Eugenio se sirvió el vaso de vino que tenía frente a su cubierto y lo tomó en dos tragos, mientras con su mano izquierda movía el cochecito de la niña, para que no se impacientase. En esta actitud vio Martín a su padre al entrar en el comedor lleno de luz a mediodía. Adela seguía a Martín con la fuente de la comida, que dejó en el centro de la mesa. Eugenio chasqueó los labios después de beber y miró a su hijo.
– Martín, tengo que hablarte.
– ¿A mí?
Martín, moreno de todo el verano sobre su moreno natural, con sombras oscuras en el bigote y las patillas, el cabello tieso creciendo sobre las orejas y la frente, flaco, con los hundidos ojos brillantes, parecía sobresaltado.
– Apártate, Martín. No puedo aguantar tu olor. Es que tengo ganas de vomitar ahora mismo… Allí, tu sitio está al otro extremo de la mesa… ¡Dios, qué mortificación estar preñada y tener que aguantar en casa al hijo de otra que le apesta a una!
– Coño, calla ya con los olores, Adela. Si éste no sólo está limpio, sino hasta desgastado con tanta agua de mar… Eh, chiquita. No llores tú, coño, que estás con papá, preciosa… Adela, esta niña necesita su biberón.
– Después le doy la papilla, Eugenio. Primero vamos a comer nosotros. Yo me muero de hambre con mi embarazo. Esta vez es varón, Eugenio… Qué desgracia no poder criar a la niña ahora, pero si es varón lo doy todo por bien empleado.
Adela sirvió los platos y Martín mientras tanto se tranquilizó. Le pareció que era completamente imposible el que su padre adivinase las muchas cosas que bullían en su imaginación, el entusiasmo y también la repugnancia secreta que le inspiraba el proyecto de aquella noche. Desde hacía tres días Martín no pensaba en otra cosa que en lo que aquella noche había que realizar.
Desde hacía tres días era como si el verano hubiese comenzado de nuevo. Hubo un momento en que el verano empezó a temblar como la llama de una vela que se apaga, pero resurgió con toda su fuerza en los tres últimos días. Todo coincidió en aquel resurgimiento: el sol cayendo de nuevo sobre el mar y los pedregales después de unos días nublados y lluviosos y aquella animación de Carlos y Anita al recibir a Martín cuando llegó a la playa. Aquel primer día de sol fue también el primero en que Carlos se bañó en el mar ya con su brazo limpio de escayola y sano, aunque un poco torpe aún de movimientos.
Anita desde aquel día fue otra vez la Anita del verano anterior. Y Martín tenía la sensación, a veces, de que el invierno que había separado los dos veranos no había existido nunca.
Así eran los Corsi. Nunca podía estar seguro de sus reacciones. Tampoco podía estar Martín seguro de sus propias reacciones frente a ellos. Cuando Anita le dijo aquella mañana en la playa que entre los dos -Martín y Anita- debían ayudar a Carlos a ejercitar su brazo, Martín, que tanto había deseado el alejamiento de la muchacha, se sintió ganado por ella. Y cuando Carlos le echó el brazo por el hombro un rato después y le dijo casi al oído que Anita era magnífica, mucho mejor de lo que ellos creían y que más tarde la misma Anita revelaría un gran secreto a Martín, Martín en vez de sentir envidia notó que un contento generoso le desbordaba el alma. Carlos y Anita estaban unidos de nuevo, pero no excluían a Martín de aquella unión.
Ahora vivía pendiente de aquel secreto de Anita. Ella, teatral y romántica siempre, le había hecho jurar no revelar jamás aquel secreto, ni antes de que se realizase el proyecto de venganza, ni después, ni siquiera en la hora de su muerte.
Martín se hubiese reído, pero se sentía demasiado alterado aquellos días para reírse. Y después de haber jurado aquel secreto tuvo miedo de que notase Frufrú en su cara que le sucedía algo extraño. Frufrú no notó nada. Aquellos días estaba muy contenta con la nueva amistad que notaba entre Carlos y Anita y no se fijaba en Martín. Tampoco Adela y Eugenio se habían molestado en mirar la cara del muchacho. Y aunque se hubieran fijado, ¿qué novedad podrían encontrar ellos en la expresión tensa y reconcentrada del muchacho?. Martín siempre estaba metido en sus pensamientos. A veces le parecía imposible haber sido tan niño alguna vez como para que Eugenio hubiera contado en su vida como la persona a quien quería admirar y que debía regir su destino. Eugenio no era ahora para él más que una especie de maniquí de hombre fuerte y sano dominado por su mujer -otro maniquí- a los que Martín veía como a través de una niebla. Y de pronto la niebla se disipó.
– Sí, chico, tengo que hablarte porque he recibido carta de doña María.
A Martín se le pusieron encendidas las orejas. Un moscardón que tropezaba contra los cristales de la ventana del comedor, le parecía al muchacho que tropezaba contra su propio cráneo.
– ¿Doña María? -preguntó débilmente.
– Coño, sí, doña María, tu abuela, que pareces atontado.
Adela intervino. Tenía en su regazo a la niña y la pequeña con los grandes ojos verdes fijos en la comida de su madre, consolaba su hambre y sus ganas de llorar con el chupete.
– Tú tienes la culpa, Eugenio, ¡a ver! Le llamas doña María a esa finolis de tu primera suegra… ¿Por qué no le llamas abuela como le llamas a mi madre? ¿O es que es menos señora mi madre? Si le hubieras llamado abuela a esa doña María, hasta el alelado de tu hijo hubiera entendido.
Los duros latidos del corazón de Martín fueron cediendo poco a poco.
– ¿Qué quiere la abuela? Todavía falta mucho para empezar el curso.
