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– No -Martín estaba asustado-. El otro médico, no. Ha dejado morir a una mujer que iba a dar a luz. Lo contó mi padre. Está siempre borracho.

Anita seguía pensativa acariciando a Carlos.

– Debí de haberle tirado el florero a la cabeza al granujiento ese cuando me besó. Pero tuvo su castigo. Intentó cogerme en brazos y no pudo.

– ¡Juiiiiip! ¡Arre, Lucero!

– Te dejaste besar.

– No, tonto. Sólo un poco… No sabe nada de filosofía. No sabe latín. Todo es cuento.

– Te dejaste besar.

– ¡Pero si tampoco sabe besar! Es un idiota el tipo ese… Tú, quieto ¿Te duele mucho? Ya llegamos.

Fue Martín quien se bajó de la tartana para abrir el portón y luego el cochecillo inició la subida por el camino entre los pinos. Carlos maldecía. Anita tenía un ceño severo. Y Martín no podía olvidar aquel armarito de instrumental de don Clemente, el diván de reconocimientos forrado de hule de color blanco tirando a amarillo, y aquel olor y las manos afiladas de don Clemente y aquella doña María, tan distinta de la abuela María, pero también vestida de negro. Y Pepe huyendo por detrás de las criadas. Y la bofetada de doña María en la cara de Anita.

Más tarde, paseando por una sala oscura con muebles enfundados, tuvo ganas de llorar esperando a que Frufrú, Carmen y Anita acomodasen a Carlos en su cama. Anita apareció de repente a su lado, mientras Carmen pasaba hacia la cocina con una palangana llena de agua sucia y una toalla al brazo. Martín estaba mirando a Carmen cuando Anita le dio un pellizco en el brazo.

– Espabila, tonto. Ahora entraremos a ver a Carlos. Espabila. No pasa nada… ¿Tú eres el que siempre estas hablando de ir a la guerra? ¿Y el que sabe manejar la pistola de tu padre? Pues sí que sirves para un momento de apuro tú.

Frufrú no había querido instalar a Carlos en la leonera, sino en su propio cuarto, en la cama que el año anterior ocupaba Anita. Carlos estaba muy pálido cuando entraron a verle y Frufrú le daba una aspirina y le hacía beber agua. Martín sentía en la nariz el olor a desinfectante de la clínica de don Clemente y se notaba malo.

– Estamos demasiado bien educados -dijo Anita-. Estamos demasiado bien educados para lo que se usa en este pueblo.

– He visto más de una rotura de huesos en el circo -explicó Frufrú muy nerviosa, atrepellando las palabras que no podía contener, aliviándose al hablar-, no es nada una rotura de huesos. Yo le pondría un telegrama a Corsi, si Corsi sirviera para algo en las enfermedades… Pero Corsi para estas cosas es una calamidad… Ah, qué demoños estos, en qué apuros me ponen.

Anita se acercó a Frufrú y empezó a besarla.

– No te preocupes, pobrecita. Ya sabes que a papá le dijeron que ese don Clemente es muy buen médico. No te preocupes de nada y no le pongas telegramas a papá. Es mejor ponérselo cuando Carlos esté ya bueno.

Frufrú paseó un poco por el cuarto, luego se sentó en la cama vacía junto a la de Carlos, suspiró y empezó a hablar como si contase un cuento.

– Una vez el león Bermello arrancó el brazo al domador. Nadie se lo pudo explicar nunca, porque era el león más viejo que habíamos tenido. Creíamos que no tenía dientes ya… Para mí fue el destino… El domador era un buen mozo que se llamaba Serginaz, yo era joven y me tenía loca aquel Serginaz. Bermello fue mi salvador.

– ¿Mataron a Bermello? -preguntó Carlos.

– No, los mozos le redujeron con mangueras de agua para sacar de la jaula a Serginaz. No ocurrió en la función, sino una mañana, durante el ensayo del número. Era magnífico aquel Serginaz con sus bigotes y aquella mañana, aunque no llevaba su chaqueta roja, toda la camiseta la tenía roja de sangre.

– Frufrú, Carlos se pone pálido cuando hablas de esas cosas.

