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Ya no habría tiempo para sentirse condenado o satisfecho de que sólo ella le juzgara, nadie más.

Logró llegar al segundo piso.

Ya no habría tiempo de que su propia conciencia lo condenara.

Se sintió desorientado, ¿adónde quedaba la recámara, cuál puerta daba al baño?

Ya no habría tiempo para recuperar el prestigio acumulado durante años y perdido en un solo instante, como si nada contase sino ese instante en que el mundo te da la espalda.

Ah sí, éste era el baño.

Ya no habría tiempo de oírla decir qué hiciste hoy y contestar lo de siempre ya sabes.

Tocó pudorosamente con los nudillos.

Ya no habría tiempo de vigilarla cada segundo, ponerle detectives, humillarla un poco porque la quería demasiado.

Entró al baño.

Ya no habría tiempo de que ella pasara del tedio y el desprecio al amor y la ternura. Ya no.

Se miró al espejo.

Ya no habría tiempo de que los trabajadores lo amaran, de que él se sintiese amado por los trabajadores.

Tomó la navaja, la jabonera y la brocha.

Ya no habría tiempo de revivir las ¡ornadas históricas de las huelgas de Río Blanco.

Formó lentamente espuma con la brocha húmeda y el jabón de rasurar.

Ya no habría tiempo de formar otra vez los Batallones Rojos de la Revolución.

Se embarró el jabón espumoso en las mejillas, el labio superior y el cuello.

Ya no habría tiempo de reanimar la Casa del Obrero Mundial.

Se rasuró lentamente.

Ya no habría tiempo de que le reconociesen sus méritos revolucionarios, ya nadie se acordaba.

Acostumbraba rasurarse de noche antes de acostarse, asi ganaba tiempo en la mañana para salir a trabajar.

Ya no habría tiempo de que le dieran su lugar, chingada madre, él era alguien, él hizo cosas, él merecía un lugar.

Terminó de rasuratse.

Ya no habría tiempo sino para admitir el fracaso.

Se secó la cara con un paño.

Ya no habría tiempo de preguntarse, ¿dónde estuvo la falla?

Se rió largamente en el espejo.

Ya no habría tiempo de abrirle una puerta al amor.

Miró a un viejo desconocido, otro hombre que era él mismo avanzando desde el fondo del espejo a encontrarse con él ahora.

Ya no habría tiempo de decir te quiero.

Miró las arrugas de las mejillas, el mentón vencido, las orejas curiosamente alargadas, las bolsas de la mirada, las canas salién-dole por todas partes, por las orejas, por la cabeza, por los labios, como heno helado, viejo ahuehuete.

Sintió una ganas inmensas, dolorosas y placenteras a la vez, de sentarse a cagar.

Ya no habría tiempo de cumplir la promesa de un destino admirable, glorioso, heredable.

Se bajó el pantalón del pijama a rayas que su hijo Dantón le regaló de cumpleaños y se sentó en el excusado.

Ya no habría tiempo…

Pujó muy fuerte y cayó hacia adelante, se descargó su vientre y se detuvo su corazón.

Pinche viejo ahuehuete.

En el velorio de Juan Francisco, Laura se dispuso a olvidar a su marido, es decir, a borrar todos los recuerdos que le pesaban como una lápida prematura, la tumba de su matrimonio, pero en vez del duelo por Juan Francisco, cerró los ojos, detenida al lado del féretro, y pensó en el dolor del parto, pensó en cómo nacieron sus hijos, con tanto dolor y eternidades entre contracción y contracción el hijo mayor, suave como quien traga un dulce de leche el nacimiento del segundo, líquido y suave como mantequilla derretida… Pero con la mano sobre el féretro de su marido ella decidió vivir el dolor del parto, no el de la muerte, dándose cuenta de que el dolor ajeno, la muerte de otro, acaba por ser ajeno a nuestra mente, ni Dantón ni Santiago sintieron los dolores del parto de su madre, para ellos entrar al mundo fue un grito ni de felicidad ni de tristeza, el grito de victoria del recién nacido, su ¡aquí estoy!, mientras la madre era la que sufría y quizás como ella al nacer con traumas terribles y Santiago, gritaba sin importarle que la oyeran el médico y las enfermeras, «¡maldita sea! ¿para qué tuve un hijo? ¡qué horror es éste! ¿por qué no me avisaron? ¡no aguanto, no aguanto, mejor mátenme, me quiero morir, maldito escuincle, que se muera él también!»…

Y ahora, Juan Francisco estaba muerto y no lo sabía. No sentía dolor alguno.

