Martín se debatió entre los hilos de la mañana del domingo, como una mosca al caer en la red tendida por la araña.
El sábado fue uno de aquellos días perfectos para Martín que caracterizaron -hasta borrar con su fuerza todo lo demás- su primer verano en Beniteca. Fue un día que ya en su comienzo tuvo una alegría impaciente dentro de él y una cita junto al portillo de la playa. Pasó la mañana bañándose con Carlos y con Anita bajo las rocas del promontorio del faro. Era el único lugar de la playa que encerraba algo de peligro, con peñas, corrientes, rumor de olas, charcos coloreados por el reflejo de los riscos y hasta una pequeña playa particular con una cueva al fondo que sólo tenía acceso rodeando a nado una barrera de rocas.
– Éste es nuestro «solarium», ¿te gusta, Martín?
El nombre no estaba bien elegido. Quizás era el único lugar de la playa donde podían encontrarse sombras protectoras en el refugio de la cueva y hasta de los peñascos. Pero Martín aceptó el nombre y se sintió encantado. Ni siquiera pudo decir cuánto le gustaba. No sabía encontrar las palabras. Entre aquel aire lleno de pequeñas gotas de espuma que se deshacían al sol, luchó Martín con Carlos, apenas repuestos los dos de la fatiga que les hizo tirarse en la arena al llegar. Ah, pero fue una lucha amistosa. Ni uno ni otro sentían rabia aquella mañana, sólo el deseo de ejercitar los músculos, de probarse mutuamente. Anita les miraba con aire de persona mayor que arbitra un juego de niños. Fue ella la que decidió que Carlos era más fuerte y mejor luchador, pero que Martín, con su agilidad de anguila, era un contrincante difícil. Después se tumbaron los tres sobre la arena, boca abajo, hombro con hombro. Martín solo con volverse un poco podía ver el perfil de Anita, graciosamente irregular, su mejilla llena quemada por el sol, con la sombra de las pestañas espesas, el trazo de una ceja inquietante y un poco de sonrisa o un poco de ceño. Y al otro lado estaba el brazo de Carlos, su dureza y su calor. Sin mirar a su amigo ya sabía Martín cómo era el conjunto de las líneas que formaban su cara.
Enfrente tenían el mar, pues a Anita no le gustaba tumbarse de espaldas al mar, sino mirándolo. Enfrente estaba la barrera de peñas golpeadas por las olas y el horizonte en el que algunas veces aparecía, muy lejana, la sombra de un vapor.
Cuando Martín escuchó el toque de la Batería llamando a la comida, se sobresaltó, dijo que era la una y
que tenía que pensar en marcharse. A las dos se comía en su casa.
– ¡Uf! -Carlos hizo un gesto de soplar-. Tu mamaíta parece de mucho genio. Sí, tienes que marcharte.
– Adela no es mi madre.
Anita se espabiló. Cualquier cosa despertaba su curiosidad. Sobre todo aquellas cosas que uno no podía imaginar que fuesen interesantes.
– ¿No es tu madre? ¿Cómo es posible eso?
Sentados los tres en la arena, Martin explicó cómo era posible aquello, animándose cada vez más por el interés que veía en la cara de los otros chicos. Contó muchas más cosas de las que había pensado contar nunca.
– ¡Extraordinario!
– ¡Extraordinario! A mí me hubiese gustado mucho tener abuelo. Abuela me parece que no, pero abuelo sí. ¡Y un abuelo que grita todo lo que piensa a todo el mundo!… Martín, te envidio… Vamos, Carlos, si no llegamos a tiempo nosotros también Frufrú se comerá nuestro postre, y no podremos protestar.
– ¿Es un perro ese Frufrú? -aventuró Martín.
– ¡Dice que si Frufrú es un perro! ¡Anita, dice que si Frufrú es un perro!
Carlos tenía un ataque de risa. Daba alegría verlo reír de pie, un poco abiertas las rectas piernas y cogiéndose la cintura con las manos.
Aquella tarde esperaron Carlos y Anita a Martín -diez minutos después de la comida ya estaban silbando, llamándole- junto a las dunas, en la parte trasera de su casa. No dormían siesta los Corsi. Quizás eran los únicos habitantes de Beniteca que no dormían siesta en verano. Los únicos a quienes el calor no rendía y que, al contrario, sentían aumentada su energía con el apogeo de la fuerza solar. Eran los únicos que marchaban carretera adelante en aquella hora en que hasta los lagartos están hipnotizados, quietos, estáticos sobre las piedras. Ellos y las chicharras escondidas entre los troncos de los pinos llenaban de ruido aquel momento de descanso.
Martín los siguió aquella tarde hasta las primeras casas del pueblo y llamó con sus amigos a las puertas de aquellas casas, echando a correr luego, cuando una voz malhumorada y somnolienta contestaba a los golpes desde el interior. Más tarde hicieron una larga excursión hacia la parte de los huertos, saltando tapias y después de robarla comieron fruta caliente y mala. Carlos tenía los bolsillos llenos de anzuelos y de hilos para la pesca del lagarto y siempre robaba algún tomate pensando en cortar un trozo para cebo de estos animales. Pero aquella tarde no tuvieron tiempo de dedicarse a este deporte. Pasaron las horas mientras ellos corrían delante de los perros, riendo y enganchándose la ropa muchas veces al saltar los muros. Sin pensarlo se encontraron con que el cielo se ponía anaranjado, el mar palidecía y las horas habían quedado atrás como un solo minuto. En el pedregal, al atardecer, Carlos sacó su armónica y estuvo tocando mientras el sol empezaba a hundirse detrás de ellos en la línea lejana de los montes. Martín sufrió un sobresalto entonces, porque la voz de Anita en un tono afectado, casi agudo, se elevó recitando una poesía. Carlos dejó de tocar y contempló a su hermana seriamente, de modo que la sonrisa iniciada en la boca de Martín se detuvo y Martín escuchó también.
