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– Fue cosa de Frufrú, que asustó a Mrs. Pyne diciéndole que yo mordía y que me daban ataques epilépticos.

– Yo conozco a Corsi y sabía lo que me hacía al prevenir a aquella señora. Bien, no me mires así, Corsi. Sé perfectamente que no eres capaz de desprenderte de Anita para siempre, pero sé que eres capaz de meterte en un lío de los más tontos si te ponen dinero en la mano cuando lo necesitas.

El señor Corsi se limpió los labios con su servilleta y bebió un poco de vino blanco y frío de su vaso en el que se reflejaba la llama de una vela.

– Este Martín pescatore puede creer todo lo que contáis.

– Yo no creo nada -logró decir Martín con tono entre alarmado y jocoso.

– ¿No crees nada, pescatore? Eres muy inteligente… Anita, hija, ¿sabes que me estoy cansando de esta negrura y de este ambiente de catacumba? Sobre todo cuando aparece la mucama esa vestida de negro y blanco. Tengo algo así como una impresión de sesión de espiritismo que me pone la carne de gallina. No me gustan las sesiones de espiritismo si no soy yo quien las organiza y preparo los trucos. Brrr, tengo hasta frío.

– Tomaremos el café fuera, bajo la sombra de los pinos, Corsi.

– Sí, sí. Estoy necesitando un poco de calor, la verdad. Calor y luz.

Anita se inclinó a Martín.

– ¿No crees nada? Papá puede decirte lo que le costó quedar tan amigo de Mr. Pyne y su señora cuando dijo definitivamente que no me daba a adoptar. Le costó regalarles una pareja de pekineses, unos cachorros preciosos que yo quería para mí. Mrs. Pyne quedó tan entusiasmada del cambio de mi adopción por la de los cachorros que estuvo animando a su marido a que nos alquilara esta casa porque papá entonces no sabía qué hacer con nosotros con todo eso de la guerra europea y de que él tenía que pasar el verano viajando entre Lisboa y Madrid… Así vinimos a la finca, porque además míster Pyne no quiso cobrar alquiler alguno. Él no piensa volver hasta que se pcabe la guerra en el mundo y parece que va a tardar mucho en acabarse, según dice papá… Dile a Martín si esta historia es mentira, papá.

– Pero, hija, a Martín no le importan nada estas crónicas familiares.

Martín, aunque ya sabía que los Corsi no toleraban preguntas directas, tuvo el raro atrevimiento de interrogar al señor Corsi en qué lugar del mundo habían conocido a míster Pyne.

– ¿Fue en Tánger, Frufrú?

– Primero le conocimos en Gibraltar, pero luego le encontramos otra vez en Tánger cuando tú no estabas. Los niños reconocieron un día a Mr. Pyne en la calle y fueron a saludarle.

– Martín, ¿te interesan los viajes? Ya veo que no has viajado nunca. Cuando tengas unos cuantos años más, digamos mi edad, te aburrirán muchísimo los viajes, pescatore.

– Papá está perezosísimo, casi no le reconocemos -dijo Anita-. Este año le daba pena dejar el piso de Madrid y meterse en el Palace, ¿verdad, papá?

– Sí, ha sido un sacrificio. Pero creo que tendremos un piso mejor este invierno. Tengo mis proyectos. No me gustaría salir de Madrid por ahora. Ah, no, necesito un poco de paz.

– Si no estuvieran esos demoños delante, Corsi, ya te diría yo cómo se llama la paz que tú necesitas ahora en Madrid. La única tranquilidad es saber que no te casarás. No puedes mientras esté yo cerca de ti como testigo.

– Estás hecha una vieja bruja descarada. Frufrú. Charlas por los codos y no piensas en que tenemos invitados.

Carlos tenía la cara enrojecida por la luz de las velas. Martín quedó asombrado al mirarle por la belleza de aquella cara de su amigo. Era como si la viera por primera vez. Y en aquel momento las facciones de Carlos estaban tensas. Con una voz un poco rara, contenida, empezó a interrogar a su padre:

– ¿Es cierto que no te puedes casar, papá? Entonces ¿es que no ha muerto ella? Tengo derecho a saberlo.

– ¿Ves, Frufrú, ves? He aquí tu obra… Carlos, no puedo casarme porque no quiero. Ésa es la única razón. Ya me he casado demasiadas veces y ya tengo bastantes complicaciones con vosotros, como bien sabe Frufrú. Ah, aquí está nuestra buena y simpática Carmen con el postre. Gracias, Carmen, es usted la amabilidad en persona.

Hubo un largo silencio hasta que Carmen salió del comedor, siempre grande, temblorosa y callada.

– Frufrú, hija -dijo entonces el señor Corsi-, tú que eres tan buena médium ¿no notas algo raro en el ambiente? ¿No te da miedo quedarte sola con los chicos en esta casa? Si no lo puedes resistir ponme un telegrama y os vendré a recoger inmediatamente.

– Son las velas de Anita, Corsi. No empieces con tus fantasías. Abre la ventana, Carlos, que nos acostumbremos a la luz.

