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– Vamos, ñiños, vamos todos a tomar un refresquito al café. Invita doña Frufrú. Todos, todos, el hermano también, el novio también. ¿No es novio? Todos, todos, las lindas muchachitas también.

El grupo aquel no sabía cómo negarse. Al fin las chicas y los dos mozos que las acompañaban se decidieron a seguir a Carlos, Martín y Frufrú. Martín notaba un calor enorme dentro de él y unas ganas instintivas, absurdas, de colocarse junto a Benigna, mientras se abrían paso entre la gente, hacia el café del casino.

Una de las mesas de fuera quedaba vacía en aquel momento y Frufrú se adelantó a tomarla cogiendo una de las sillas. Carlos cogió otra colocando allí la capita de Frufrú y animó al grupo entero a sentarse.

– ¡Camarero!… Sillas para estos señores.

En algunas mesas cercanas la gente se volvía con curiosidad. El camarero lanzó una mirada a Frufrú, miró a las muchachas que se apretaban unas contra otras, a los dos hombres del pueblo, a Carlos y a Martín. Se dirigió a Carlos.

– Perdone, señor, no pueden sentarse aquí. Hay que ser socio. Lo siento, ya ven ustedes. Reservado el derecho de admisión. Aquí hay otros señores que esperan la mesa.

– Oh, qué fastidio -dijo Frufrú.

– Nosotros nos vamos, doña Frufrú, muy buenas…

Y otra vez, casi sin darse cuenta, quedaron solos los tres entre tanta gente. Martín estaba furioso y avergonzado. Sabía muy bien que no había necesidad de ser socio del casino para sentarse en el café.

– Tenemos que buscar otro lugar, ñiños, no hay más remedio. Estoy cansada.

– Podíamos irnos a casa ya -apuntó Martín.

Carlos le miró enfadado.

– No, no, qué estupidez. Habrá otro café, otro bar, digo yo… Ah, Martín, ¿te acuerdas de la taberna que vimos anoche, donde tocaban la guitarra? Está en una de estas calles. A Frufrú le gustará. Habrá mucha gente también. Creo que a estas fiestas viene gente desde no sé cuántos kilómetros a la redonda. Todo está lleno.

Encontraron la tabernilla ocupada por hombres que bebían y algunas mujeres de mal aspecto que bebían con ellos. Efectivamente, un ciego tocaba la guitarra allí y una de las mujeres empezó a cantar y a bailar luego jaleada por sus amigos. Frufrú seguía contentísima. Sólo quería agua fresca para beber y aquello no se podía servir allí. Martín y Carlos pidieron vino y rajas de salchichón para tener derecho a que Frufrú tuviese su agua. Y al fin Frufrú, después de tomar un sorbo de agua, bebió vino también.

Martín empezó a animarse, a divertirse sin hacer nada más que estar allí, con Frufrú y con Carlos sentado junto a una mesa y mirando la animación de los demás. También estaba bebiendo vino y comiendo aquel salchichón tan malo, aquellos pedacitos de pan negro y áspero, aquellas aceitunas y unos arenques luego. Desde la llegada al pueblo, cuando quería recordar aquella noche, todo lo que había hecho y había visto se le aparecía ahora en una confusión de colores y ruidos con algunas imágenes sueltas que se le escapaban a veces.

– Es una pena que no haya venido Benigna -dijo sin saber lo que decía-. Es muy simpática Benigna.

– Muy buena -contestó Frufrú-, muy buena ñiña aunque algo tonta.

– Es bonita Benigna, atractiva…

– ¿Qué te ha dado, idiota? -dijo Carlos-. Benigna es una cateta de pueblo. Todo menos atractiva.

– ¡Es atractiva!

– Anda, vamos, tú… ¿Con ese buche?

– ¿Ese buche? -dijo Martín con los ojos brillantes volviendo a servirse vino del jarro-, ese buche es atractivo, caray.

– ¡Para ti será! ¡Qué tío éste, Frufrú! Le gusta Benigna… Para ti será atractivo ese pechazo. A mí me gustan sólo las mujeres finas y elegantes, chico. Esa carnaza me da asco. Yo, sobre una Benigna, no pondría una mano.