– «Le soleil s'est couché ce soir dans les nuées»…
Era una sorpresa morrocotuda para Martín aquel aspecto inesperado de Anita. Ella seguía recitando con las manos enlazadas abrazando sus rodillas:
– «Tous ces jours passeront; ils passeront en joule. Sur la face des mers, sur la face des monís.»
Martín dejó de asombrarse para tratar de recordar los libros de poesía que le había dado a leer don Narciso el médico, con el pretexto de que él era un chico de gran sensibilidad. Los libros que don Narciso estimaba tanto porque eran de su hijo, estudiante de Letras, del que no volvió a saber desde el principio de la guerra civil. Martín trataba de recordar sin mucho éxito y entonces la voz de Carlos le sorprendió. Era una voz fuerte y cálida que anulaba por completo el recitado de Anita.
– «pále étoile du soir, messagére lontaine»… -dijo Carlos.
– Ah, calla con Musset, me da náuseas.
– Pues mira que Víctor Hugo… Tú lo destrozas.
– ¿No sabéis poesía española? Yo sé algunas poesías modernas. Pero tengo mala memoria. No las sé enteras.
– ¿Hay poesía moderna española? -preguntó Anita con su suficiencia.
– Habrá también antigua -dijo Carlos riendo-, aunque tú no la conozcas. Puede que martín pescador no sepa más que tú, hermanita.
– ¡Uf! Ningún español sabe recitar. Pero esto no es recitar en realidad, Martín. Nosotros somos muy buenos actores, ¿sabes? Ya nos dirás cuando nos oigas en cosas de verdad quién tiene más posibilidades, Carlos o yo. Ah, sí, sí, Carlos, necesitamos un espectador imparcial. Frufrú tiene demasiada preferencia por ti. Mañana representaremos para este pescador.
Iban ya por la carretera y un último reflejo rosado encendía la cara de Anita.
– Mañana por la mañana -a Martín se le encogió el corazón-, no podré bañarme con vosotros. Mañana es domingo y tengo que ir a misa con mi familia.
Los Corsi no se lamentaron con él. Le dejaron, rendido, feliz y con un punto de melancolía en el alma -aparte de las manchas de la blusa y el siete en el pantalón que hizo deshacerse en lamentaciones a Adela un rato después- en la puerta de su chalet, bajo el cielo pálido sobre el mar, con el silencio de las chicharras preludiando el canto de los grillos. Con aquella angustia anticipada de la separación forzosa del domingo.
– Hasta mañana -dijo él-. Hasta mañana por la tarde.
Los otros ya se iban. Pero Carlos se volvió alzando la mano.
– ¡Adiós! -gritó.
Su grito vibraba en los oídos de Martín durante toda la mañana del domingo. La mañana del domingo le pareció a Martín muy rara. No era ya el mismo Martín del domingo anterior. Veía gesticular a los hombres en el fondo del café después de la misa y no le interesaba acercarse. Se dejó arrastrar por Mari Tere hasta cerca del grupo de las señoras, y todas aquellas señoras -entre ellas, Adela- le parecieron maniquíes sin alma, con sus bocas pintadas, con sus ondas simétricas, sus uñas rojo sangre y sus monótonas conversaciones sobre el nacimiento de sus hijos -Mari Tere le daba con el codo- o sobre casos particulares, sucedidos con nombres propios, que no dejaban de ser una terrible vaciedad.
Martín no podía soportar la mañana del domingo. Sus pies oprimidos llegaban a darle por reflejo un tenue dolor de cabeza. Se aflojaba la corbata sin saber qué hacer. Y pensaba en aquellas moscas que había visto caer en las telas de araña. Decidió liberar a cuanta mosca viese en aquel trance.
Por la tarde conoció a Frufrú. Frufrú dormitaba con la cabeza apoyada en el respaldo de un banco balancín colocado junto a la explanada que se abría frente a la casa de los Corsi. El balancín tenía toldo, pero estaba protegido además por la sombra de un pino. Frufrú debía de estar cosiendo cuando el sueño la sorprendió. La labor le había resbalado al suelo y llevaba puestas las grandes gafas de carey que usaba para coser y que le comían media cara.
Martín, entre Carlos y Anita, la estuvo contemplando fascinado. Todo se podía esperar de los Corsi. Hasta una mamá así. Martín nunca había visto una señora parecida. Era pequeñita y con la piel reseca y arrugada. El pelo teñido de rubio azafrán sobre una carita de mono retocada con varias capas de pintura. La blusa, de un amarillo brillante, era sin mangas y con gran escote, y en el escote collares de colorines, y junto a las muñecas, al final de los bracitos resecos, pulseras baratas de colorines también. Llevaba falda acampanada con lunares negros sobre fondo rosa, piernas sin medias y pies calzados con zapatos azules de tacón alto.
Carlos y Anita se cansaron de la contemplación y lanzaron un grito salvaje que a Martín le heló la sangre en las venas y despertó con gran sobresalto a la durmiente, que hizo un cómico gesto al ajustarse las gafas sobre los ojos como temiendo que fueran a salir volando. Con aquellas gafas Frufrú sólo veía de cerca, y aturdida, buscó las formas borrosas de Carlos y de Anita que saltaban a su alrededor.