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– Sí, ríete. Todavía éste cree que hace gracia. Aquí la única que lo paga soy yo, que me he quedado sin mi perfume y sin el dinero que me costó y sin el frasco de mi juego de tocador… Y los polvos desperdiciados. ¡A ver si me pega una enfermedad la asquerosa esa por haber usado mi borla!

«De manera que el miedo es siempre una cosa tonta.» Esto lo pensaba Martín al subir a la azotea para la siesta. El padre hasta había estado de mejor humor que otros días. Martín se había enterado de una cosa que le turbaba: sus amigos tenían una madre loca. Quizás, a pesar de toda su alegría, Anita y Carlos eran desgraciados. Quién sabe si la loca les perseguiría con gritos por toda la casa. Quizá se asomaría a las ventanas enrejadas de la finca, sacudiendo los barrotes en las noches de luna.

Los pinos del inglés estaban llenos de calor y cantos de chicharras cuando los miró desde la azotea. Su alcoba era el centro de un ardiente arco-iris lleno de sofoco y vacío a la vez.

Martín se echó en la cama notando que empezaba a sudar. Seguía sintiendo como un resentimiento oscuro y triste que ya no era miedo a paliza alguna, sino algo así como si tuviese demasiado llena el alma y le desbordara anegando y diluyendo aquella alegría de la tarde anterior. Horrorizado se dio cuenta de que ni siquiera recordaba cómo eran aquellos chicos, los Corsi. Quizá no los volvería a ver jamás. Sólo recordaba sus siluetas a caballo en lo alto del muro, pero aquellas figuras ahora no tenían cara.

Habían venido a ver la casa, lo dijeron claramente. Y ya la habían visto. Llegaron y desaparecieron. Hablaban en francés, muy de prisa, fingiendo que el francés era alemán. Martín no entendió todo lo que ellos decían en francés, pero entendió muchas cosas y le había parecido que utilizaban este idioma para insultarse, especialmente para insultarse. Subieron hasta esta misma habitación de las ventanas de colores. Los dibujos de Martín no les interesaron, y ahora sus dibujos le parecían a Martín como algo muy ajeno a su vida, algo de otros tiempos. Querían ver la casa y lo tocaron todo como hacen los monos. Después desaparecieron.

Por la puerta entraba una lengua de sol blanca e hirviente que se mezclaba al ambiente coloreado. Las chicharras cantaban dentro de la cabeza de Martín. Su cuerpo humedecido por el sudor olía vagamente a peces recién cogidos en la red. Tenía un brazo bajo su nariz y respiraba aquel olor.

En aquel momento se oyó un largo y claro silbido. Una pausa y otro silbido más.

Dando saltos -se quemaba los pies descalzos en los ladrillos- corrió Martín hasta aquel borde de la azotea, junto al poste de la luz. Ellos estaban allá abajo, en un claro entre los árboles de la finca del inglés, y le hacían señas con los brazos. Tal vez creían que no los estaba viendo. Carlos volvió a meterse los dedos en la boca y volvió a silbar. Martín les hizo señas, a su vez, de que esperasen.

Batió un récord de velocidad al meterse las sandalias y la camisa. Ellos seguían abajo, esperando. Estaban impacientes, se les notaba en la manera de moverse, de señalar hacia el poste de la luz. Martín comprendió.

Se deslizó por aquel palo de la luz hasta el jardín, junto a la cocina. De un salto alcanzó con las manos el borde del muro y sujetándose como pudo con el vientre, con las sandalias, logró trepar. Esta vez fue Martín quien se encontró allá arriba, quien saltó a la otra finca un minuto más tarde. Cayó mal con las manos y las rodillas en tierra, pero se sacudió sin notar apenas las gotitas de sangre que brotaban de sus arañazos.

Carlos y Anita anduvieron alrededor suyo mirándole con curiosidad, haciéndole volverse en todas direcciones para contemplarle a gusto de ellos.

