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La mecedora de Adela quedó balanceándose en el porche al empuje de Anita. El recibidor con su tresillo de mimbre y sus sillas duras apareció en la penumbra, un arco lo separaba del comedor que estaba lleno de muebles barnizados muy nuevos y pretenciosos; afortunadamente el comedor estaba a oscuras, sólo brillaba en un rincón la bandeja moruna y encima la tetera labrada. Entonces Anita dijo:

– ¡Extraordinario!

Y Carlos repitió:

– ¡Extraordinario!

Martín estuvo a punto de lanzar la misma exclamación. En realidad ninguna de aquellas cosas conocidas resultaban las mismas cosas de todos los días. La panoplia con armas moras que adornaba la pared del recibidor, resaltaba con un aire especial, el aire oscuro de la casa -las maderas cerradas de las ventanas parecían incendiadas por fuera, con una llama que se metiese por las junturas-, el olor a lejía de la limpieza general hecha recientemente, el jarro con geráneos en el centro de la mesa que no tenía puesto el hule, sino un gran tapete de ganchillo aquella tarde; todo resultaba distinto. Y la vergüenza desapareció, se hundió en algún lugar del espíritu de Martín y no volvió a salir.

Anita dio otro grito en la cocina. Carlos fue más expresivo.

– ¡Caramba, cuánta comida! Ana y yo estamos hambrientos. ¿Verdad que llevamos siglos hambrientos?

Martín descubrió las fuentes con aire de potentado. Anita se precipitó a las croquetas, Carlos metió en su boca, en dos mordiscos, un huevo relleno.

– Hum, el aceite es malo.

– Sí -dijo Martín-, es muy malo.

Cada uno de ellos llevaba una empanadilla en la mano cuando subieron la escalera de cemento camino de la azotea.

– Es fea esa torrecilla. No va con el estilo de la casa. Y esos vidrios de colores, ¿habéis visto algo más feo? Sin embargo, dentro, con la luz hace un efecto… Ya veréis.

– Ya lo conozco. Ah, mira, Ana, han puesto una cama aquí. ¿Es tu cama, pescador?

Anita suspiró.

– ¡Qué suerte! La torre del inglés está cerrada. Al llegar le pedí a la guardesa que cogiera otra habitación de la casa para guardar los tesoros de míster Pyne, pero no me hizo caso y la torre sigue cerrada. ¿De modo que tú vives aquí?

Anita se tumbó un momento sobre la cama de Martín y la cara se le coloreó de rojo y azul por el sol que venía de la ventanilla de poniente.

– La cama es dura -criticó.

En un momento, el cuarto transformado. Aquel grandón de Carlos se subió en los baúles. Sentado en el más alto sacó una armónica del bolsillo y trató de encontrar la melodía de «Chaparrita». El intento no duró. Anita, de pie sobre la almohada de Martín, miraba mientras tanto por el ventanillo del este.

– Es como si tuviéramos gafas de colores. ¡Extraordinario!

Martín tenía en las manos su álbum de dibujos. No sabía qué hacer con aquel álbum. Estaba deseando que ellos se fijaran y no sabía qué hacer al mismo tiempo. Acabó tirándolo sobre la cama y subiendo también él a lo alto de los baúles. Pero Carlos abandonó su sitio en aquel momento y se precipitó sobre la cama, sobre el álbum, abriéndolo tal como había deseado Martín, que se notó sofocado. Recogió la armónica de Carlos, le limpio la saliva del chico aquel y trató de sacar algún sonido del instrumento, con sus ojos fijos en el álbum de dibujo entre las manos de su amigo.

Anita ahora también miraba. Pasaban las hojas los dos hermanos, miraban. Pero no decían nada. Estaban de rodillas en la cama con las cabezas juntas -la morena y revuelta de Anita, la rubia y bien marcada de Carlos- mirando. Pero se cansaron y tiraron el álbum. Corrieron a la azotea cogidos de la mano y se detuvieron en el borde que miraba hacia la finca del inglés.

