– Nunca creí que vendrías… Micaela tampoco lo creía… Tenía que confiarme a ella, ¿comprendes? Es una mujer muy discreta. Pero es mejor que cerremos la ventana, Anita, es mejor. Pueden oírnos.
– ¿Y qué importa? ¿Es que te prohiben recibir visitas? Martín me dijo que había pasado aquí una tarde contigo.
Pepe tenía una sonrisa difícil. Se acercó a Anita, pero ante la curiosidad, la sonrisa y la frialdad de los ojos de la chica, se detuvo. Anita dio media vuelta y se acercó a la librería empezando a curiosear con la nariz pegada a los cristales. Pepe tuvo una idea repentina y corrió hacia la ventana cerrándola completamente, cristales y maderas. En la oscuridad oyó la indignada voz de Anita.
– ¿Estás loco? ¿Cómo quieres que veamos así?
Pepe, parpadeando en la oscuridad, pero fiado en sus conocimientos de la habitación, rodeó la mesa para alcanzar a Anita. Se dio un fuerte golpe con una silla y la silla cayó al suelo con estrépito. Pepe quedó con las manos levantadas y una expresión de horror que Anita no pudo ver aunque, poco a poco, con el pequeño rayo de luz que penetraba por las juntas de las maderas, los muebles iban tomando su forma ante las pupilas ya acomodadas a la semipenumbra. Anita, decidida, dio la vuelta a la mesa por el otro lado y se dirigió a la ventana abriéndola de par en par.
– Bueno, basta de bromas. Toda mi familia padece de claustrofobia. Nos gusta respirar. Una vez que cerré yo las ventanas y encendí unas velas para que hiciera más bonita la mesa, papá casi se muere del susto el pobrecito… Ah, voy a beber mi vaso de agua. Hemos armado tanto jaleo que lo había olvidado.
Se sentó junto a la mesa y bebió golosamente. Después sonrió a Pepe, que estaba de pie al otro lado mirándola detrás de sus gafas.
– Estás temblando como un flan, hijo mío. Bueno, vamos a ver, siéntate… Nunca he querido aprender latín y estoy arrepentida. Ese Santo Tomás debe ser muy importante aunque nunca había oído hablar de él hasta que tú me enseñaste ese libro en la playa. Este invierno cuando me encontré con que nos echaban del Liceo a Carlos y a mí y papá nos puso un profesor en casa, no hice más que reírme del profesor. Carlos me ayudaba. Pero yo tenía remordimientos, ¿comprendes? Yo quiero ser actriz, pero no una actriz cualquiera. Y una actriz debe saber de todo lo importante. Incluso de filosofía… Este invierno ni siquiera hemos aprendido inglés. Una lástima. No queríamos más que subir a la Sierra a esquiar… ¿No te gusta la nieve? Lo pasábamos muy bien, pero en realidad no hablábamos de nada interesante con nadie y nuestro profesor no hacía más que decirme eso hasta que se me metió en la cabeza. Es un sabio, un judío emigrado, ¿sabes? Le llamábamos nez rouge porque tenía la nariz como una zanahoria. Es muy viejo y cuando Carlos y yo le colgábamos muñequitos de papel a la espalda y nos reíamos tantísimo de él, hasta lloriqueaba. Pero qué cosas ocurren. De tanto reírme del pobre nez rouge empecé a meditar sobre la sabiduría y lo intelectual y he decidido volverme un poco sabia yo también. Si encuentro un sabio joven y guapo será mi primer amante.
Pepe con las piernas flojas había acabado por sentarse al otro extremo de la mesa. Y a medida que Anita hablaba, con la mejilla apoyada en la mano, Pepe se iba tranquilizando. Al fin la mano del muchacho que había avanzado sobre el tablero alcanzó el brazo de Anita cuyo codo estaba apoyado en la mesa. Anita miró hacia los dedos de Pepe, que empezaban a acariciar su brazo, con verdadera curiosidad. Luego apartó el brazo de allí.
