No se quejaba de ese tiempo ni lo condenaba como un calendario de sujeciones al mundo de los hombres, cómo iba a hacerlo si en sus hojas habitaban los dos Santiagos, sus amantes Jorge Maura, Orlando Ximénez y Harry Jaffe, sus padres, sus tías, el alegre barrendero negro Zampayita y su pobre pero compadecible, piadoso (para ella) marido Juan Francisco. Cómo olvidarlos, pero cómo conmiserarse de no haberlos fotografiado. Imaginó su propio ojo como una cámara capaz de captar todo lo visto y sentido a lo largo de las seis décadas de su vida y sintió un calosfrío de horror. El arte era selección. El arte era pérdida de casi todo a cambio de salvación de muy poco.
No era posible tener el arte y la vida al mismo tiempo y Laura Díaz acabó por agradecer que la vida precediese al arte porque éste, prematuro o incluso pródigo, pudo haber matado a aquél.
Fue cuando descubrió una cosa que debió ser evidente, cuando recobró las pinturas y los dibujos de su hijo Santiago el Menor entre los escombros de la casa familiar en la Avenida Sonora para llevarlos al nuevo alojamiento de la Plaza Río de Janeiro. Fue cuando, entre la masa de dibujos a lápiz, al pastel, los croquis, y las dos docenas de pinturas al óleo, descubrió la del hombre y la mujer desnudos mirándose, sin tocarse, sólo deseándose, pero bastándose con el deseo.
En la prisa por abandonar la casa familiar caída, instalarse en su apartamento propio en la Plaza Río de Janeiro e inaugurar su
nueva vida independiente, salir a fotografiar la ciudad y sus vidas,
siguiendo, se decía, la inspiración de Diego Rivera y Frida Kahlo, Laura no se había detenido a observar de cerca las pinturas de su propio hijo. Quizás sentía tanto amor hacia Santiago el Menor que
prefería alejarse de las pruebas físicas de la existencia del hijo para mantenerlo vivo, tan sólo, en el alma de la madre. Quizás tuvo que descubrir ella misma su vocación para redescubrir la de su hijo. Puesta a ordenar las fotos de Laura Díaz, pasó a ordenar las pinturas y dibujos de Santiago López-Díaz y entre el par de docenas de óleos, retuvo su atención este que ahora miraba: la pareja desnuda que se miraba sin tocarse.
Primero se mostró crítica de la obra. El trazo angular y destacado, retorcido y cruel, de las figuras, provenía de la admiración de Santiago hacia Egon Schiele y del largo estudio de los álbumes viene-ses llegados por milagro a la Librería Alemana de la Colonia Hipódromo. La diferencia, notó en seguida Laura, comparando álbumes y pintura, era que las figuras de Schiele eran casi siempre únicas, solitarias o, rara vez, enlazadas diabólica e inocentemente en un encuentro físico helado, fisiológico, y siempre -soledad o comunidad- sin aire, las figuras sin referencia a paisaje, habitación o espacio algunos, como en un regreso irónico del artista más moderno al arte más antiguo, Schiele el expresionista de vuelta en la pintura bizantina en la que la figura del Dios creador de todo es fijada antes de la creación de nada, en el vacío absoluto de la majestad solitaria.
Este cuadro del joven Santiago tomaba, sin duda, las torturadas figuras de Egon pero les devolvía, como en un renacimiento del renacimiento, lo mismo que Giotto y Masaccio le dieron a la antigua iconografía de Bizancio: aire, paisaje, sitio. El hombre desnudo en el cuadro de Santiago, emaciado, atravesado por espinas invisibles, joven, lampiño, pero con el rostro de un mal invencible, una enfermedad corrosiva corriéndole por el cuerpo sin heridas pero vencido desde adentro por haber sido creado sin antes ser consultado, fijaba la mirada ardiente en el vientre de la mujer desnuda, preñada, rubia -Laura consultó en seguida el parecido en los libros coleccionados por Santiago-: idéntica a las Evas de Holbein y Cranach, resignadas a vencer pasivamente al hombre con una costilla de menos, pero esta vez deformadas por el deseo. Las Evas anteriores eran impasibles, fatales, y ésta, la nueva Eva de Santiago el Menor, participaba de la angustia del Adán convulso, joven y condenado, que miraba intensamente el vientre de la mujer mientras ella, Eva, miraba intensamente los ojos del hombre y ambos -sólo ahora notó Laura este detalle, sin embargo, notorio- no posaban los pies sobre la tierra.
No levitaban. Ascendían. Laura sintió una emoción profunda cuando entendió el cuadro de su hijo Santiago. Este Adán
y esta Eva no caían. Ascendían. A sus pies, se confundían en una sola forma la cáscara de la manzana y la piel de la serpiente. Adán y Eva se alejaban del jardín de las delicias pero no caían en el infierno del dolor y del trabajo. Su pecado era otro. Ascendían. Se rebelaban contra la condena divina -no comerás este fruto- y en vez de caer, subían. Gracias al sexo, la rebelión y el amor, Adán y Eva eran los protagonistas del Ascenso de la Humanidad, no de la Caída. El mal del mundo era creer que el primer hombre y la primera mujer cayeron y nos condenaron a una heredad viciosa. Para Santiago el Menor, en cambio, la culpa de Adán y Eva no era hereditaria, no era culpa siquiera, el drama del Paraíso Terrestre era un triunfo de la libertad humana contra la tiranía de Dios. No era drama. Era historia.
