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El humor, la cólera y la ensoñación pasaban sin cesar, simultáneamente, por la mirada verde de Buñuel, la mirada se detenía en un punto fijo del pasado y Laura fotografiaba a un niño del pueblo aragonés de Calanda tocando tambores el Viernes Santo hasta que las manos le sangraban para liberarse del encanto sensual de la imagen de la Virgen del Pilar que cobijó el lecho onanista de su infancia.

En un modesto apartamento de la calle de Lerma, Laura fotografió gracias a la intervención del escritor vasco Carlos Blanco Aguinaga, al maravilloso poeta malagueño Emilio Prados, a quien ya había conocido con Jorge Maura, escondido en un par de piezas entre montones de libros y papeles, marcado en cada línea de su rostro

por la enfermedad y el exilio, pero capaz de transformar el sufrimiento en dos cosas que Laura consiguió fotografiar. Una era la dulzura infinita de su rostro de irredento santo andaluz velado por una cascada de mechones blancos y los gruesos anteojos de acuario, como si el poeta, ruborizado por su inocencia, quisiese velarla.

Otra era la fuerza lírica detrás del sufrimiento, la pobreza, el desengaño, la vejez y el exilio.

Si yo pudiera darte toda la luz del alba… Yo cruzaría despacio, como el sol, por tu pecho, hasta salir sin sangre ni dolor por la noche…

Manuel Pedroso era un viejo y sabio andaluz, antiguo rector de la Universidad de Sevilla, adorado por el pequeño grupo de sus jóvenes discípulos que todos los días lo acompañaban en el recorrido de la Facultad de Derecho junto al Zócalo hasta su pequeño apartamento en la calle de Amazonas. Laura dejó el testimonio gráfico de este recorrido cotidiano, así como de las tertulias en la biblioteca del maestro, retacada de ediciones antiguas que olían a tabaco tropical. Los franquistas habían quemado su biblioteca en Sevilla, pero Pedroso recuperó joya tras joya en las librerías de viejo de La Lagunilla, el mercado de ladrones de la ciudad de México.

Lo robaron a él, otros robaron a otros, pero los libros regresaron siempre, como amantes nostálgicos e irrenunciables, a las manos delgadas y largas de Pedroso, el caballero pintado por El Greco, manos siempre a punto de tensar, advertir, convocar como para una ceremonia del pensamiento. Laura captó al maestro Pedroso en el instante en que adelantaba las manos de dedos largos y hermosos para pedirle un poco de luz al mundo, aplacar los fuegos de la intolerancia y afirmar la fe en sus alumnos mexicanos.

Fotografió Laura a un grupo bullicioso, alegre, discutidor y entrañable de jóvenes exiliados que se adaptaron a México pero nunca abandonaron a España, ceceando siempre y dejando que por las miradas se les escapara el cariño a todo lo que, explícitamente, rechazaban: el chocolate con el señor cura, las novelas de Pérez Gal-dós, las tertulias de café, las viejas vestidas de negro, los cotilleos sabrosos como churros calientes, el cante jondo y los toros, la pun-

tualidad de las campanas y de los entierros, la locura de las familias que se metían para siempre a sus camas para evadir las tentaciones del Demonio, el Mundo y la Carne. Laura los fotografió discutiendo siempre y para siempre, eternamente, como irlandeses que se desconocían porque venían de Madrid y de Navarra, de Galicia y de Barcelona y porque se llamaban Oteyza, Serra Puig, Muñoz, de Baena, García Ascot, Xirau, Durán, Segovia y Blanco Aguinaga.

Pero la exiliada preferida de Laura Díaz fue una mujer joven que Dantón mencionaba como la más interesante presencia femenina en el Jockey Club de los años cuarenta. Vivía con su marido el poeta y cineasta García Ascot en un extraño edificio en cuchilla de la calle Villalongín y su belleza era tan perfecta que Laura se desesperaba de no encontrarle un lado malo o de no poder agotar en una o mil fotografías el encanto de la mujer frágil, esbelta y elegante que en su casa caminaba descalza, como un gato, seguida por otro gato que posaba como el doble de su ama deseada y envidiada a la vez por toda la raza felina a causa de su perfil agresivo y su débil mentón, sus ojos de melancolía y su risa abarcadora, incontenible.

