una caldereta de pescado que a Frufrú le gustó muchísimo y luego con el coche se divierte uno de verdad. Nos paramos en cada playa que le apetecía a mi hermana para darnos remojones. Oswaldo sufrió mucho por la tapicería del automóvil. Nos subíamos chorreando y él se empeñaba en que extendiésemos toallas debajo. Frufrú, para congraciarse con Oswaldo, nos reñía, pero imagínate que a ella se le ocurrió bañar a Tití, y cuando el bicho subió al coche sacudiéndose, fue lo peor de todo. Te digo que nos divertimos Ana y yo. Casi estoy pensando si Anita no querrá que hagamos algo con ese tipo. Algo como lo de don Clemente. ¿Te acuerdas?

– Yo, ayer, de pronto, lo vi todo muy claro. Tenía ganas de hablar contigo. Tú y yo no hemos hablado nunca en serio, Carlos. Hasta ahora, chico, mi único confidente ha sido muy extraño. Mis mejores conversaciones las he tenido con un amigo de mis abuelos. Un hombre inteligente, desde luego, pero un viejo al fin y al cabo. Ayer me di cuenta de lo que era mi verdadero destino en la vida. Me di cuenta de la fuerza que puede tener un hombre para crear. Sé que no me explico bien. En realidad un hombre es una especie de insecto entre la corteza de un mundo perdido entre otros mundos. Y sin embargo, dentro de mí yo siento el universo entero.

Carlos se sentó también en la arena y le miró extrañado.

– Oye, ¿te has vuelto loco?

Mientras Carlos se sacudía la arena de las manos, Martín apreció la perfección de la cara de su amigo y su ceño fruncido.

– Estoy hablando en serio, Carlos. Ya te dije que nunca te he hablado en serio.

Carlos miró a un lado y a otro de la gran playa vacía. A un extremo el pueblo de Beniteca se desvanecía en la brillantez del calor. Al otro lado, mucho más cerca, el promontorio del faro, con las olas rompiendo entre las rocas que guardaban el secreto del solarium.

– Chico, no comprendo. ¿Por qué diablos has escogido este momento para hablarme en serio? ¿Sabes lo que parecías antes? Pues un cura viejo masticando sus latines.

– «Ut turpiter atrum desinat in piscem mulier formosa superne.»

– Menos mal que te ríes, caray. Yo no llegué a estudiar latín, me echaron del Liceo antes. En casa se hablan otros idiomas menos de cura.

– Yo sé muy poco latín, pero escucha lo que traduzco: «Si hiciese de manera que un pecho hermoso de mujer acabase en horrendo pez»…

– ¡Cállate! ¿Quieres un poco de lucha antes de meternos en el agua? A ver si mi hermana se anima y deja al gordo ese con papá. ¿Te dije que mañana se van papá y Oswaldo? Anita se queda, desde luego.

– Ayer me di cuenta de lo que es una vocación de artista, Carlos. Quédate aquí un momento; te pido que me escuches por una vez. Creo que tú y yo podemos hablar como seres inteligentes por un minuto. Ayer, en aquellas horas en que estuve pensando, sentí lo que es la verdadera liberación. No sé cómo explicártelo. No sé si alguna vez tú te has planteado problemas de ataduras religiosas, políticas o familiares, no lo sé. Nunca hemos hablado… Yo me sentí liberado de todo eso como si hubiera roto unas ataduras.

Carlos le miró por entre las pestañas, guiñados los ojos contra el reflejo del sol. Le pareció a Martín que en las pupilas de su amigo había una ironía tremenda y se sintió desconcertado un segundo, pero siguió.

– Ayer me preguntaba yo por qué nosotros no podemos hablar de cosas verdaderamente interesantes. Hemos sido grandes amigos y, sin embargo, tú no has visto aún ni un cuadro ni un dibujo mío. Te sorprenderás de lo que puedo llegar a hacer. Hay dentro de mí una fuerza, te lo juro. Algo que ni tu hermana ni tú sospecháis. Ayer supe que nada podrá detener esta fuerza cuando yo la ponga en marcha. No me podrá atar nada. Necesito una libertad absoluta. Ningún lazo familiar. ¿Oyes bien? Ninguno. Ni ataduras ni patria tampoco. Esa idea de la Patria es forzada, es utópica. Ni ataduras de religión, ni mucho menos sociales, incluso en las relaciones del sexo, incluso en eso he visto dos caminos de liberación; el de Freud, de no retener ningún impulso para que las inhibiciones no te aten, o el de los místicos, superándolo por el espíritu. Y desde luego, lazos familiares ninguno. Ya te lo he dicho. Ni ataduras de amistad. Nada absolutamente. ¿Sigues mi pensamiento? Te aseguro que es completamente sincero. Creo que un artista tiene que ser eso, un hombre liberado en absoluto. Sólo así puede crear su mundo.