– Ñiños, ñiños… Es hora de marcharnos. Sí, es hora de marcharnos. Estamos algo booorrachitos todos. Todos… No nos vayamos a matar con la moto.

Frufrú les dominaba aún. Uno de los grupos animados de aquella aberna empezó a gritar, batiendo palmas cuando se puso en pie Frufrú. «¡Que baile la vieja, que baile la vieja!»

Pero Frufrú no hizo caso. Tenía la cabeza perfectamente clara para pagar la cuenta y salieron los tres de la taberna para encontrarse con la maravillosa noche encima, llena de luz y de estallidos de cohetes aún. Fue muy difícil encontrar al guardián que les había aparcado la moto. La cabeza se les fue despejando a los tres mientras caminaban por las calles y luego en la búsqueda de aquel hombre. Al fin recuperaron su vehículo. Algunas de las sillas del paseo central estaban vacías ya. Martín veía a personas que le parecían distintas a las de antes. Parejas que ahora se arrastraban con más cansancio o por el contrario parecían más animadas a aquella hora. Carlos puso en marcha su moto y emprendieron una marcha fantástica por la carretera.

– A mí -dijo Martín-, no me dejes en la esquina de mi casa. Tendré que saltar el muro.

Cuando se detuvo la moto en la explanada, delante de la casa de los Corsi, Frufrú estaba contenta y cansada también.

– Ha sido divertido, ¿verdad, ñiños? Hacía mucho tiempo que no me divertía tanto. Buenas noches, ñiños.

Martín no tenía sueño ahora, estaba despejado. Carlos también y acompañó a Martín entre el pinar hasta el muro.

– ¿Qué? ¿Se te ha pasado el entusiasmo por Benigna, chico?

Martín no recordaba haber manifestado tal entusiasmo y se sintió azarado. Carlos le dio unas cuantas sacudidas cariñosas por los hombros.

Martín trepó al muro y se dejó caer lo más silenciosamente posible al otro lado. El perro empezó a ladrar cuando él cayó más allá de los geráneos y la sombra de Eugenio se levantó de la mecedora de Adela. Parecía la sombra de un gigante, pero tomó cuerpo y volumen cuando Eugenio bajó los escalones del porche hasta el jardín.

– Ven aquí, condenado sinvergüenza.

– Papá. He ido a la verbena con Carlos y con Frufrú.

– ¡Ven aquí te he dicho!

Martín se acercó a la noche brillante donde las plantas y los senderos, y hasta el brocal del pozo, se distinguían perfectamente, casi como en pleno día.

Eugenio llevaba en la mano una correa de cinturón y con esa correa cruzó las espaldas de su hijo pegando fuerte.

– Así -jadeó-, así. ¿Crees que podías engañarme? He sido cocinero antes que fraile. Me gusta que no llores, eso está bien. Cuando yo prohibo salir no se sale, ¿entiendes? Como vuelvas a escaparte de noche no te pego, te pongo en la camioneta de Juan y te mando a pasar las vacaciones con los abuelos. Y digo que no te pego otra vez, condenado, porque si te toco otra vez creo que me embalo y te mato… Y ahora sube a tu cuarto por el mismo sitio donde has bajado. A ver si eres capaz. ¡Vamos! ¡Sube por el palo de la luz! ¡Sube te digo, coño!

Martín trepó por el palo de la luz. Al llegar a la azotea se sentó en el suelo, derrengado, y se volvió a levantar rápidamente porque le escocían los correazos de Eugenio. Respiró el aire limpio y callado de la noche haciendo profundas inspiraciones y aspiraciones y luego se fue a la cama.

En aquel momento no guardaba ningún rencor a Eugenio. Y estaba seguro, sin saber por qué, de que tampoco Eugenio estaba muy enfadado. Tumbado sobre la cama, en calzoncillos, pensó que salir con Frufrú a una verbena no era cosa como para exponerse a que le devolvieran a sus abuelos. No tenía ganas de volver a la fiesta con Frufrú, aunque sabía que quedaban dos noches de fiesta aún.

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