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– Cógela tú ahora, Adela, coño, y no me marees con el chico.

– Sí, cógela, cógela… ¿Y quién pone la cena? Dásela a tu hijo que la entretenga. Que la pasee él.

– Conmigo no quiere estar la niña.

– ¡Contigo no quiere estar! No sirves para nada. Oblígale a que cuide de su hermana, Eugenio.

– Adela, coño, no quiero que mi hijo haga de niñero, ¿entiendes?

El mismo Eugenio empezó a pasear el cochecito y la niña quedó callada.

– No quieres que haga de niñero, no quieres que haga de niñero… Para qué le traes aquí entonces. ¿Para comer? Di, ¿para comer de lo nuestro? Viene aquí y ni mira a su hermana. Le hablas y no se entera de lo que le dices. Todo el día con esos sinvergüenzas, con la niña esa que es una puta. Sí, señor, una puta con todas sus letras y si no pregúntaselo a los artilleros.

¿Por qué Martín estaba callado, sin salir en defensa de Anita? Cuando decía Adela aquellas cosas, Martín callaba siempre. Ahora se dio cuenta de que era inútil tratar de que su familia viese a los Corsi como él los veía. Era tan inútil, que el señor Corsi había fingido otra personalidad delante de Eugenio para hacerse entender. Y él, Martín, siempre callaba y no intentaba explicar nada. Por otra parte -resultaba curioso-, los Corsi tampoco creían que Eugenio y Adela eran personas corrientes, como una gran mayoría de las personas que componen el mundo conocido. No, a los Corsi Eugenio y Adela les parecían rarísimos. También delante de los Corsi Martín callaba ciertas cosas que comprendía en su familia.

– Martín es un hombre, coño. Que vaya con quien le dé la gana. Y ésta es su casa, ¿entiendes?

– Ya estás haciendo llorar a la niña… ¡Hija de mi alma, a ti nadie te quiere, tú eres hembra, pobrecita mía!… Ah, pero tendrás un hermano, tendrás un hermano de padre y madre. No será ése el único varón. No, no lo será.

Casi no había medio de entenderse con Adela. Pero después de calmados los ánimos Martín logró saber que el hijo de don Clemente había ido a buscarle un par de mañanas cuando él ya se había marchado a la playa.

Martín empezó a atar cabos en la soledad de su habitación aquella noche. Era muy posible que Pepe hubiera visto a Anita aquellas mañanas. Por lo general este año iban Carlos y Martín al solarium antes de que Anita se decidiese a bajar a la playa. A veces ni aparecía en el solarium y la encontraban cerca del sombrajo levantado para el señor Corsi cuando cansados de esperar iban a buscarla. Allí debía de haberla encontrado Pepe.

Después de pensarlo mucho Martín decidió callar aquellas sospechas suyas. En realidad prefería que Pepe apartase por completo a Anita de Carlos y de él. Prefería que Carlos se curase de aquella especie de enfermedad de perseguir a su hermana y no quería echar leña al fuego de su interés.

Al día siguiente de su conversación con Adela, Anita le dio la sorpresa a Martín de aparecer muy temprano en las dunas junto a Carlos, llamándole. Parecía la Anita de otros tiempos inventando conversaciones locas y corriendo por la playa, hacia el promontorio del faro, perseguida por los dos chicos. Incluso, antes de que se decidieran a meterse en el mar para ir al solarium, Anita dijo que quería luchar ella con Martín.

Martín tuvo verdaderos deseos de vencer a Anita en la lucha. La atacó con más furia aún de lo que lo hacía con Carlos. Pero Anita era desleal luchando. Clavaba las uñas y daba golpes bajos, dolorosos e increíbles. Anita venció en la lucha. Quedó jadeante un momento y luego se tiró en la arena, donde Martín la vio tendida a lo largo y mirándole, con la boca apretada por su peor sonrisa. Martín miró aquel cuerpo fuerte y nervioso en parte, delicado y desagradable en parte también, para su gusto. Un cuerpo lleno de acechanzas como su sonrisa mala y su mirada. Y a su lado el hermano. ¿Cómo le llamaba el señor Corsi? Un efebo rubio, un Adán inocente y desamparado. Martín, delante de ellos, era un larguirucho desgalichado y sin gracia. Anita se levantó recogiendo los peinecillos caídos en la arena y ajustándolos entre su cabello.

– Estoy cansada hoy. No quiero bañarme con vosotros. Me vuelvo a casa.

Martín la dejó ir con una sorda alegría. Carlos quedó un rato pensativo viéndola alejarse. Martín, en aquel momento, tuvo un pensamiento que le hizo arder las orejas. Recordó que las mujeres tienen días misteriosos en que no pueden bañarse. Sin embargo, Anita se bañaba siempre con ellos. Todos los días del verano anterior, todos aquellos días menos esta mañana. Cuando Carlos le dio un golpecito en el hombro y le propuso que fueran al solarium y Martín entró en el agua en competición con su amigo, se le borraron de la cabeza los oscuros y vergonzosos pensamientos.

Fue una mañana magnífica para Martín. Las horas de sol pasaron sin palabras apenas entre los dos muchachos, pero llenas de armonía. El toque de corneta en la Batería llamando a la comida llegó demasiado pronto, en el momento en que las rocas parecían licuarse de tanto calor y tanta luz y temblaban y espejeaban como el mar.

Martín acababa de llegar a su habitación de la azotea y se estaba vistiendo para bajar a comer cuando oyó los silbidos de Carlos en la finca del inglés. Carlos debía de haber cruzado corriendo el pinar, sin casi detenerse en su casa. En efecto, cuando le vio allá abajo, solo en el claro de los pinos junto al muro, aún llevaba Carlos sus pantalones de baño.

