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Carlos la miró a un tiempo ceñudo y sarcástico.

– Nos divertimos mucho, Frufrú. Esta noche nos vamos nosotros de juerga, ¿verdad, Martín? Hay una casa de mujeres en el pueblo, adonde van los soldados. ¿Verdad, Martín?

Martín sufrió un sobresalto y Frufrú le miró con sus ojitos como cuentas negras y relucientes.

– Vaya una diversión que se le ocurre a este demoño -cloqueó-, vaya una diversión idiota. ¿Qué quieres? ¿Coger una enfermedad fea y que se te caigan los dientes y el pelo? No serás tú quien haga esas cosas mientras Frufrú esté a tu lado, ñiño mío… Corsi te ha aleccionado ya. No. Te conozco bien. Tú no harás eso.

– Si Anita es una mujer, yo soy un hombre ya, Frufrú.

La cara de Carlos estaba enrojecida y a Martín el rictus de su boca le dio una rara impresión de dominio, de superioridad, que le impresionó hondamente.

– Bah, bah -dijo Frufrú-, tú quieres entristecerme, tú quieres que la vieja Frufrú no vuelva nunca más a Beniteca, ñiño…

Después de la comida los dos amigos se encerraron en la leonera y Carlos miró a Martín, serio.

– ¿Te atreves esta noche?

– ¿Por qué? -dijo Martín-. ¿Por qué hay que hacer eso esta noche?

Estaba lleno de miedo y de excitación a la vez.

Carlos se encogió de hombros.

– Dime si me acompañas o no.

Martín no supo qué contestarle. Insectos zumbadores en el sol de afuera, lagartos entre las piedras del campo. Calor hasta en la penumbra del cuarto. Unas terribles ganas de atreverse, le llenaban a Martín. Pero no se atrevía. La tarde se le hizo terrible en compañía de aquella obsesión de Carlos. Junto a él -sin poder decírselo a su amigo- imaginó que Anita sería aquel mediodía la amante de Oswaldo. Y que Benigna, por la noche, se encontraría con su novio, al salir de casa de los Corsi con la luna. Y cuando Anita llegó, alborotando la explanada con sus risas y sus bromas y sus narraciones de lo mucho que se habían divertido Oswaldo y ella, cuando Martín vio cómo besaba a Frufrú con las mismas demostraciones ruidosas de siempre, se avergonzó terriblemente de sus pensamientos. Aquellos sucios pensamientos de los que no le habían librado ni el ejercicio del boxeo contra el saco de cuero, ni el baño de mar en la tarde.

– ¿Por qué no cenas con nosotros, Martín -dijo Carlos-, y luego vienes conmigo al pueblo?

– No. No puedo.

– ¿Qué vais a hacer en el pueblo? ¿Hay fiesta?

– Vamos a un sitio donde tú no puedes acompañarnos, Ana.

Anita no se impresionó mucho.

– Prefiero bailar un poco con Oswaldo aquí, en la explanada. Es maravillosa la noche de luna aquí.

– No es que prefieras o no prefieras. Es que tú no puedes ir a donde vamos. Te digo que no podrías ir, aunque quisieses.

Daba pena ver la cara de Carlos y la risa que asomaba a Oswaldo a los labios y la indiferencia de Anita. Martín, junto al muro de su casa -cuando se despedía- se sintió a la vez destrozado y aliviado al decirle a Carlos que él no le acompañaba. Esperó a que Carlos le llamase cobarde. Pero Carlos no le dijo nada.

– Yo te doy un consejo -Martín se envalentonó un poco con aquel mutismo de su amigo-. Yo te doy el consejo de que te metas en la cama y que mañana nos vayamos nosotros todo el día por ahí, sin hacer caso de tu hermana. Podemos coger una novia cada uno, si quieres, entre las chicas de la pandilla de la playa. Nos entretendremos más con eso.

Estaban junto al muro los dos solos, y Carlos ya se iba.

– Tú haz lo que quieras, Martín. Tú eres un crío aún. Yo me voy al pueblo esta noche.

Martín se quedó un rato mirando la figura de su amigo, sus espaldas rectas, cuando se alejó del muro.

La envidia y la angustia de Martín no le dejaron dormir. Comprendía, estaba seguro, de que su amigo quería únicamente que su hermana supiera, sin lugar a dudas, que él, Carlos, no era un niño. Que no se le podía dejar a un lado como a un niño cualquiera, en aquellas excursiones con Oswaldo. Era una reacción parecida a la de Martín cuando a su vez había intentado deslumhrar a Carlos y Anita con sus teorías sobre el arte y con su Horacio. Pero Carlos resultaba más valiente que Martín. La admiración que sentía hacia Carlos y la sensación de su propia pequeñez y temor hicieron que el muchacho apretase las mandíbulas y hasta, a veces, notase ganas de llorar.

La luna llenaba la azotea mientras Martín, con los pies desnudos, paseaba por ella. Muy a lo lejos se oía música en la finca del inglés.

En el jardín, Adela y Eugenio tomaban el fresco, y Martín les oyó hablar durante un rato. Después escuchó pasos y la puerta de entrada al cerrarse y el lloriqueo lejano de la niña más pequeña. Luego el silencio. El gramófono dejó de sonar en la finca de los pinos y se levantaron los crujidos cálidos de la noche.

A veces Martín entraba en su cuarto, que guardaba el sofoco del día y se echaba en la cama. Pero las sábanas le escocían en el cuerpo sólo con tirarse sobre ellas, y volvía a salir a la azotea. Al fin perdió la cuenta de estos paseos, de estos intentos de sueño y de olvido, de estos fracasos.

Cuando despertó se encontró dolorido en el suelo de su cuarto, sudando y rodeado por el sol de colores. Había dormido sobre los baldosines. Y se sintió muy cansado.

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