– Pero si no fue nada triste, ñiños míos. Para mí fue el destino… Frufrú era entonces joven y bonita, cruzaba el alambre vestida de mariposa, pero Frufrú estaba dominada por Serginaz y por la terrible Maricka, la mujer de Serginaz. Estaba dominada igual que Bermello el león. Frufrú lavaba, Frufrú planchaba para Maricka, Frufrú callaba siempre, Frufrú no tenía dinero y aquel Serginaz dominaba a Frufrú como a los leones y a los tigres… Pero aquel día, hijos míos, cuando Bermello se rebeló, Frufrú se sintió liberada. Corsi pretende que es por la carta que él me había escrito. Pero no es verdad. Corsi estaba muy lejos, al otro lado del país, y la carta la tenía yo cosida a mi falda y no me había hecho efecto ninguno… Fue cuando se llevaron a Serginaz al hospital cuando yo recobré mi antiguo valor. Estábamos en Texas entonces, niños míos, y era difícil escapar. Pero yo acudí al anuncio de un periódico donde una señora pedía doncella y encontré a Peggy, que paraba en el mejor hotel de la ciudad. Si vierais qué mal me entendía yo en inglés… Pero Peggy habla español mejor que yo y le hice muchísima gracia. Arregló todos mis papeles y me llevó al rancho, porque aquel año quería vivir en el rancho. ¡Ah, ñiños, qué aventura! Nunca más volví a ver a Serginaz ni a Maricka. Y unos meses más tarde Corsi se presentó en el rancho, tan elegante. Eso lo ha tenido siempre Corsi, siempre ha parecido millonario de aspecto. Así conoció Corsi a Peggy, todo por aquel viejo león que le arrancó el brazo a Serginaz… ¡Y yo que siempre he querido tranquilidad!… Y ahora tú, mi Carlos, amor mío, tienes tu brazo enfermo… Pero yo no te abandonaré. No, no. Frufrú no te abandona.

En aquel momento entraron Carmen y Paco el guarda en la habitación. Quedaron de pie junto a la puerta balbuceando disculpas. A Martín le pareció que oscurecían el aire ya oscuro de aquel cuarto.

– Doña Frufrú, con perdón de usted, aquí mi padre piensa que la señorita Anita podría acompañarnos a telefonear para que trajeran una ambulancia y todos ustedes se fueran con el señorito Carlos a Murcia o a Alicante a que le curen…

Carlos se excitó entonces.

– ¡Échalos, Ana, que se vayan! Quiero estar solo con vosotros y que Frufrú me cuente cosas. No quiero ninguna ambulancia.

Cuando los guardas iniciaron la retirada, Martín se levantó también, aturdido por aquel olor a desinfectante que se le había quedado dentro de la nariz y aquella obsesión del instrumental de don Clemente cruzada ahora por otra imagen: la imagen de Frufrú con alas de mariposa bailando en una cuerda tendida a través de la clínica, sobre la cama de reconocimientos. Martín se restregó los ojos.

– No te vayas, martín pescador -dijo Anita-, tú eres de la familia.

Martín sintió una oleada de gratitud y se quedó en el cuarto, sentado en su rincón otra vez, pasando sus largos dedos por la mejilla huesuda de arriba abajo, de abajo arriba, una vez y otra. Volvió a escuchar a Frufrú que en seguida cogió el hilo de la conversación y escuchó los rumores de la tarde fuera de la ventana entornada y los ojos se le llenaron de aquellas sombras de la habitacion, de la figura de Anita sentada en la cama de Carlos, de la cabeza de Carlos sobre la almohada y de sus hombros y torso desnudos hasta el embozo de la sábana.

– Cuéntame cómo conoció papá a mamá.

