– ¡Ah, demoños! -dijo-. Os voy a dar…
Carlos se abalanzó a ella besándola, estrujándola, haciéndole cosquillas.
Martín era testigo de este impúdico cariño filial con la cabeza un poco gacha, las orejas ardiendo, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y atreviéndose apenas a mirar de reojo.
Anita dio la vuelta al balancín y apareció su cara por detrás de la de Frufrú y Martín vio que le daba besos en una oreja y en el pelo teñido, vio cómo le quitaba las gafas cooperando a aquella revolución armada por Carlos y al sofoco de la vieja momia que reía y chillaba con grititos agudos.
– ¡Ah, demoños, dejadme, dejadme!
Al fin la dejaron respirar y Frufrú pudo sacar su pañuelito del escote y limpiarse las lágrimas de risa. Entonces los ojitos de mono, libres ya de las gafas, se fijaron en Martín.
– ¡Ah!, pero ¿quién es este niño? ¿Es el pescador de que hablabais?
– ¿Te gusta nuestra Frufrú? -preguntó Anita al mismo tiempo-. ¿Verdad que es un encanto nuestra Frufrú? Es muy rabiosa, pero es un encanto.
– No hagas caso a estos locos. ¿Cómo te llamas?
– ¡Pero si sabes que es martín pescador, el hijo del militar que vive al lado!
– ¡Si yo no sé quién vive al lado! Estos niños se creen que yo lo adivino todo. Pero tú eres un guapo niño, Martín. Muy guapo.
– Bah, Frufrú. No es tan guapo ése.
– Sí, Carlos. Quizá no lo es todavía. Pero tendrá una linda cara de varón cuando crezca un poco.
– ¿Vas a decir que es más guapo que yo?
– Demoño lindo… Eres un demoño lindo, mi Carlos. No, no es más guapo que tú. Nunca será más guapo que tú. Es otra cosa.
Por la cabeza de Martín atravesó un pensamiento turbador. El pensamiento de lo que hubiera dicho Eugenio si llega a ver a un hombre como Carlos en aquella actitud infantil y sin la más mínima vergüenza al recibir los arrumacos de Frufrú. Bueno, y no sólo lo que hubiese dicho Eugenio, sino el mismo abuelo Martín o cualquiera de los compañeros del instituto. Aquella escena era más asombrosa que cualquiera de las que dedicaban a Martín los Corsi para asombrarle. Y lo raro era que después de un minuto de vacilación él lo aceptaba todo, entraba en la naturalidad del asunto como si hubiese estado acostumbrado a que la gente reaccionase a su alrededor de aquella manera y no de otra. Como si fuese lógico que un hombretón como Carlos se dejase mimar por aquella vieja teñida sin dejar de ser hombre por eso, aunque un chico de pantalón corto como Martín ya no besaba a su padre por no perder su hombría.
A pesar de todo notó alivio cuando abandonaron a frufrú en su balancín y se metieron en el interior de la casa, en una habitación grande, fresca, a pesar de que la ventana estaba abierta. Quizá era que las rejas de la ventana y las enredaderas que se metían desde el jardín entre ellas, paliaban un poco el ardor de la luz, pero se estaba muy bien allí.
En la habitación había un diván grande forrado con una colcha de cretona sobre el que Anita se tiró inmediatamente. En un rincón una gramola, en el suelo álbumes de discos.
– Ah, se está bien aquí. No sé por qué nos vamos a esta hora a recorrer el mundo todos los días.
– Estás vieja, Anita, eso es lo que te pasa, y no te revuelques en mi cama, luego está dura como una piedra… Éste es mi cuarto, Martín. Hay muchos cuartos y muchas camas en la casa, pero Frufrú no quiere tener trabajo y me hace dormir en nuestra leonera y hace que Anita duerma en una cama junto a ella en otro cuarto, dejando cerrado todo lo demás. Claro que ésta es la mejor habitación de la casa para dormir y yo no la cambio por otra. Tiene la habitación de la torre encima y por eso es más fresca.
Anita señaló al techo.
– El cuarto de Barba Azul. ¡Qué pena que nos- lo enseñaran cuando vinimos! Ya que no nos dejan entrar, a mí me hubiera gustado imaginarme algo mejor que un armario de libros de míster Pyne, un par de bargueños y cacharros de porcelana.
– Mi hermana tiene mucha imaginación.
– Tengo que tenerla a la fuerza para los dos, tú eres duro de mollera.
– Pero recito mejor que tú.
– Vamos a verlo ahora mismo… Martín lo dirá. Carlos, ve al armario de Frufrú y saca sábanas para vestirnos de romanos. Tenemos que hacer bien Berenice.
– Frufrú se enfadó demasiado la última vez. Prefiero que usemos mis propias sábanas. Ya están arrugadas, de modo que no le importará.
Efectivamente, quitaron la colcha del diván, sacaron las sábanas de Carlos y se envolvieron en ellas tomando el gesto hierático de dos romanos muy severos, hombre y mujer, para la representación de una escena de Berenice. Martín vio esta escena -la misma escena siempre- muchas veces durante el verano. Si aquel primer día le sorprendió tanto como la escena de besos con Frufrú, llegó a acostumbrarse de tal manera al recitado de los versos de Racine, a la entonación falsa de Anita y cálida y casi portentosa de Carlos, que ya creyó no sólo entender aquel francés, sino hasta saberlo de memoria. Se acostumbró al papel de arbitro -que en otras cosas era exclusiva de Anita- y siempre dijo la frase del primer día cuando ellos terminaban:
– Carlos lo hace bien. Anita no sabe.