– ¿No… no has estado con ningún hombre todavía?
La voz de Pepe era muy ronca.
– ¿Que si no he estado con ningún hombre?… ¡Uf! No hago más que estar con hombres. Tengo montones de enamorados y hay un hombre que no se separa de mí ni de noche ni de día: el pesado de mi hermano. Ya ves si tengo costumbre de estar con hombres.
– Pero no me harás creer que no eres una mujer experimentada… No hay más que verte… Estás jugando conmigo.
– Sí -Anita sonrió con complacencia-, me gusta jugar con mis enamorados. Pero no creas que es tan fácil que yo conceda mis favores. Primero tienen que ganárselo. Y yo quiero saber de una vez si es que tú eres inteligente o es que haces comedia. Haz el favor de explicarme por qué es tan interesante Santo Tomás en filosofía… Y bueno, podríamos empezar por el principio. Podrías empezar por explicarme de una manera clara y simple qué es eso de la filosofía y para qué sirve… Quiero dejar bouche bée a mi querido nez rouge este invierno.
Martín no supo nunca cómo había retrocedido por el tejado, cómo alcanzó de nuevo la rama del pino grande y llegó al tronco del árbol, se deslizó por aquel tronco hasta tierra y corrió hacia el lugar donde Carlos había caído. Carlos estaba ya en pie entre Frufrú y Carmen. El viejo guarda llegaba en aquel momento, corriendo desde su casa. Frufrú decía una cantidad enorme de palabras sin sentido, sacudía la tierra del pantalón de Carlos y al fin le hizo sentarse en un escalón de la puerta trasero de la casa.
– Me voy, demoño, me voy de aquí. Te dejo, te abandono como me des otro, susto… ¿Qué te pasa? Tienes cara de estar malo. ¿Has caído mal?… Carmen, traiga agua para este ñiño.
Carlos se dejaba sacudir la tierra del pantalón y se miraba las manos ensangrentadas. Bajo la rojez superficial de la piel de su cara quemada por el sol, Martín notaba manchas blancas. Una palidez que le asustó.
Frufrú dio un vaso de agua al muchacho y Carlos se enjuagó la boca antes de beber un sorbo y el agua que escupió estaba sanguinolenta. Frufrú se empeñó entonces en mirar la boca de Carlos por dentro, a ver si le faltaba algún diente.
– Anda, anda ya, demoño. No tienes nada. Entra a lavarte las manos y tú también, Martín. ¡Cómo os habéis puesto, diablos de los infiernos!
Martín observó a Paco el guarda que había encontrado el trozo de reja, caído en tierra, y lo tiró con un fuerte impulso hacia el pinar. Carlos miraba a Martín como alelado.
– Anita no está arriba…
– Te dije que no.
– A lavaros, a lavaros en seguida. ¿Puedes levantarte, ñiño? ¿Te has hecho daño en la pierna?
– No hay nada, Frufrú. Un arañazo. Ya estoy bien. Martín, ayúdame un poco… ¿Está ella en el pueblo, Martín?
– Sí, está en el pueblo.
Frufrú echó agua abundante desde un jarro al lavabo del cuarto de baño y se empeñó en lavar ella misma las manos de Carlos y los brazos y luego con cuidado, porque el chico protestaba, pasó un algodón con agua oxigenada por las heridas.
– ¿No te duele nada? Cámbíate de ropa.
– No. Ahora mismo salgo corriendo por ahí. No te preocupes.
Al fin Frufrú consintió en dejar a Carlos y a Martín solos en la leonera. Carlos medio echado en el diván y Martín sentado a su lado. Cuando Frufrú se marchó Martín pudo contarle a Carlos sus sospechas y lo que creía de que Anita se había visto con Pepe en la playa aquellas últimas mañanas.