Carlos inclinó su esbelto y fuerte cuerpo, sentado en la playa como estaba, y quitó con las manos la arena que se había metido entre los dedos de sus pies.

– Martín, pescatore, como dice papá… No te conocía en plan de discurso, caray. Tú debías ser cura. Un cura muy elegante, no como estos del pueblo que echaron de misa a la pobre Frufrú el primer verano que vinimos, con el pretexto de que era escandaloso su vestido… Imagínate. Y Frufrú que es tan devota… ¿No sabes que es muy devota? Es graciosísimo. Dice ella que mi madre -la voz de Carlos sufrió un ligero cambio que Martín, metido en sus pensamientos, no percibió-, dice que mi madre era devota también. ¡Qué cosas! Yo, chico, como papá y como Anita, soy totalmente indiferente. Nunca me ha preocupado el problema ese. Ni lo entiendo, la verdad. Pero tú, pescatore, deberías ser cura. Le diré a papá que sabes latín.

– Tú, Carlos, no sabes nada de mí. Te llevarías una sorpresa si supieses cómo soy yo realmente.

– ¿Sabes que estás muy pesado hoy, Martín? Sé de ti todo lo que me importa. Sé que eres un buen amigo. ¿No es bastante? Aún no sabes boxear bien, pero ya aprenderás. Con paciencia y una caña, como dicen por aquí, aprenderás a boxear. Nadas regularcillo aunque presumas, y ahora mismo te desafío a una zambullida a ver quién resiste más debajo del agua.

Martín puso otra vez su mano sobre el hombro de Carlos al ver que éste iba a ponerse en pie.

– Espera. Alguna vez tengo que hablarte aunque lo tomes a broma.

– Esta tarde, hombre. Tenemos todo el verano para hablar. Ya podías haberme dicho eso poco a poco, cada día un trocito de discurso, pescador. Te sugiero que lo cuentes por la tarde después de la merienda, cuando Oswaldo se empeñe en recitar. Si le hablas en latín será la monda, chico. Le vas a dar un susto de miedo. Y Ana se quedará con la boca abierta. Admira mucho a los intelectuales, hijo mío… Y ninguno de nosotros sospechamos que tú pudieras ser un intelectual. Ahora, que es malo para la salud, como dice papá. Pronto tendrás que usar gafas y te quedarás calvo si sigues pensando tanto.

– Carlos, escúchame, hombre. No te puedes imaginar lo que llegué a ver ayer. Un día sin importancia en que está uno solo sentado en las dunas: no sucede nada ni pasa nada alrededor y de pronto se ve claro.

Carlos se puso en pie y, volviéndose hacia el sombrajo, metió los dedos en la boca y dio un largo silbido. Martín, de pie, a su lado, siguió hablando, pero Carlos no le escuchaba y calló al fin. Carlos silbó otra vez sin que Anita, a quien llamaba, le hiciese caso. Estaba ella sentada en la arena, a los pies del poeta, fumando, y ni volvió la cabeza.

– No te das cuenta de que tu hermana quiere que la dejes sola con su pretendiente. Las mujeres son así.

– Oswaldo no es un pretendiente. Es un amigo de mi padre y además es un hombre casado. Yo conocí a la mujer este invierno. Es tan gorda como él.

Carlos volvió a silbar, impaciente.

Martín, separado unos pasos de su amigo, le miró tratando de recoger su figura con ojos desinteresados de artista. Tal como Martín concebía ahora la pintura, Carlos no le resultaba un modelo a propósito. Era curioso que nunca hubiese intentado dibujar a sus amigos, ni siquiera en invierno, recordándolos.

– ¿Y si nos acercásemos?

Carlos, a pesar de su atrevimiento para todo, temía los sofiones de Anita. En todos aquellos días no había hecho otra cosa que rondar por los alrededores de su hermana. Anita toleraba esta escolta, pero había amenazado a Carlos con no quedarse en Beniteca si la molestaba mucho.

– Lo mejor es que nos vayamos al solarium. Sabes perfectamente que si Anita nos ve ir hacia allá viene detrás de nosotros.

– No. No la conoces. Está empeñada en demostrarme que no me necesita. Con eso de ser persona mayor se ha vuelto una lata apestosa. Eso es lo que es.

– Pues vamonos.

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