Esta sinceridad no le valía la enemistad de Anita, sino quizá más estimación de la que hubiera logrado con una alabanza. Anita se volvía humilde, explicaba que su papel era mucho más difícil que el de Carlos, que el largo párrafo que comienza: «Ne vous offensez pas si mon zéle indiscret…» era un párrafo de prueba para cualquier actriz y que ella sabía decirlo de diferentes maneras y que estudiaba continuamente, mientras que Carlos todo lo decía igual como si fuese un autómata. Pero estas explicaciones estaban llenas de inseguridad y parecía que Martín fuese un director famoso del que dependiera un contrato para Anita. Y esto, para Martín, no dejaba de tener encanto.
– Mi hermana está empeñada en ser actriz famosa. Ni siquiera estrella de cine, sino actriz. En el Liceo le hicieron concebir ilusiones, y papá se las fomenta. A mí me da lo mismo, pero cualquiera se resiste a ensayar si Ana se empeña.
Otras veces ya supo Martín todo el mecanismo de la representación y sus consecuencias. Después de tanta conversación intelectual solían terminar todos revueltos en una lucha campal, que terminaba en un cuerpo a cuerpo de Martín con Anita. La chica era una contrincante más peligrosa que Carlos. Primero porque a Martín le daba cierto reparo hacerle daño -sobre todo en los primeros minutos-, y luego porque sabía dolorosas llaves de judo que aplicaba contra Martín como venganza de aquellas críticas teatrales que había admitido y discutido.
Aquel primer día estaban luchando Martín y Anita mientras Carlos ponía un disco en la gramola, cuando Frufrú abrió la puerta. Los contendientes quedaron quietos. Pero Frufrú no se inmutó. No se refirió para nada a aquellas sábanas revueltas en el suelo, a aquel colchón caído, ni al acaloramiento de los chicos. Se limitó a dar unas palmadas con sus manitas.
– ¡A merendar! ¡Hay té en la cocina!
A Martín no le gustaba el té. Su abuela se lo daba a veces como medicina, pero los otros dos se alborotaron y él los siguió hasta una cocina grande donde en el extremo más alejado del fogón había una mesa de mármol junto a la ventana. Frufrú había preparado allí tazas y tetera humeante y un enorme plato de galletas. Martín comenzó a sudar sólo de ver aquella infusión caliente.
– No hay nada mejor contra el calor que una tacita de té caliente. Los moros lo saben bien, ¿verdad, ñiños?
Los niños no atendían. Como si fueran niños mal educados realmente, se habían precipitado sobre las galletas.
– Siempre lo hacen -explicó Frufrú a Martín-. Si tú no te lanzas como ellos, te vas a quedar sin nada. Los pobres hijos no ven las galletas a menudo desde que estamos aquí. Anda, come tú también, come, ñiño.
Martín no bebió su té aquella tarde, lo dejó enfriar en su taza mientras mordisqueaba las galletas que le habían dejado y escuchaba la charla de Frufrú, a quien los Corsi ponían por testigo de algo que Martín no podía creer de ninguna manera. La historia que ellos le habían contado de que cuando fuesen mayores de edad podrían optar por la nacionalidad española o por la argentina o por la venezolana, según quisieran. Frufrú dio una respuesta más misteriosa aún.
– Corsi pretende hacerles norteamericanos. Si Peggy le ayuda es posible que lo logre. Cosas más difíciles ha logrado Corsi… Pero estos demoños no se aplican con el inglés. No se aplican nada.
– Tú tampoco te aplicas, Frufrú.
– Y ¿cómo me voy a aplicar? Ya soy vieja. Sé decir palabras en cinco idiomas, pero ya no sé hablar el mío de origen y el español dicen que lo hablo mal…
– ¿Quién es Peggy? -preguntó débilmente Martín. Pero en realidad estaba pensando «¿quién es usted, Frufrú?», sólo que no se atrevía a expresar el pensamiento, aunque ya estaba casi seguro de que Frufrú no era la madre de sus amigos.
Nadie contestó a la pregunta sobre Peggy. Fue un momento en que todos iban quedando callados porque la tarde decrecía fuera, y la cocina quedaba iluminada por un melancólico azul con puntos de estrellas más allá en las rejas de la ventana y entraba el olor de los pinos y del jazmín que brotaba allí mismo, pegado a los muros de la casa y los inundaba con su fragancia. Entre los pinos, allá lejos, se movía el viejo guarda y todos escuchaban la canción que iba cantando mientras recogía piñas y las metía en un saco. Era una larga y suspirante canción andaluza que venía como cortada por los ayes intercalados y por la respiración fatigosa del hombre. Carlos se asomó a las rejas de la ventana y su silueta se recortó oscura y quieta. Anita con los codos sobre la mesa, la cara entre las manos, tenía una curiosa expresión de ternura y de melancolía. Frufrú suspiró hondamente. Carlos dijo:
– Mañana hará un buen día para coger lagartos.
Entonces el encanto se rompió. Frufrú dijo a su vez que había que recoger los platos, y Anita arrastró a Carlos y a Martín hacia la libertad de la finca, el aire libre y el pinar.