– Pepe siempre quiere que se le vaya a ver a primera hora de la tarde en su cuarto. Es una habitación que tiene para dormir la siesta y para trabajar, porque por las noches duerme en una alcoba del piso alto, cerca de sus padres. A mitad de la tarde, cuando cae el sol, Pepe sale de paseo con otros amigos del pueblo y van a beber por las tabernas. Pero ahora está allí.
– Vamos -dijo Carlos.
Al incorporarse lanzó un gemido.
– ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes en el brazo?
– Nada, arañazos. Duele un poco pero no importa.
– Se te está hinchando, Carlos.
– No quiero que lo vea Frufrú. Se asusta mucho y alborota. Se me pasará. Vamos al pueblo.
– Es que cojeas también.
– No es nada. El brazo es el que parece más muerto y cuando roza con algo duele. Pero se me pasará. Además -sonrió con esfuerzo-, si Pepe es el hijo del médico y Anita está allí, ningún sitio mejor para que me curen si hace falta. ¿No te parece? No llames la atención de Frufrú sobre mi brazo y no le digas a dónde vamos, ¿eh? Frufrú es muy vieja y terminaría por padecer del corazón, la pobre.
– Eres un tío valiente tú.
– Quiero encontrar a Anita.
– Le vas a dar un susto de aúpa.
– Eso quiero. Es una idiota… No me roces el brazo, oye… Así, me apoyaré un poco en tu hombro por el otro lado.
Frufrú y Carmen estaban en el vestíbulo cuando salieron los dos chicos. Carmen sollozaba con el delantal sobre la cara sentada en una silla y Frufrú parecía al acecho. Carlos se echó a reír para tranquilizarla.
– Bueno, no pasa nada. Atiende a Carmen, Frufrú. Parece que a ella le ha hecho más daño que a mí mi caída.
– Estoy mala, sí, señorito, estoy mala.
– Bueno, Frufrú, guapa, no me mires así que no pasa nada. Martín y yo nos vamos un poco al pinar. Dame un beso, guapa. No pasa nada, te digo.
Frufrú les vio salir de la casa, muy pensativa. Pero, efectivamente, Carmen necesitaba más cuidados que Carlos según le pareció y se dedicó a consolarla.
– Demoño, no llore usted le digo. El ñiño es de goma. Ha hecho cada disparate en su vida… Si le duele la pierna ya volverá. Y usted no chille tanto, mujer. Vamos a hacer un poco de té. Ya sé que a usted no le gusta, pero le sentará bien. Nos sentará bien a las dos. Aquí no consigo hierba mate. La hierba mate le gusta a todo el mundo, pero hace qué sé yo el tiempo que no la pruebo. Bueno, a callar. Vamos a la cocina.
Carlos se apoyaba en el hombro de Martin, pero efectivamente iba andando con más soltura según se alejaban de la casa. En la carretera dijo que llevaba el brazo como muerto.
– ¿No quieres que volvamos?
– No, quiero encontrar a Anita. Te juro que me las paga.
Martín empezó a hablar un poco inconexamente de lo que la gente del pueblo hablaba de Anita y cómo él se ponía negro cada vez que su madrastra decía barbaridades, pero que la culpa era de Anita por no saber vivir entre la gente.
– Mierda -dijo Carlos-, me cago en el pueblo y en lo que diga la gente. Lo que quiero es que la idiota esa se dé cuenta de lo que ha hecho conmigo.
La carretera parecía mucho más larga que otras veces y ellos andaban penosamente. El sol y el polvo los envolvía.
A un lado se extendían los pedregales grises y al otro la playa envuelta en la calina y el mar gris también a fuerza de luz. Carlos sudaba como nunca había sudado en sus correrías de por la tarde. El sudor de Carlos traspasaba su camisa, le mojaba la cara y se quedaba en gotas brillantes entre el vello rubio del bigote y las mejillas. El sudor de Carlos empapaba a Martín también.