Efectivamente -el señor Corsi sonrió al abrir Carlos las maderas de la ventana-, efectivamente, la idea de Anita fue un poco macabra. Además estas velas humean mucho… Este invierno, Anita, si, como espero, salen las cosas bien, podrás desplegar tu fantasía cuando demos alguna cena, pero con velas de cera perfumada y no de éstas. No te entristezcas, guapa. La mesa estaba bonita, sólo que yo sentía algo por dentro cuando venía esa mujer a la luz de las velas… ¿Estáis seguros de que le rige bien la cabeza a esa Carmen? Tiene un ojo un poco extraño. El izquierdo. Es un síntoma de desequilibrio… Martín, en cambio, me gusta mucho. Creo que habéis hecho una buena adquisición con Martín. Encaja perfectamente en la Familia. Encaja mejor en nuestra familia que en la suya propia… ¿Eh, pescatore?

Martín sonrió, azorado.

– Bien, Martín, figlio, no tomes a ofensa lo que he dicho. Tu casa es encantadora, pero me parece que te sientes más a gusto aquí. Adivino que no te interesan los bebés y tu casa parece llena de bebés… Oí llorar a uno todo el rato mientras estuve allí.

– Uf, claro que se siente a gusto con nosotros Martín. Todo el mundo se siente a gusto con nosotros y este martín pescador está bouche bée desde que le conocimos. Yo en cuanto le vi con su cara de pájaro le dije a Carlos que le quería por amigo. Carlos se opuso muchísimo. Sí, sí, Carlos, te opusiste y este año en cambio no hacías más que hablar de martín pescador cuando supiste que veníamos a Beniteca. Puedes estar orgulloso, Martín.

Y Martín se sintió orgulloso en efecto. Incapaz de razonar claramente. Feliz tan sólo de estar con todos ellos. Feliz también cuando salieron a la finca y se sentaron alrededor de una mesita junto al balancín y bajo la sombra del pino más cercano. El señor Corsi se sentó en el balancín con Frufrú a un lado y Anita al otro y Martín y Carlos en dos sillas de hierro frente a ellos. El señor Corsi pasaba un brazo por el hombro de Frufrú y otro por el de Anita y a veces atraía a una o a otra hacia él en una caricia fraternal.

– Cuídame a esta loquilla Frufrú. Aunque si es verdad lo que me ha contado el teniente Soto no me da cuidado alguno lo que hace en este pueblo. Nada más sano que subirse a las tapias de los huertos y robar fruta. Fue mi sueño dorado cuando niño. Pero sólo pude robar fruta en las fruterías, nunca me llevaron al campo. Ah, qué tiempos aquellos…

– Este verano no pienso robar fruta, papá. Este verano pienso buscarme un enamorado.

– Como no te enamores de Paco el guarda o de Martín…

Carlos se reía, a un tiempo despectivo e inquieto.

– Julieta tenía doce años o cosa así cuando se enamoró Romeo de ella, ¿verdad, papá? Yo estoy resultando una vieja solterona ya sin que me pasen aventuras.

– Bien, haced lo que queráis -dijo el señor Corsi bostezando-. Yo voy a dormir un poco de siesta. Lo necesito. El olor del pimentero no me dejó dormir anoche.

– ¿Qué pimentero, papá?

– El jazmín, efebo mío, el jazmín que trepa por las paredes de esta casa es un pimentero. Da su olor cuando cae la noche. ¿No lo habéis notado?

Un rato más tarde Martín y Carlos estaban solos. Habían trepado a un pino acomodándose entre las ramas. Carlos tenía la esperanza de que Anita viniese a buscarles y de poder hacerla rabiar un poco hasta que les encontrase. Martín dijo pensativo:

– ¿ Por qué te llama tu padre de esa manera tan rara: efebo?

– Ah, no sé. Cosas de papá. Me lo ha empezado a llamar este invierno y me lo seguirá llamando hasta que se le quite la costumbre… ¿Has visto qué tonta se vuelve Anita cuando la mima mi padre? Ha dicho que quería estar sola esta tarde hasta que se levante papá de la siesta y es tan cabezota que estará en su cuarto, aburrida, antes de dar su brazo a torcer y venir con nosotros. Me estoy aburriendo yo también aquí. Hace mucho calor.

Martín acomodado en aquella horquilla del árbol dominaba un paisaje de ramas rojizas y cielo intensamente azul. Respiraba el olor de los pinos envuelto en el canto rasposo de las chicharras. Y se sentía muy bien.

– ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí? ¿Qué falta nos hace tu hermana? Ninguno de mis amigos del instituto van nunca con sus hermanas. Ya sabes cómo se vuelven las mujeres cuando crecen. Creo que los hombres nos entendemos mejor solos. ¿Qué te parece? ¿nos vamos sin esperarla?

Carlos volvió hacia Martín su cara pensativa con un ligero frunce en la frente, tan lisa otras veces.

– No. No nos vamos.

Martín consideró a su amigo desde el fondo de sus oscuros ojos con una mezcla de compasión y de ternura que sin embargo no lograban quitarle la admiración que sentía hacia él. No protestó y esperó pacientemente a que Carlos decidiese lo que tenían que hacer aquella tarde.

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