Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡Tiene hormigas en los ojos!

Lo dijo tan espantada que Cirilo se echó a reír francamente. En seguida empezó a amontonar la tierra sobre el despojo de Lobo.

– Usted sería capaz de rezar una oración por el perro, ¿eh, señorita? Caramba, muchos cristianos no tienen una muerte tan sentida. Usted no ha visto lo que son muertes, señorita. Usted no ha pasado la guerra aquí. Un perro no nos impresiona, señorita, a los de esta tierra. Y no es que a mí los animales no me gusten, pero esto que ustedes hacen parece como una burla. Cuando tanta gente se muere de hambre parece un chungueo sentir a un perro… Si usted hubiera visto a mi hermanillo al que las ratas se le comieron las orejas, no sé qué hubiera hecho… A mi, la verdad, la muerte de este animal no me impresiona. Y hasta la muerte de un niño me impresiona poco, «angelitos al cielo», como dicen. Y la muerte de un viejo… Mire, señorita, la muerte de un viejo es un alivio. Después que uno ha visto morir hombres jóvenes a montones, eso no impresiona nada. Usted tiene muy blando el corazón.

– Cállese.

Carlos fue quien mandó callar al asistente. El hombre al oír aquella orden se detuvo en su tarea, dejó la azada y sacó su chisquero con la larga mecha amarilla, lo hizo funcionar y prendió la colilla que colgaba de su labio. Anita estaba seria; con los ojos fijos en aquella tierra removida. Respiró hondamente y dijo a los chicos:

– Vamonos.

Echó a correr y el aire de su carrera le levantaba el velo negro a las espaldas, Martín y Carlos la siguieron.

Al llegar a la carretera Anita aminoró la marcha. Era la hora en que los artilleros llenaban la carretera en su rato de paseo y casi todos conocían a Anita. Algunos se acercaron haciendo comentarios sobre aquel velo que llevaba. Carlos alcanzó a su hermana, jadeante, y se puso a su lado. Y al otro lado, Martín. Así cruzaron la carretera hasta el portón de la finca. Al ver a los chicos los soldados no hicieron otra cosa que saludar a Anita en voz muy alta, sin recibir respuesta alguna.

Al cerrar Martín el portón de la finca detrás de ellos, Anita se quitó el velo negro y lo dobló cuidadosamente prendiéndolo con los alfileres que lo habían sujetado a su pelo. Después, conservando en los ojos la mirada pensativa que le había quedado desde el discurso del asistente, se metió entre los pinos y se sentó en tierra junto a un tronco.

– Bueno, Anita, despierta…

Anita dejó su abstracción para mirar a Carlos con las cejas fruncidas.

– Hoy me alegro de una cosa. Me alegro de que te hayas olvidado de don Clemente. Es sábado, por si no te has dado cuenta. A lo mejor viene ahora mismo ese viejo o a lo mejor ya se ha marchado… Ahora dime, Ana, en serio, qué capricho te ha dado con ese hombre. Siempre estás hablando de venganzas y de matar a todo el mundo y a ese médico, que es un bruto indecente, le haces arrumacos como si fuera la persona más simpática del mundo.

Anita sonrió con su peor sonrisa.

– Puede ser que don Clemente haya matado al perro, Ana. No te rías… Alguien ha matado al perro y no veo que pueda ser otra persona que ese tipo. Si ese hombre viene a la finca por las noches a encontrarse contigo puedes estar segura que es él quien ha envenenado al perro.

Anita miró a Carlos con verdadero interés. Luego se fijó en que Martín asentía con la cabeza a las palabras de Carlos.

– ¿De qué estáis hablando? ¿Sospecháis que alguien se mete en la finca por las noches?

– Carlos tiene esa sospecha.

– Alguien sube al cuarto de la torre por las noches, Ana. Quiero saber si eres tú. También me ha parecido sentir pasos por la finca cerca de mi ventana.

Anita sonreía y movía la cabeza.

– Mi pobre Carlitos… Tú tienes pesadillas. Todo viene de tu brazo. Ahora ya no te duele, ¿no es verdad? Pero te pica y te molesta. Me ha dicho don Clemente que dentro de una semana te quitará la escayola, entonces dormirás bien y no oirás ruidos raros. Se ha pasado todo este verano sin darnos cuenta preocupados con ese brazo tuyo y sin divertirnos de verdad. Pero -sonrió misteriosamente ahora- yo me divierto de todas maneras.

– Lo creo. Tú metes a don Clemente en casa y luego lloras porque matan al perro.

Anita se puso en pie y Martín recogió el velo doblado que había caído al suelo.

