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No le parecía posible. Eso era. No le parecía posible. Lo explicó a sus amigos a la mañana siguiente en el «solarium», y la respuesta de Anita le desmoralizó.

– ¡Uy, qué suerte!… Papá, en cambio, no ha avisado cuándo viene a buscarnos. ¡Qué envidia, Martín! Tenemos que escribir a papá, Carlos.

– ¿No te acuerdas lo que dijo cuando nos suspendieron? Dijo que a lo mejor nos enviaba un profesor este invierno a la finca y que no nos sacaba de aquí.

– Ah, no hagas caso. Papá no es capaz de estar separado de nosotros tanto tiempo, el pobrecito. Lo que pasa es que no sabe aún si Peggy quiere que nos quedemos en Madrid este invierno o si quiere que vayamos a Lisboa, y por eso no tiene el piso alquilado aún.

– ¿Peggy es vuestra madre?

Porque Martín ya sabía, con toda seguridad, que Frufrú no era la madre de sus amigos. Y esto era lo único cierto que sabía de ellos.

– ¿Es que te importa algo a ti si Peggy es nuestra madre o no lo es?

Carlos al imitar el tono desagradable de Anita era más desagradable que la misma Anita cuando quería serlo. Martín se puso encarnado de furia y de rabia. Sin decir una palabra más se tiró al mar y nadó contra corriente rodeando la barrera de las rocas. Se alejó cegado por el agua salada y por las lágrimas y se encontró en casa de su padre más temprano que nunca, aquel mediodía. Temblando de hambre esperó un rato larguísimo entre el calor coloreado de su cuarto a que le llamasen para comer. Y durante la comida, haciendo un esfuerzo, le dijo a Eugenio que le gustaría ir a la Batería con él, aquel último día al menos.

– ¿Es que te has peleado con «ésos», nene?

– No.

Eugenio miró hacia Adela y luego dijo a Martín que ya vería si al día siguiente podía llevarle. Aquella tarde imposible. Estaba el comandante revisando la instrucción de los artilleros y tenía demasiado quehacer para ocuparse del chico.

Martín estuvo un rato en su cuarto durante la siesta diciéndose que estaba harto de aquellos necios de los Corsi y que se alegraba de perderlos de vista de una vez para siempre. Al mismo tiempo estaba tenso esperando oír la llamada de ellos. La llamada no llegó y, al fin, Martín tuvo que claudicar y se fue a buscarlos a la finca.

Estaban «ensayando» en la leonera de Carlos. Eso es lo que les pasaba. Por qué Martín sintió paz al entrar en la habitación de sus amigos, por qué se sintió aliviado de no haber ido a la Batería y de estar allí viendo las mismas cosas, los mismos gestos que había visto tantas veces a los Corsi, era cosa que no podía explicarse.

Anita interrumpió la representación y dijo que iban a empezar otra vez ya que estaba Martín para verlos. Aunque no estaban envueltos en sábanas como otras veces, movían las manos con el mismo hieratismo y Aníta dijo con la voz de siempre su eterno «ne vous offensez pas»… Martín sentado en el suelo, en un rincón del cuarto, miraba a los dos hermanos con una atención sostenida, casi furiosa. Al terminar la representación -era la última vez, la última que la veía- dijo que Anita había ganado mucho en la manera de recitar. Que había ganado a Carlos. Anita se sonrojó inesperadamente y los ojos le brillaron.

– Este Martín se está volviendo inteligente. Sí, muy inteligente este pescador nuestro.

– Si quieres, Ana, lo hacemos otra vez.

– Ah, no. Hoy nada más, Carlos. Hoy quiero pedirle a Frufrú que nos haga una buena merienda. Estoy muerta de hambre.