– ¿Qué te dije, Carlos? No es cobarde martín pescador.

– ¿Por qué no voy a hacer lo que vosotros?

Se miraron y se rieron y después Anita le condujo a un lugar del muro lleno de huecos como escalerillas cavadas, por donde se podía subir perfectamente.

– Esta parte que da a la finca es mucho más alta que el otro lado del jardín. Por aquí se puede salir, pero conviene que entres por la puerta.

– ¿Por qué le enseñas? Todavía no sabemos si nos quedaremos con él.

– Mala bestia. Este Carlos es una bestia sucia. Siempre tiene celos… Ven, martín pescador.

– ¿Me habéis acechado algunas veces subiéndoos al muro?

No le contestaron, le estaban mirando fijamente y al fin Carlos le dijo que habían pensado en llevarle con ellos aquella tarde a pescar lagartos en el pedregal.

– ¿Qué habéis hecho por la mañana? ¿No os bañáis?

– Martín pescador, eres tonto, ya lo creo que nos bañamos. Solemos ir bajo el faro a bañarnos. No somos tan perezosos como tú. Pero esta mañana Carlos ha estado muy malito. Salimos anoche con los pescadores y Carlos, el pobrecito, se puso verde y estuvo vomitando todo el rato en la barca. Esta mañana hemos tenido que acostarle y darle aire encima. No se puede salir con niños.

– Vamos -dijo Carlos-, vamos a los lagartos. ¿Has comido lagarto asado, pescador? Algunos se comen. Tengo que preguntar qué lagartos se comen, pero tú puedes probar el que pesquemos hoy y así sabremos si hacen daño o no. Primero los asaremos bien entre las piedras. Te prometo que estarán riquísimos.

– No le hagas caso. Está celoso.

Martín miraba alternativamente la cara de los hermanos. De pronto le pareció que Anita estaba preocupada. Se alejaba un poco entre los pinos y tomaba la actitud de escuchar como si llegase algún sonido desde la casa oculta en la espesura.

– ¿Pasa algo?

– Nada… Sólo que tenemos que tener cuidado. Vamos a bordear el muro hasta el portón de la carretera. Por nada del mundo debe saber nadie que has entrado aquí esta tarde, Martín -dijo Anita-. Por nada del mundo.

– Jura, pescador, que no lo dirás a nadie.

Martín pensó en la loca. Había algo en la actitud de los hermanos que no le parecía completamente serio. Pero pensó en la loca.

– No tengo necesidad de jurar. Si queréis vuelvo a saltar el muro y os espero en la carretera.

Pero Anita ya había comenzado una marcha al estilo de un indio de película que avanza con sigilo hacia el campo enemigo. Carlos la imitó siguiéndola. Martín también, aunque con menos precauciones y bastante desconcertado. Casi no se oía el rumor de sus pasos sobre la pinocha. Durante un momento Martín pensó quedarse atrás, marcharse. Pero se dio cuenta de que no podía hacerlo. Así llegaron hasta el portón de la carretera, que estaba entreabierto. Desde la puerta subía una avenida ancha para automóviles, pero hacía un recodo y la casa no se veía. Martín iba unos diez pasos detrás de ellos. Cuando salió a la carretera, Anita y Carlos, uno a cada lado de la puerta, dieron un grito y empezaron a aplaudir.

– ¡Bien, martín pescador! Te contratamos. Te admitimos en la compañía -dijo Anita-. Tú también puedes ser un comparsa de nuestro teatro.

Martín estaba parado con una media sonrisa de decepción. Carlos cruzó la carretera a grandes zancadas internándose en el pedregal. Anita miraba a Martín con curiosidad y con ironía. Cuando menos lo esperaba el muchacho le dio un afilado pellizco en el brazo y le dijo:

– ¡Espabila!

Ella también echó a correr. Martín vaciló un momento. Luego, con el alma revuelta, siguió a los dos hermanos.

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