– Es raro; no se ve la casa.

– Míster Pyne debía de ser espía para estar tan oculto.

– Ese viejo arrugado qué va a ser espía.

– ¿Conocéis vosotros al inglés?

Martín ya estaba junto a ellos, anhelante. Decepcionado por el desprecio a su álbum y olvidando ya el desprecio.

– Sí -dijo Carlos-, le conocimos en Tánger.

– No -dijo Anita-, le conocimos en Gibraltar.

– Ana, recuerda que fue en Berlín.

– Carlos, recuerda que fue en la Patagonia.

– Anita, íbamos en el Zeppelin durante nuestra vuelta al mundo.

– ¡Aquel cigarro puro! ¡Lo recuerdo!… Este martín pescador ni siquiera ha montado en avión, no hay más que verle la cara.

Estaban ahora representando una comedia mirando a Martín. Y Martín intervino:

– Estáis equivocados. He subido a un bombardero durante la guerra. Iba con mi padre: era un Yunker… Tirábamos las bombas y las veíamos caer como pelotas. Estallaban. Volábamos cabeza abajo muchas veces.

Los otros se miraron. Anita frunció el ceño.

– No se llaman así los aviones. No se llaman como has dicho.

– ¿Yunker? Sí, estoy bien seguro.

Y entonces se rieron los tres. De esta manera Martín había entrado en el juego. Lo divertido no eran los disparates, sino la manera de decirlos. Pero Carlos no estaba contento.

– Oye, tú, pescador. Si quieres ser amigo nuestro tienes que ser pacifista como nosotros. No nos gusta la guerra y al que le guste la guerra lo matamos. De modo que no te pongas con muchas, porque luchando cuerpo a cuerpo te pulverizo.

– Bueno -dijo Anita-, ¡pulverízalo!

Martín se puso en guardia. Reunió dentro de él toda su excitación y energía para la lucha. Carlos, quieto aún, dándose masaje en los brazos, le insultaba entre dientes.

– Sale béte, poule mouillée.

Martín decía interiormente: «Vamos, guapo. A ver qué te crees», pero de su boca no salía un sonido. Apretó las quijadas al mismo tiempo que su labio superior dejaba ver un filo de sus dientes blancos.

Anita en aquel momento se puso entre ellos y los separó antes de que hubiesen comenzado.

– Dejadlo ahora… Aún no hemos visto todo. Vamos abajo.

Carlos lanzó una especie de grito guerrero cuando bajaba las escaleras. Martín gritó también. Anita hizo bocina con las manos: «¡Locoooos!» Y su grito resonó más que el de ellos.

Ya no razonaban. Ahora no hacían más que correr alrededor de la mesa del comedor y luego atravesaron el recibidor, tropezando con los muebles, lanzándose al pasillito estrecho y asomando a lo que iba a ser el salón de Adela y aún no era nada, sino el reino de un pequeño tresillo forrado en terciopelo oscuro con flores estampadas. En el lavabo, Carlos cogió la brocha de afeitar de Eugenio Soto, la mojó en agua y la embadurnó de jabón. Después persiguió con aquella brocha a Martín y a su hermana.

Martín conectó la luz de la alcoba de su padre. Se encendió la lámpara central y las velas del tocador que estaba lleno de frascos de vidrio decorado con purpurina.

– Merde! -dijo Anita, añadiendo incongruentemente-: Esto es precioso.

La enorme cama relucía, el armario de luna relucía, la colcha de seda morada relucía y el cojín de raso amarillo que tenía cosido un muñeco de trapo, un polichinela vestido de seda, encima de él, relucía también.

Carlos cogió el cojín y lo tiró al aire, Martín lo recogió y lo volvió a lanzar como una pelota.

