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– Estás malo, chico. Vamos a descansar. Estás malo.

– No, si descansamos no llegaremos. No hables. Aprieta los dientes como yo. Ahora llegamos. Vamos, no te pares.

– No vale la pena Anita. ¿Qué importa si está con Pepe? Volvamos, Carlos, tú estás malo.

– Sigue, cobarde, sigue.

Y ya no hablaron más. Sólo existía el polvo blanco, cegador, el ritmo de la marcha y el dolor del hombro de Martín donde Carlos se apoyaba. También aquel gemido entre dientes de Carlos que era ya como un acompañamiento necesario. El gemido de Carlos era el gemido de Martín también. A Martín -sin pensamiento alguno en la cabeza, sólo con el objetivo constante de dar un paso detrás de otro paso- la sensasión de que él y Carlos eran un solo cuerpo en aquella caminata le causaba una pesada embriaguez. Arrastraba aquel cuerpo dolorido y grande y tenía que arrastrarlo hasta el fin del mundo sin desmayo. No había más. El polvo con el sol encima y sus pasos uno detrás de otro. Nada más.

Cuando llegaron al pueblo Martín no podía creerlo. Le pareció un espejismo aquel pueblo de muros encalados y casi le dio mareo el filo de sombra en la calle estrecha que subían hasta llegar a casa de don Clemente. La frescura del zaguán era increíble. Martín agarró la cadena de la campanilla y tiró de ella furiosamente. Le pareció que tiraba de ella mil veces. Una mujer vieja con flores en el moño llegó corriendo. Y otra mujer joven. Y otra más. Todas llevaban delantal.

Carlos estaba apoyado por el lado del brazo sano en un rincón del zaguán. Jadeaba. Tenía los ojos enrojecidos, la cara negra de polvo y de sudor y se acercó a la cancela como un borracho.

– Mi hermana -dijo-, Anita.

– Díganle a don Clemente que venga. Mi amigo se ha caído del tejado de su casa. Está malo. Que venga don Clemente.

No entendían las muchas palabras que decían a la vez todas aquellas mujeres. Martín captó algo de que don Clemente dormía la siesta a aquella hora y Carlos, las palabras de la más vieja de las criadas que quería echarlos, diciendo que allí no había hermanas de nadie. No abrían la cancela del patio. Hablaban todas a la vez. Carlos, con la cara entre aquellas rejas de la cancela, dio dos gritos terribles.

– ¡Ana!… ¡Anita!

Y después sucedió algo espantoso a los ojos de Martín. Las rodillas de Carlos se fueron doblando hasta que el chico quedó arrodillado en el suelo junto a la verja aquella, gimiendo y como inconsciente.

Se oyó el ruido de una ventana del corredor que se abría. Las mujeres franquearon la cancela entonces, asustadas. Y Anita apareció en el fondo del patio.

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