– Eres muy estúpido, Carlos. ¿De veras crees que alguien anda en el cuarto de la torre? Son las ratas, chico. Yo también oí ruido una tarde y me lo dijo Carmen. Me ha dicho que han pedido permiso a Mr. Pyne para hacer otra llave de arriba ya que se perdió la que había. Pero míster Pyne no ha contestado aún. Cuando Carmen y su padre reciban la carta limpiarán el cuarto de arriba.

Iban andando Anita y Carlos entre los pinos, hacia la casa. Martín los seguía llevando en la mano el velo de luto de la guardesa y de cuando en cuando miraba aquel velo como asombrado.

Anita, según le parecía a Martín, había perdido toda su tristeza y hablaba animadamente con su hermano, embromándole con aquello de los ruidos del cuarto de la torre. Después de tanto aparato y de tanto llanto, Lobo había quedado olvidado definitivamente. Los pensamientos de Martín eran muy distintos de los que había tenido un rato antes cuando se reprochaba a sí mismo el ser duro de corazón. Ahora pensaba que Carlos y el habían reaccionado mucho mejor que Anita. En verdad sus sentimientos de hombres eran menos espectaculares pero seguramente más profundos. Tanto él como Carlos, aunque no habían llorado, seguían sintiendo una profunda rabia hacia el desconocido asesino del perro. Carlos y él estaban unidos en aquella idea de buscar al tipo miserable que se dedicaba a matar animales indefensos. Mientras tanto Anita charlaba volublemente sobre aquel médico que era el primer sospechoso para ellos.

– Cuando te quiten la escayola, dice don Clemente que aún tendrás unos días en que el brazo te parecerá como muerto y tendrás que ejercitarlo mucho.

Martín oía estas cosas mientras iba siguiendo a los hermanos entre el pinar, que parecía incendiado en la luz de la tarde. Martín se fijaba en la actitud de Carlos, en su manera de andar, en sus hombros, en la forma de inclinar la cabeza y toda aquella actitud le parecía de repulsa hacia su hermana.

– ¿Es de eso de lo que hablas con don Clemente cuando le acompañas al portón todos los sábados?

– Si no me siguierais tú y Martín, acechándome siempre, os ahorraríais pensar mal de mí.

Frufrú salió de las sombras que se juntaban ya alrededor de la casa bajo el resplandor de la tarde.

– Nunca creí que vinierais discutiendo, niños, en un día tan triste como hoy… Anita, ayúdame a poner la mesita para obsequiar a don Clemente. Llegará muy pronto.

– No tienes que preparar mucho para don Clemente, Frufrú. Sólo una botella de cerveza, porque como viene andando dice que trae sed. Prepara merienda para nosotros, que tenemos hambre… ¿Sabes que tengo fresco, Frufrú? Viene un aire frío esta tarde, de repente. Voy a buscar mi chaqueta, parece que este verano no es como todos los veranos.

– Casi estamos en septiembre, niña.

«Casi estamos en septiembre.» «Casi en septiembre.» El pensamiento se le repetía a Martín con una angustia especial. Se acercó a Carlos, como si él también tuviera frío y sin saber qué hacer le tendió lo que llevaba en las manos.

– Aquí tienes el velo de luto que llevaba tu hermana. A las mujeres pronto se les pasa la pena, ¿eh?

Hubiera querido decir muchas cosas, ahora que Carlos y él estaban solos en la explanada, después de que las dos mujeres entraron en la casa. Pero Martín cuando quería decir muchas cosas casi no acertaba a decir ninguna.

Carlos se sentó en el balancín dándole impulso con sus largas piernas y comentó:

– Las penas no van a durar toda la vida.

Martín cogió uno de los hierros del balancín intentando pararlo y al hablar la voz le salió fuerte y estrangulada a la vez, con uno de aquellos gallos propios de su edad que él odiaba.

– Carlos, tú me ayudarás a encontrar a ese hombre que envenena a los perros, ¿verdad?

– Sí, te ayudaré.

Carlos detuvo el balancín y repitió muy serio con la frente ligeramente fruncida:

– Te ayudaré, Martín. Anita no lo cree, pero sospecho de ese tipo, de ese don Clemente. No sé si es porque deseo que sea él. Creo que le tengo odio como a su mujer y al tiparraco de su hijo Pepe. Cualquiera de ellos me encantaría como asesino. Pero, claro, ni doña María ni Pepe vienen a esta casa. Me iba a reír, Martín, si tu padre lleva un día a don Clemente encañonado con la pistola hasta el cuartel de la guardia civil.

Anita salió en aquel momento a la explanada con su chaqueta azul sobre el traje blanco. La seguía Frufrú con la bandeja de la merienda. La luz de la tarde tenía una belleza acaramelada. Era una luz tranquila, llena de verdes y de rosas claros con pequeñas nubes como islas incendiadas.

Anita gritó:

– Don Clemente sube por la avenida. Voy a encontrarlo.

34
{"b":"87836","o":1}