Al fondo del paisaje en el cuadro de su hijo, vio Laura pintado, diminuto, como en el Ícaro de Brueghel, un barco de velamen negro que se alejaba de las costas del Edén con un solitario pasa¡e-ro, una diminuta figura singularmente dividida, la mitad de su rostro era angelical, la otra mitad diabólica, rubia una mitad, roja la otra, pero el cuerpo mismo, envuelto en una capa larga como la vela del barco, era común a ángel y demonio, y ambos, adivinó Laura, eran Dios, con una cruz en una mano y un trinche en la otra: dos instrumentos de tortura y muerte. Ascendían los amantes. El que caía era Dios y la caída de Dios era lo que Santiago pintó: un alejamiento, una distancia, un asombro en la cara del Creador que abandona el Edén perplejo porque sus criaturas se rebelaron, decidieron ascender en vez de caer, se burlaron del perverso designio divino que era crear al mundo sólo para condenar su propia creación al pecado transmitido de generación en generación a fin de que, por los siglos de los siglos, el hombre y la mujer se sintiesen inferiores a Dios, dependientes de Dios, condenados por Él pero sólo absueltos -antes de volver a caer- por la caprichosa gracia de Dios.
Atrás del cuadro, en la tela, Santiago había escrito: «El arte no es moderno. El arte es eterno. Egon Schiele».
La línea dominaba al color. Por eso los colores eran tan fuertes. El barco negro. La roja mitad del Creador. El verdirrojo de la cáscara de manzana que era la piel mudable de la serpiente. Pero la piel de Eva era translúcida como la de una virgen de Memling, en tanto que la de Adán era maculada, verde, amarilla y enferma, como la de un adolescente de Schiele.
El hombre miraba a la mujer. La mujer miraba al cielo. Pero ninguno de los dos caía. Porque ambos se deseaban. Había esa
equivalencia entre la diferencia que Laura hizo suya, equiparando su propia emoción a la de su hijo el joven artista muerto.
Colgó el cuadro de Santiago el Menor en la sala del apartamento y supo para siempre que el hijo era el padre de la madre, que Laura Díaz la fotógrafa le debía más, sin saberlo, a su propio hijo que a cualquier otro artista. Al principio, no lo supo y por eso la identificación, secreta e ignorada, fue tan poderosa.
Ahora no importaba nada sino la equivalencia de la emoción.
Se sucedieron las exposiciones de fotografías primero vendidas a diarios y revistas y luego publicadas en forma de libros.
Bendiciones de animales y pájaros.
Ancianos bigotones reunidos cantando corridos de la Revolución.
Vendedores de flores.
Las albercas repletas del Día de San Juan.
La vida de un obrero metalúrgico.
La vida de una enfermera en un hospital.
Su célebre foto de una gitana muerta sin líneas en la mano abierta bajo sus senos, una gitana con el destino borrado.
Y ahora algo que le debía a Jorge Maura: un reportaje sobre el exilio republicano español en México.
Laura se dio cuenta de que la guerra de España había sido, durante muchos años, el epicentro de su vida histórica más que la Revolución Mexicana, que de manera tan suave y tangencial pasó por el estado de Veracruz, como si morir en el Golfo fuese un privilegio único, conmovedor e intocable reservado para el hermano mayor de Laura, Santiago Díaz, protagonista solitario, para ella, de la insurrección de 1910.
En España, en cambio, lucharon Jorge Maura, Basilio Bal-tazar y Domingo Vidal; en España murió el gringo joven, Jim, y sobrevivió el gringo triste, Harry; en España fue fusilada la bella y joven Pilar Méndez por orden de su padre el alcalde comunista Alvaro Méndez frente a la puerta latina de Santa Fe de Palencia.
Con toda esa carga afectiva detrás de ella empezó Laura a fotografiar los rostros del exilio español en México. El presidente Cárdenas le dio asilo a un cuarto de millón de republicanos. Cada
vez que fotografiaba a uno de ellos, Laura recordaba con emoción el viaje de Jorge a La Habana para rescatar a Raquel del Prinz Eugen anclado frente al Morro.
Cada uno de sus modelos pudo sufrir esa suerte: cárcel, tortura, ejecución. Ella lo supo.
Retrató los milagros de la supervivencia. Ella lo sabía.
El filósofo José Gaos, él mismo discípulo de Husserl corno Jorge Maura y Raquel Mendes-Alemán, reclinado en el barandal de fierro sobre el patio de la Escuela de Mascarones, el filósofo con cabeza de patricio romano, calva y fuerte, tan fuerte como su quijada, tan firme como sus labios de lápiz, tan escéptico como su mirada miope detrás de los espejuelos pequeños y redondos como para servirle a un Franz Schubert de la filosofía. Gaos se apoyaba en el barandal y desde el hermoso patio colonial los muchachos y muchachas de la Facultad de Filosofía levantaban los rostros para mirar al maestro con sonrisas de admiración y gratitud.
Luis Buñuel le dio cita en el bar del Parador, donde el cineasta ordenaba martinis perfectos a su barman favorito, Córdoba, mientras dejaba correr por su memoria la película de un ciclo cultural, de la Residencia de Estudiantes en Madrid a la filmación de Un perro andaluz, donde Buñuel y Dalí utilizaron un ojo de pescado muerto rodeado de pestañas para simular el ojo de la heroína rebanado por una navaja de afeitar, a la de La edad de oro y su imagen de la jerarquía eclesiástica convertida en una roca petrificada en la costa de Mallorca, a la participación en el surrealismo parisino al exilio en Nueva York, a la delación por Dalí («Buñuel es comunista, ateo, blasfemo y anarquista, ¿cómo pueden emplearlo en el Museo de Arte Moderno?»), a la llegada, con cuarenta dólares en la bolsa, a México.