Ella tampoco. Por eso prefería recordar el dolor del parto, para que en su rostro los que acudieron al velorio -antiguos cama-radas, sindicalistas, funcionarios menores del gobierno, uno que otro diputado y, en brutal contraste, la familia y los amigos adinerados de Dantón- vieran las huellas de un dolor compartido, pero que era falso porque el dolor, el verdadero dolor, sólo lo siente el que lo siente, la mujer al parir, ni el doctor que la asiste ni el niño que nace, sólo lo siente el fusilado cuando le penetran las balas, no el pelotón ni el oficial que da la orden, sólo lo siente el enfermo, no las enfermeras…

Quién sabe por qué, Laura recordó la imagen de la española Pilar Méndez a las puertas de la villa de Santa Fe de Palencia, gritando a la mitad de la noche para que no le ofreciera piedad su padre, sino la justicia como la concebía el fanatismo político, el fusilamiento al amanecer por traicionar la República y favorecer a la causa. Como ella, Laura hubiese querido gritar, pero no por su marido, ni por sus hijos, sino por ella misma recordando, banal y terriblemente, sus propios dolores de parturienta, indescriptibles e incompatibles. Dicen que el dolor destruye el lenguaje. Sólo puede

ser un grito, un gemido, una voz desarticulada. Hablan del dolor quienes no lo sienten. Poseen el lenguaje del dolor quienes describen el dolor ajeno. El dolor verdadero no tiene palabras pero Laura Díaz, la noche del velorio de su marido, no quería gritar.

Con los ojos cerrados, recordó otros cadáveres, los de los dos Santiagos, Santiago Díaz Obregón su medio hermano fusilado en Veracruz a los veintiún años de edad y su hijo Santiago López Díaz, muerto de su propia muerte a los veintisiete años en la ciudad de México. Dos muertos bellos, igualmente hermosos. A ellos les dedicó su luto. Sus dos Santiagos, el Mayor y el Menor, reunieron esa noche La dispersión del mundo regado a lo largo de los años, sin concierto, para darle forma propia, la forma de dos cuerpos jóvenes y hermosos. Porque una cosa es ser cuerpo y otra distinta, ser bello.

Los compañeros obreros quisieron colocar la bandera roja con la hoz y el martillo sobre el ataúd de Juan Francisco. Laura los rechazó. Los símbolos sobraban. No había derecho de identificar a su marido con un trapo rojo que mejor estaría en la plaza de toros.

Los camaradas se retiraron, ofendidos pero callados.

El sacerdote de la capilla ardiente ofreció sus servicios para un rosario.

– Mi marido no era creyente.

– Dios nos recibe a todos en su misericordia.

Laura Díaz arrancó el crucifijo que adornaba la tapa del féretro y se lo entregó al cura.

– Mi marido era anticlerical.

– Señora, no nos ofenda. La cruz es sagrada.

– Tómela. La cruz es un potro de tormento, ¿por qué mejor no le ponen una horca en miniatura, o una guillotina? En Francia hubieran guillotinado a Jesucristo, ¿sabe?

El murmullo de horror y desaprobación surgido de las filas de los familiares y amigos de Dantón su hijo satisfizo a Laura. Sabía que había hecho algo innecesario, una provocación. Le salió natural. No pudo impedirlo. Le dio gusto. Le pareció, de repente, algo así como un acto de emancipación, el comienzo de algo nuevo. Después de todo, ¿quién era ella desde ahora sino una mujer solitaria, una viuda, sin compañía, sin más familia que un hijo lejano capturado en un mundo que a Laura Díaz le parecía detestable?

La gente se iba retirando, humillada u ofendida: Laura cruzó miradas con la única persona que la miraba con simpatía. Era Basilio Baltazar. Pero antes de que cruzaran palabras, un hombre peque-

ñito y decrépito, encogido como un suéter mal lavado, arropado en una capa que le quedaba demasiado grande, un hombrecito de facciones a la vez afiladas y deslavadas por el tiempo, con sendas mati-tas de pelos blancos como pasto helado encima de las orejas, le entregó una carta y le dijo con una voz llegada del fondo del tiempo, léela, Laura, es sobre tu marido…

No tenía fecha pero era una escritura antigua, eclesiástica, más propia para registrar bautizos y defunciones, alfas y omegas de la vida, que para comunicarse con un semejante. Ella la leyó esa noche.