– Martín -gritó haciendo bocina con las manos-, ven a comer conmigo.

Martín bajó para avisar a Adela y al padre, que acababa de llegar, de que comería con sus amigos. Eugenio iba a decirle algo, pero Adela le interrumpió dirigiéndose a Martín.

– Anda y que te den de comer todos los días… ¡Así te envenenen!

Era una magnífica exclamación. La antipatía que le tenía Adela aquel año, a Martín le parecía la puerta de la libertad absoluta. Y se sentía agradecido.

Encontró cerrado el portillo de los Corsi. Este año siempre estaba cerrado el portillo, pero nada más agitar la campanilla, el viejo Paco vino a abrirle como todas las tardes.

A pesar del calor, Frufrú había colocado los cubiertos en la mesita pequeña junto al balancín, donde tomaron el café con Corsi la otra vez. Tres cubiertos.

– Anita comió temprano y dijo que se acostaba -anunció Frufrú-. La demoño esa ha debido de tomar una insolación, por fin. No la molestéis.

Carmen les sirvió la comida, sudando la pobre en sus paseos desde la cocina a la explanada. Y apenas terminaron de comer dijo Carlos que quería ir al cuarto de Anita a preguntar cómo estaba. Frufrú le detuvo.

– Tú, quieto. Ve con Martín por ahí, hijo. La niña me pidió que no la molestarais. Os lo he dicho, las mujeres necesitamos libertad. Ah, sí. Necesitamos que nos dejen libres como el aire. Una mujer encerrada es una mujer dañina.

– Pero usted, Frufrú, siempre está encerrada en la finca y nunca quiere libertad.

La carita de mono de Frufrú se animó muchísimo y empezó a agitar sus manos.

– No, Martín, no. A mí me gusta estar en la finca.

Eso es otra cosa. Pero si yo quiero ir al pueblo voy al pueblo y si quiero un día coger la maleta y marcharme, pues me voy. Corsi lo sabe. Por eso estoy con los niños, porque quiero. Si un día me canso de España me presento en el consulado y me voy. Ah, sí. Por eso me quedo, porque puedo irme… Y si quiero ir al pueblo aunque me tiren piedras, voy al pueblo. Pero no quiero ir al pueblo. Y si quiero ir a misa, me disfrazo con unas medias y me pongo una capa para taparme los brazos como hay que hacer en este pueblo y me pongo el velo de viuda de Carmen, y voy… Pero como no quiero ir a misa vestida de carnaval, pues no voy. Ya lo sabes, ñiño.

Carlos se reía.

– Bueno, Frufrú, bueno… Pero si Anita está mala yo quiero verla.

– Anita no está mala, ñiño. Anita está aburrida de estar siempre con vosotros. ¿Por qué he dejado que tenga este año una alcoba para ella sola? Pues porque veo que está aburrida. Ella es una mujer y quiere pensar en sus cosas. Es una niña que tiene imaginación y nada más. Si la dejáis tranquila se aburrirá de estar sola y llamará a su Carlos a gritos. Pero si la perseguís no la veréis en todo el verano. No, Carlos, haz caso a tu Frufrú. Deja tranquila a la niña.

Carlos no estaba convencido. Martín le propuso que fueran hasta el faro y Carlos no aceptó el paseo. Se encerró con Martín en la leonera y estuvo dando cuerda a la gramola y poniendo viejos discos uno detrás de otro durante mucho rato. Martín encontró un lápiz y un trozo de papel y empezó a hacer dibujos, casi mecánicamente, observando a su amigo de cuando en cuando. Carlos en un momento determinado salió de la habitación. Volvió en seguida anunciando:

– Anita no está en su cuarto.

– ¡Hombre, estará por ahí! ¿Qué importa?

Porque Carlos parecía demudado. Parecía un niño pequeño a quien alguien ha tratado de engañar. Martín le siguió por la casa mientras el chico gritaba el nombre de su hermana de habitación en habitación.

Carlos despertó a Frufrú, amodorrada en el balancín, y Frufrú dijo que seguramente Anita estaría en el pinar. -¿Por qué va a estar en el pinar? ¿La has visto pasar tú?

– Yo no la he visto, ñiño, yo no la he visto. Te he dicho que la dejes. En fin, haz lo que quieras.

La llamaron poco tiempo entre los pinos. Carlos con un frunce en el ceño no creía que Anita estuviese por allí. Martín le recordó cuántas veces él y Anita se habían escondido entre los pinos el año anterior y le habían hecho buscarlos.

– Eso era distinto. El año pasado todavía jugábamos al escondite. Anita no se ha escondido sola en el pinar, se aburriría… Ella tiene que haber pensado en otra cosa… Martín, ya lo tengo. Anita se ha escondido en la habitación de la torre. El otro día me dijo que quería esconderse en la habitación de la torre y vivir allí sin que nadie la molestara… Vamos a preguntarle a Frufrú dónde se guardan las llaves de esa habitación.

Frufrú explicó que ella no tenía la llave de la torre, que los guardas se habían quedado con aquella llave y que de ninguna manera se la darían a los chicos, que era mucho mejor que dejasen de pensar en tonterías.

Sin acabar de escuchar a Frufrú, Carlos echó a correr hacia la casita de los guardas con Martín a los talones. Llamaron mucho rato a la puerta y al fin salió el viejo Paco abrochándose los pantalones sobre la camiseta y con los rugosos pies descalzos. Habían interrumpido su siesta y el hombre se rascaba la cabeza entre los escasos pelos canosos como si no acabase de comprender lo que los chicos querían. Al fin explicó:

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