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– Anita y Carlos querían a Lobo más que yo. Anita quería que se lo regalara.

– Pues no busques más, Eugenio. Son ellos. Lo han matado por envidia. ¡Para ellos estaba el perrito! El año pasado me rompieron mi frasco de perfume porque no se lo podían llevar; este año envenenan al perro.

– No -dijo Martín temblando-, no.

– Parece como si hubiesen echado la carne por encima del muro del inglés… -dijo el asistente.

– Meta usted al animal en un saco, Cirilo, y esta tarde lo entierra usted bien lejos de la casa. ¿Entendido? Como coja yo al que envenena los perros por aquí le doy un tiro, coño. Este invierno no estaban los chicos de al lado, Adela, y mataron al otro perro. No pueden ser esos chicos.

Martín quedó tan impresionado por la muerte de Lobo que nunca pudo olvidar aquella mañana y siempre unió en su imaginación esta muerte con aquel descubrimiento de la cara de Anita embadurnada de crema contra el sol y de sus bromas de mal gusto acerca de los desnudos. También quedó mezclado en su mente el recuerdo de aquella mañana con un hondo rencor y el juramento que se hizo a sí mismo de descubrir al envenenador de perros, quienquiera que fuese. Estaba seguro de que Anita y Carlos le ayudarían en esta búsqueda.

La tarde de aquel día no la pudo olvidar tampoco.

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