– Pero si ya lo sabes, ñiño mío. Sucedió cuando encontramos las variedades Aldao y nos contrataron porque el director era mi primo. No era un circo. Era, como digo, una compañía de variedades. Ni leones, ni tigres, ni elefantes… Allí no había nada. Unos cuantos equilibristas, los payasos, los perros amaestrados y aquella pequeña que acababa de perder a su padre y a todos nos daba lástima aunque bailaba tan bien. Acababa de llegar de España y perdió a su padre, figuraos. Ella tenía muchas ambiciones, quería ser bailarina de verdad, pero mientras tanto hacía un número en la compañía y gustaba mucho, sabía moverse muy bien y mover aquella falda de volantes que tenía. A Corsi se le antojó en seguida que formase parte en nuestro número. Ya sabéis, a mí me cortaba por la mitad y después aparecía entera… Yo no tenía ganas de complicaciones con aquella Mari Pepa, pero ella era capaz de robar el corazón tanto a hombres como mujeres. Hablaba con un acento andaluz que era graciosísimo y era muy bonita. No tan guapa como Carlos, pero con más gracia en la cara. Una andaluza rubia, graciosa como ella sola. Tenía muy mal genio y mucha gracia. Dormía conmigo en el carromato y en seguida me preguntó si yo era amante de Corsi. Yo le aconsejé que no se enamorase de Corsi porque le conocía desde pequeño y jamás le había visto enamorado a él, aunque sí encaprichado varias veces. «Le he visto rico y pobre, casado y soltero, pero enamorado nunca», le dije. Y ella se enamoró en seguida. Y lo gracioso es que Corsi se enamoró también, aunque yo no podía dar crédito a mis ojos cuando le vi enamorado. Ya lo sabéis todo. Mari Pepa no tenía más edad que Anita tiene ahora. Nos escapamos los tres una noche sin más explicaciones cuando se recibió el dinero de Peggy y nos marchamos a Buenos Aires. Eso fue todo.

– Pero se casaron.

– Claro que se casaron, ñiño mío. Se casaron.

– ¿Y cómo murió ella, Frufrú? Nunca queréis decirme cómo murió ella.

Martín se sentía enfermo, enfermo y lleno de interés. Con la boca seca escuchando.

– Ah, ñiño, no se debe hablar de muerte. Corsi no quiere que se hable de muerte. Yo le he jurado que no hablo de eso. ¿Verdad, Anita, que tú tampoco quieres oír hablar de esas cosas?

– Carlos está malo y le duele mucho el brazo, Frufrú, y tú le estás poniendo dolor de cabeza con esos cuentos. Además, Frufrú, no debes decir esas cosas delante de Martín. Aunque a Carlos le guste pensar que mamá fue una bailarina, tú sabes muy bien que mamá era hija de un conde español y de una princesa rusa. Tú sabes muy bien que todo eso del circo son tonterías, pero Martín puede creérselo porque es muy tonto… Ay, en fin, yo sólo pienso en mi venganza esta tarde.

– ¿Qué venganza, demoña?

– Una venganza… Quizá Martín tendrá que robar la pistola de su padre para ayudar a mi venganza.

– ¡Qué disparate! Martín es un ñiño bueno y no robará ninguna pistola… Martín, no hagas caso a estos demoños.

Anita empezó a reír con suavidad. Soltó la mano de Carlos que tenía cogida y fue a abrazar y besar a Frufrú.

Las horas o los minutos o lo que quedara de aquella tarde se mezclaron en un remolino oscuro para Martín. Estaba muy cansado cuando salió al fin al aire libre de los pinos. No se molestó en salir por el portillo trasero, sino que cruzó lentamente el pinar, con sus manchas negras y sus manchas blancas de luna y el crujido de la pinocha bajo los pies y el olor a resina y las bocanadas de olor a jazmín. Trepó por el muro y saltó la tapia. Le dolían los huesos y la cabeza y le parecía que todo su cuerpo estaba impregnado de sudor y del olor a desinfectante de don Clemente. La idea de que el señor Corsi hubiera trabajado alguna vez como ilusionista partiendo a Frufrú por la mitad, le parecía fantástica. Pero no era más fantástica aquella idea que la imagen enlutada de doña María, con su cara crispada de rabia, dando una bofetada a Anita. Y aquella madre de Anita y de Carlos de la que se había hablado por primera vez de una manera directa aquella tarde, resultaba una andaluza rubia con faldas de volantes. Y tan joven como Anita. Pero Anita no era rubia. Martín siempre había pensado que la madre de Anita y Carlos tenía que haber sido una gran señora.

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