Martín sabía todo. Sabía que para los Corsi lo importante eran ellos mismos, sus propias opiniones, su propio deseo de las cosas. Martín sólo contaba cuando era él la diversión, la compañía, el aplauso que necesitaban. Martín sabía todo eso aquella tarde y sin embargo la tarde se le iba de prisa, de prisa, corta. Se le escapó de entre los dedos. Y la mañana siguiente se escapó también como agua que fluye, se fue sin sentir. Sólo la comida del mediodía se hizo larga y angustiosa hasta que llegó el silbido de los Corsi anunciando que ellos querían correr por el campo en aquella siesta.

A la mitad de la tarde volvieron a la finca -y qué de prisa se iba ahora la luz, qué de prisa venía el rosa, el verde de la tarde, el primer lucero a temblar sobre los pinos-, seguía haciendo calor. Aunque habían pasado unos días más frescos ahora había vuelto el calor en una subida inesperada y después de la merienda los chicos buscaron la frescura relativa del pinar en el principio de la noche.

Martín se encontró enredado en una conversación insustancial con sus amigos, dominando las ganas de decirles: «mañana me voy, antes de que os despertéis salgo de Beniteca». Dominaba ese deseo porque ellos sabían muy bien su marcha y no comentaban para nada la partida de Martín. Lo más real era la sensación de sus tres cuerpos, sentados los tres sobre la pinocha, cerca de las luces de la casa y protegidos al mismo tiempo en la negrura de los pinos. Había una tensión entre ellos, como una débil corriente eléctrica que imantaba todas las palabras y convertía las palabras absurdas sobre cualquier cosa en misteriosas palabras creadas sólo para los tres.

Todos oyeron el toque de retreta a lo lejos. Quedaron un instante en silencio. Martín ya iniciaba un movimiento para ponerse en pie, cuando notó la mano de Carlos -una palma ligeramente áspera con una presión fuerte y segura que a Martín le causó la emoción más inexplicable y violenta- apoyada en su muslo.

– Espera. Espera un poco. Ahora irás a despedirte de Frufrú.

Le llevaron a la cocina, donde estaba Frufrú con Carmen la guardesa -aquella mujer de cara triste sobre un cuerpo deformado cubierto por un vestido negro- y Frufrú le pareció algo muy familiar a Martín con sus pulseras y sus colorines, su pelo teñido y los saltitos que daba al andar. Aquella noche Frufrú llevaba un traje azul claro, cinturón y sandalias, haciendo juego, de oro brillante.

– Ah, pescador, yo no me despido, mi ñiño. Cualquier día tú vienes a vernos adonde estemos. Sólo volveríamos a Beniteca si la guerra sigue, eso ha dicho Corsi. Pero ¿cómo va a seguir esa matanza? No quedaría gente en el mundo. Pero yo no me despido, dame un besito, ñiño. ¿No quieres? Bueno, eres tímido… Bye, bye, Martín, hasta pronto.

– Salta por el muro -dijo Anita-. ¿Para qué vamos a dar la vuelta por el camino? Salta por el muro.

Atravesaron el pinar lleno de sombras y claridades con el nacimiento de la luna. Carlos iba silbando «La cumparsita» y Anita trataba de imitarle sin conseguirlo. Martín sólo iba atento al crujir de la pinocha bajo sus sandalias.

Les dio la mano al llegar junto al muro lleno de luna y luego no se decidía a moverse. Anita se acercó, cogió delicadamente la cara de Martín entre sus manos y le dio un ligero beso en los labios. Nunca se habían besado. Luego Anita se apartó y se acercó Carlos y le cogió por los hombros con una ligera presión amistosa.

– Bésale, Carlos -ordenó Anita.

Carlos se inclinó y le besó, duramente, en la boca.

Después Martín no supo nada. No supo cómo había escalado el muro ni dónde estaba cuando al fin oyó el grito de su padre llamándole.

Estaba sencillamente en su jardín, al pie del muro, acurrucado entre las matas de geranios y con un latir de corazón que le parecía como un presentimiento de la muerte, el ahogo de la muerte.

Se levantó al fin acudiendo a aquella llamada que partía desde la ventana del comedor. Iba andando y le parecía que el universo estaba invertido, que tenía la tierra sobre su cabeza y que pisaba nubes. De esta manera entró en su casa.

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