Poco a poco la excitación fue cediendo. No tenía idea de la hora. No había oído la corneta de la Batería ni para la retreta ni para el silencio, y sin embargo allí estaba la noche rodeándole con todas sus estrellas, con toda su plenitud. Y los invitados de abajo ya habían acabado de cenar, puesto que ahora oía a las señoras charlando bajo el porche mientras que las voces de los hombres continuaban en el comedor.
Y él estaba cansado, muy cansado. Empezó a desear que todos los invitados se marchasen y que el padre subiese, al fin, a darle la paliza prometida. Pensaba aguantarla a pie firme, sin rechistar. Poule mouillée… ¡Ya verían! Deseaba llevar marcada la cara cuando encontrase nuevamente a sus amigos. No sabía por qué, pero lo deseaba. Nuevamente se inclinó hacia las voces de abajo. Una mujer decía: «Si quieres te enseño a hacer una mañanita para recién nacida. Es una monada».
Y Adela contestó: «Yo no quiero niña. Mi mamá me escribió que por las cuentas yo tendré un varón».
Después las mujeres hablaron todas a la vez como siempre ocurría. Martín bostezó. Una voz masculina llegó desde la ventana de abajo: «Veinte en copas».
Martín se echó en su cama. Al otro lado de la cama, abierto en el suelo, estaba el álbum de dibujo. El chico, las manos cruzadas bajo la cabeza, se fue adormilando.
Se espabiló con cierta angustia al marcharse los invitados. Oyó sus voces y sus pasos calle adelante. Los pasos del padre y de Adela en el jardín, luego la voz de Adela:
– La cursi esa de la comandanta tiene a menos venir a las reuniones.
Después cerraron las maderas.
Martín escuchaba. De pronto se oyeron nuevos gritos de Adela; llegaban clarísimos a pesar de las ventanas cerradas.
– ¡Mi perfume, huele, huele, Eugenio, todo el perfume desperdiciado! Asquerosos, sinvergüenzas… La Guardia Civil tenía que echar a ésos de la casa del inglés. ¡Mal rayo les parta! Y al escuchimizado de tu hijo también.
– ¡Coño, calla ya con el perfume! Ya se comprará otro. ¡A dormir, coño, a dormir que no es para tanto!
El perfume debía de llenar toda la casa. Martín aún lo sentía en la nariz.
Pero el padre no subió a pegarle. Cerró las puertas y apagó las luces. Martín quedó en tensión unos momentos hasta que el gran silencio se apoderó de todo y poco a poco volvieron los ruidos de la noche a sus oídos, los grillos, los ladridos espaciados y también el olor, aquel olor del jazminero invisible que llegaba a ráfagas.