«Querida Laura, ¿puedo llamarla así?, después de todo, la conozco desde niña y aunque nos separen mil años de edad, mi memoria de usted permanece siempre fresca. Yo sé que su marido Juan Francisco murió guardándose los secretos de su origen, como si fuesen algo desdeñable o vergonzoso. Pero ¿se da usted cuenta de que murió de la misma manera, anónimamente, sin hacer ruido? Usted misma, si yo se lo pidiese hoy, ¿podría darme cuenta de lo que fue la vida de su marido durante los pasados veinte años? Estaría usted, mi querida Laura, en la misma situación que él. No habría nada que contar. ¿Cree usted que la inmensa mayoría de los seres que vienen a este mundo tienen algo muy extraordinario que contar sobre sus vidas? ¿Son por ello menos importantes y dignos de respeto y, a veces, de amor? Yo le escribo, mi querida amiga, a la que conozco desde que era niña, para pedirle que deje de atormentarse pensando en lo que Juan Francisco López Greene fue antes de conocerla y casarse con usted. Lo que fue antes de darse a conocer como un luchador por la justicia en las huelgas de Veracruz y la formación de los Batallones Rojos durante la Revolución. Ésa fue la vida de su marido. Esos veinte años de gloria, de elocuencia, de arrojo, eso fue su vida. No tuvo vida ni antes ni después de su momento de gloria, si me permite llamarlo así. Con usted buscó el remanso para un héroe fatigado. ¿Le dio usted la paz que en silencio le pedía? ¿O le exigió usted lo que ya no estaba en condiciones de dar? Un héroe cansado, que había vivido lo que no se vive dos veces, su momento de gloria. Venía de lejos y de abajo, Laura. Cuando lo conocí jovencito en la Macuspana erraba como un animalito sin dueño, sin familia, robando comida aquí y allá cuando no le bastaban los plátanos que Tabasco le regala al más hambriento de los pobres. Yo lo acogí. Lo vestí. Le enseñé las primeras letras. Ya sabe usted que esto es un caso corriente en México. El cura jovencito le enseña a un niño hu-

milde a leer y a escribir la lengua que de grande ese muchacho va a emplear contra nuestra Santa Madre Iglesia. Así fue Juárez y así fue López Greene. Ese apellido. ¿De dónde lo sacó, si no tenía padre ni madre ni perrito que le ladre, como dice un pintoresco dicho nuestro. "De oídas, padre…". López es un apellido muy común de la genealogía hispánica y Greene un nombre bastante usado por familias tabasqueñas que descienden de los piratas ingleses de la época colonial, cuando el mismísimo sir Henry Morgan atacó las costas del Golfo de Campeche y saqueó los puertos por donde salían a España el oro y la plata de México. ¿Y Juan? Otra vez, el gentilicio más común de la lengua española. Pero Francisco, porque yo le enseñé las virtudes del más admirable santo de la Cristiandad, el varón de Asís… Ah, mi querida niña Laura, San Francisco dejó una vida de lujos y placeres para convertirse en el juglar de Dios. A mí, usted lo sabe, me pasó lo contrario. La fe a veces flaquea. No sería fe si no hubiera duda. Yo era joven aún cuando llegué a Catemaco a sustituir a un párroco muy querido, usted lo recuerda, el padre lesús Morales. Le confieso varias cosas. Me irritó el aura de santidad que coronaba al párroco Morales. Yo era muy joven, imaginativo, hasta perverso. Si San Francisco pasó del pecado a la santidad, yo haría lo mismo, quizás en reversa, sería un párroco perverso, pecador, ¿qué horrores no le dije a usted a la oreja, Laura, desafiando el mandato mayor de Nuestro Señor Jesucristo, no escandalizar a los niños? ¿Qué crimen mayor cometí que huir del pueblo con el tesoro de los más humildes, las ofrendas del Santo Niño de Zongolica? Créame, Laura, pequé para poder ser santo. Ése era mi proyecto, mi francis-canismo pervertido, si usted quiere. Fui despojado de mi ministerio y así me encontró usted, sobreviviendo con mis dineros robados, como huésped de su mamacita que Dios tenga en su gloria, en Xala-pa. Debió usted comentarle algo a su marido. Me recordó. Fue a buscarme. Me agradeció mis enseñanzas. Conocía mi pecado. Me confesó el suyo. Entregó a la monja que decía llamarse "Carmela", la madre Gloria Soriano implicada en el asesinato del presidente electo Alvaro Obregón. Lo hizo por convicción revolucionaria, me dijo. La política entonces era acabar con el clericalismo que en México había explotado a los pobres y apoyado a los explotadores. No dudó en entregarla: era su deber. Nunca pensó que usted, Laura, que ni siquiera era creyente, iba a tomarlo a pecho. Qué curioso, pero qué mal. No medimos las consecuencias morales de nuestros actos. Creemos cumplir con la ideología, revolucionarios, clericales,

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