Carlos descorrió la cortina morada y abrió la ventana de par en par. La luz eléctrica palideció al entrar el rojo poniente. La ventana abría a las dunas, no frente al mar sino frente a la misma Beniteca que aparecía muy lejos llena de chispas de cristales encendidos, o quizá de luces.

Carlos jadeaba un poco, la camisa suelta del todo, abierta del todo ahora sobre el torso joven y tostado por el sol. Sonreía. Empezó a tantear los muelles de la cama y se sentó en ella. Así sentado, con las piernas muy rectas empezó a saltar. Un salto seguía a otro. La cabeza de Carlos subía y bajaba tapando el crucifijo colgado en la cabecera de la cama y volviendo a dejarlo al descubierto.

Martín se fijó en Anita.

Anita aparecía reflejada en el espejo del tocador, entre las velas eléctricas encendidas y era otra Anita. Una Anita femenina y desconocida. Los grandes, singulares ojos de Anita, no eran oscuros ahora, sino de color ámbar claro, más claro que su piel, pero llenos de reflejos rojizos. Un gesto de placer y de vanidad satisfecha llenaba aquella cara. La mano de Anita, pálida y pequeña, tomó la gran borla de los polvos de Adela y empezó a empolvarse la nariz una y otra vez hasta dejarla completamente blanca. Ella parecía entusiasmada de este arreglo. Cogió el perfumador y empezó a apretar la pera de goma perfumándose el pelo y el escote mientras el aire se llenaba con aquel olor a violetas sintéticas, fuerte y pegajoso. Y ella, encantada.

Tan abstraído estaba Martín que no oyó los pasos de Adela hasta que la tuvieron encima, hasta que entró en el recibidor hablando con sus amigas. La oyeron todos a la vez. Carlos saltó hacia la ventana, pero se detuvo para esperar a Anita. Anita lanzó una exclamación de pánico al caérsele el perfumador al suelo.

– Zut! -dijo-, zut!

Martín tuvo una rápida visión de su espanto, que resultaba cómica en aquella cara de payaso llena de polvos. Pero saltó rápidamente por la ventana y desapareció. Carlos estaba saltando aún cuando entró Adela.

De esta manera tan sencilla, los Corsi, descolgándose por el muro se metieron en la vida de Martín, y Martín recibió unos cuantos coscorrones y una bofetada por culpa de ellos y se quedó sin cenar la noche de los invitados.

Cuando Martín corrió hasta su cuarto escapando de un puntapié de su padre, gracias a que los amigos de Eugenio lo sujetaban, iba profundamente aturdido, pero no asustado. Eugenio le juró ajustarle las cuentas y darle una paliza soberana más tarde. Pero no se sentía asustado. Tenía la cabeza muy clara, extraordinariamente clara, según le parecía. Está era la palabra que ellos empleaban: ¡extraordinario! «Poule mouillée»… ¿Conque gallina mojada, eh? Vaya una expresión estúpida. ¿Eran franceses los chicos? A pesar de que se insultaban en francés, a Martín no le parecían franceses. Poule mouillée, ¡tenía gracia!. Sentía no haber luchado con Carlos. Deseaba luchar con él. Tenía la impresión de que a pesar de ser Carlos más alto y más fuerte él le vencería. No para humillarle, naturalmente, sino para hacerse admirar. Su deseo era tan fuerte que le ayudaría a vencer.

Un calor muy grande llenaba el cuerpo de Martín. Se quitó las sandalias y la camisa y anduvo por la azotea fingiendo un match de boxeo contra el aire cálido de la noche y al fin terminó cansado. Se asomó jadeante hacia los pinares. Ni un soplo de aire conmovía a aquellas ramas. Ni un silbido en la quietud. Una luz, sí, allá, en el centro de la pinada, la luz de una ventana en la que nunca se había fijado. Allí vivían Anita y Carlos. ¿Cómo había exclamado Anita cuando cayó al suelo el perfumador? Zut! A saber qué idioma era. Todo lo demás le parecía francés y, desde luego, de alemán no sabían los Corsi una palabra.

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