– ¡Caramba, que falta mucho, dice!… Dos meses te has tirado aquí de vacaciones comiendo a todo comer y apestándome las sábanas de tu cama.
– Coño, Adela, que te calles, déjame hablar con mi hijo… No se trata de eso, hombre, tu abuela está contenta de que sigas aquí hasta finales de septiembre. Es que me pide consejo porque se le ha presentado un comprador para el solar que tiene en Alicante. Y como tú eres el que va a heredar los cuatro cuartos de tus abuelos, pues la mujer quiere que yo le diga si me parece bien que se remedie con esta venta o si me parece que ese solar puede valer más el día de mañana y sería mejor no venderlo y reservarlo para ti.
– Que lo vendan y se dejen de tanta pamplina. Que den de comer al nieto y no me lo manden muerto de hambre los veranos. Y tú, tanto si venden como si no venden, diles que no les mandas una perra más, Eugenio. Menudo gasto tenemos con éste en las vacaciones, nos ha fastidiado… Calla, calla tú, bonita. Ahora comerás tú, cielo, ahora te da mamá unas patatas aplastaditas y un biberón.
– Bueno, Martín, di lo que te parezca. Yo no sé qué decirle a doña María. A lo mejor ese terreno tiene una mina dentro y aunque ahora parece que no vale nada sería una pena haberlo vendido.
– La abuela dijo siempre que si encontraba comprador para el solar lo vendería. Yo no tengo nada que decir, papá.
De pronto le llegó a Martin la imagen de su abuela tan vivida, tan cercana, que se estremeció. Nunca recordaba a su abuela los veranos. Durante los veranos no recordaba a nadie: pero la abuela existía. Se llamaba doña María como la mujer de don Clemente y como la mujer de don Clemente vestía de negro, pero eran muy distintas. Ahora le parecía asombroso a Martín haber preferido este Eugenio colorado, grueso -este año estaba grueso lo mismo que Adela estaba gruesa- y tosco, a doña María y al abuelo Martín. En aquel momento se dio cuenta que la abuela, tan lejana y tan olvidada, estaba más cerca de él que su padre.
– Coño, no te quedes con esa cara de pasmarote pensando si quieres o no quieres que tu abuela venda el solar.
Martin se encogió de hombros.
– Eugenio, escríbele que venda, caray. Que le den de comer a éste y que te quiten la carga a ti. ¿No le quieren tanto los abuelos? ¡Ojalá se lo lleven de veraneo a San Sebastián el año que viene!
– Coño, Adela, ¿qué te estorba a ti el muchacho? Este verano a ver cómo hubiéramos ido al cine si él no llega a estar aquí.
– Eso es culpa del gurrumino del capitán. ¿Quién le mete a prohibir que duerman los asistentes en casas de sus oficiales?
– Ya sabes por qué duermen este año los asistentes en el cuartel, coño. Y ya sabes que no quiero hablar delante de nadie de este asunto.
La niña comenzó a llorar. Adela la dejó en brazos de Eugenio y fue a la cocina a prepararle su papilla. Desde la cocina siguió discutiendo con su marido.
Martín, callado, comió su ración de patatas y huevos duros.
Otra vez con sus pensamientos lejos de aquel comedor, lejos de los lloros de la niña y de las voces de sus padres, lejos del hule manchado de comida, de su vaso de vino y de las moscas.
Cada vez que se hablaba de aquella orden del capitán de la Batería, que tanto había perjudicado a Martín impidiéndole acompañar a sus amigos los domingos por la noche al cine de Beniteca, pues tenía que quedarse en casa para cuidar de la niña, cada vez que se hablaba de eso, Martín se sentía desasosegado.
Martín por lo general no atendía a las conversaciones de su padre con Adela, pero cuando se trató a principios de verano del asunto aquel de los domingos por la noche y de que él tenía que quedarse en casa; cuando preguntó a su padre si no era posible que algún domingo al menos se quedase Cirilo y recibió la áspera respuesta de la orden del capitán; y cuando a la segunda pregunta suya del porqué de aquella orden recibió la contestación de que por nada que a Martín le importase, desde entonces, cada vez que oía rozar aquel asunto en las conversaciones de sus padres, se interesaba.
Era como una especie de rompecabezas que nunca terminaba de formar. Frases recogidas desde el jardín a través de la ventana abierta; una conversación de Adela con la lavandera mientras él desayunaba; quizá el rompecabezas no podía interesarle tanto como la inquietud de Carlos por los ruidos nocturnos, ni como el misterio de Anita revelado tan recientemente, aquel misterio terrible de venganza calculada por ella en secreto.
Pero era un misterio de todas maneras aquella orden del capitán. «¡Coño! -había dicho un día Eugenio a Adela-. Si se supiera de cierto se formaría un tribunal de honor para expulsar a ese individuo del ejército. El capitán no quiere ni habladurías, por eso ha dado la orden general para todos los asistentes.» Y Adela había dicho a la mujer que iba a lavar: «Mi marido dice que si él creyera lo del mariquita le daría una pistola para que se suicidase». Estas frases le parecía a Martín algunas veces que encajaban unas con otras. Otras veces le parecía que no tenían nada que ver. Porque al oír la palabra «mariquita» Martín pensaba inmediatamente en el desgraciado «Malvaloca», aquel joven estrambótico que se asomaba a la ventana cerca de casa de sus abuelos, metido en un quimono parecido al de Adela y con los ojos pintados. Cuando «Malvaloca» salía a la calle los chiquillos le tiraban piedras y le llamaban mariquita. Ningún soldado tenía el más mínimo parecido con «Malvaloca», así que en realidad era imposible juntar la frase de Adela con la de Eugenio, aunque al principio hubiera intentado hacerlo.