María Luisa Elío tenía un secreto. Su padre, desde 1939, vivía escondido en un tapanco de un pueblo de Navarra, condenado a muerte por la Falange. Ella no podía hablar de esto, pero su padre habitaba en la mirada de la hija, unos ojos fabulosamente claros gracias al dolor, el secreto, la espera del fantasma que finalmente, algún día, podría escapar de España y mostrarse en México ante su hija como lo que era: un espectro encarnado y un olvido rememorado desde un balcón vacío.

Otro fantasma, carnal, demasiado carnal éste sí, pero resuelto al cabo en el espectro sensual de sus palabras, era Luis Cernuda, un poeta elegante, atildado, homosexual, que aparecía en México de tarde en tarde, era recibido siempre por su colega Octavio Paz, se peleaban porque la arrogancia de Cernuda era descarada y la de Paz engañosa, pero acababan siempre reconciliados por su fervor poético compartido. El consenso se iba haciendo: Luis Cernuda era el más grande poeta español de su generación. Laura Díaz quiso alejarlo para verlo mejor, despojado de la apariencia o disfraz de dandy madrileño afectada por Cernuda, pidiéndole que leyera,

Quiero vivir cuando el amor muere…

Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte

Como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida

Le faltaba Basilio Baltazar, pero las líneas se cruzaron, los tiempos de la exposición de Laura no coincidieron con los de las vacaciones universitarias de Basilio y sin embargo, Laura colocó un marco vacío en el centro de la galería, con el nombre de su viejo amigo al lado.

Esa invisibilidad era al mismo tiempo un homenaje a la ausencia de Jorge Maura, cuya lejanía y anonimato Laura decidió respetar porque éste era el deseo del hombre al que ella más amó. Acaso Basilio no podía aparecer en la galería de retratos del exilio español sin su compañero, Jorge.

¿Y Vidal? No era el único que había desaparecido.

Malú Block, la directora de la Galería, le dijo a Laura que pasaba algo raro; todas las tardes, hacia las seis, una mujer vestida de negro entraba al salón y se detenía durante una hora entera -ni un minuto más, ni un minuto menos, aunque nunca consultaba el reloj- frente al marco vacío del retrato en blanco de Basilio Baltazar.

Casi inmóvil, a veces cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, o se apartaba un centímetro, o ladeaba la cabeza, como para apreciar mejor lo que no estaba allí: la efigie de Basilio.

Laura dudó entre sucumbir a una natural curiosidad o guardar discreción. Una tarde, entró a la galería y vio a la mujer de negro detenida frente al retrato en blanco del hombre ausente. No se atrevió a acercarse pero fue ella misma, la visitante misteriosa, quien se dio media vuelta, como si la atrajese el imán de la mirada de Laura y se dejó ver, una mujer de unos cuarenta años con los ojos azules y la melena de un amarillo parecido a la arena.

Miró a Laura pero no le sonrió y Laura agradeció la imperturbable seriedad de la mujer porque temió lo que podía ver si la visitante misteriosa apartase los labios. Tal era el gesto frío y nervioso a la vez con que la visitante a la Galería disimulaba la emoción de su mirada y no lo lograba. Lo sabía y trasladaba el enigma a su boca cerrada con pena, sellada con una dificultad visible para no mostrar… ¿los dientes?, se preguntó Laura, ¿esta mujer quiere esconder de mi vista sus dientes? Si sólo le quedaban los ojos para identificarse en ellos Laura Díaz, acostumbrada a descubrir miradas y convertirlas en símiles, vio en los ojos de la mujer lunas instantáneas, antorchas de paja y leña, luces en la sierra y se detuvo, mordiéndose el labio inferior como para frenar su propio recuerdo, para no recordar que esas palabras las había pronunciado Maura, Jorge Maura,

en el Café de París, veinte años atrás, en compañía de Gregorio Vidal y Basilio Baltazar, protegidos los tres por el ambiente bohemio del café en la Avenida del Cinco de Mayo pero desguarnecidos, a la intemperie más brutal, como las hienas y los bueyes y el viento y las luces en la sierra, cuando abrían la boca.

– Soy Laura Díaz, la fotógrafa. ¿Puedo ayudarla en algo?

La mujer vestida de negro se volteó a mirar el cuadro vacío de Basilio Baltazar y le dijo: Laura, si conoces a este hombre, avísale que he vuelto.

Sonrió al fin y mostró los dientes salvajemente arruinados.

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