Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Temía -o sólo quería creer- que en algún momento Juan Francisco iba a saltar de su letargo y a tocarla con otra voz, la voz nueva y vieja al mismo tiempo, del final. Se armó de paciencia para ese final que iba a llegar, que se acercaba visiblemente en el vencimiento físico de aquel hombre grandulón, de espaldas altas y manos inmensas, torso largo y piernas cortas como algunos de su casta -su casta, algo quería atribuirle Laura a Juan Francisco, por

lo menos raza, casta, ascendencia, familia, padre y madre, amantes, primera esposa, hijos bastardos o legítimos, ¿qué más daba? Estuvo a punto, un día, de tomar el Interoceánico de regreso a Veracruz y de allí por lancha y carretera a Tabasco, a consultar registros pero se sintió una fisgona despreciable y siguió su vida diaria ayudando a Frida Kahlo, más doliente que nunca, con una pierna amputada, prisionera del lecho y de la silla de ruedas, asistiendo a las reuniones de los Rivera en honor de los nuevos exiliados, los norteamericanos perseguidos por el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso…

Había comenzado una nueva guerra, la guerra fría, Chur-chill la había consagrado con un discurso célebre: «Una cortina de hierro ha descendido sobre Europa, de Stettin al Báltico». Stalin le daba la razón a las democracias. La paranoia del viejo dictador alcanzaba cimas delirantes, encarcelaba y mandaba matar no a sus enemigos inexistentes, sino a sus amigos por el temor de que algún día fuesen enemigos; practicaba el asesinato y el encarcelamiento preventivo, cruel, horrorosamente innecesario… Pero Picasso pintaba el retrato «realista» de Stalin y una paloma para acompañarlo, porque este extraño monstruo tan discutido en aquellas tertulias de Domingo Vidal, Basilio Baltazar y Jorge Maura en el Café París durante la guerra de España, resultaba ahora el campeón de la paz y contra los imperia-listas norteamericanos que, ni cortos ni perezosos, se inventaban su propia paranoia anticomunista y veían agentes estalinistas debajo de cada tapete, en cada escenario de Nueva York y en cada película de Hollywood. Estos nuevos exiliados comenzaron a reunirse en casa de los Rivera. Muchos no volvieron, cansados de la verborrea mar-xista de Diego o indignados por la devoción de Frida al padrecito Stalin, a quien le dedicó retrato y elogios desmesurados, a pesar (o quizás porque) Stalin mandó asesinar al amante de Frida, León Trotski.

Laura Díaz recordaba las palabras de Jorge Maura, no hay que cambiar la vida, no hay que transformar al mundo. Hay que diversificar la vida. Hay que perder la ilusión de la unidad recobrada como llave de un nuevo paraíso. Hay que darle valor a la diferencia. La diferencia fortalece la identidad. Jorge Maura dijo encontrarse entre dos verdades. Una, que el mundo va a salvarse. Otra, que el mundo está condenado. Ambas son ciertas. La sociedad corrupta del capitalismo está condenada. Pero la sociedad idealista de la revolución también lo está.

– Cree en las oportunidades de la libertad -le dijo una voz cálida al oído a Laura Díaz, imponiéndose a los debates profun-

dos y a las conversaciones planas de la reunión en casa de los Rivera-. Recuerda que la política es secundaria a la integridad personal, porque sin ésta no vale la pena vivir en sociedad…

– Jorge! -exclamó Laura con una conmoción incomparable, volteándose a darle la cara al hombre joven aún, de cabellera plena pero ya no negra como antes, sino salpicada, igual que las cejas, de copos blancos:

– No. Siento desilusionarte. Basilio. Basilio Baltazar. ¿Me recuerdas?

Se abrazaron con una emoción comparable a un nuevo parto, en verdad como si de alguna manera los dos volviesen a nacer en ese momento y pudiesen allí mismo, en la emoción del encuentro, enamorarse y volver a ser los jóvenes de quince años atrás sólo que ahora los dos venían acompañados. Ya y para siempre. Laura Díaz acompañada de Jorge Maura. Basilio Baltazar acompañado de Pilar Méndez. Y Jorge, en su isla, acompañado para siempre de la otra Mendes, Raquel.

Se miraron con inmensa ternura, incapaces de hablar durante varios segundos.

– ¿Ya ves? -sonrió Basilio detrás de sus ojos húmedos-. Nunca salimos de los problemas. Nunca dejamos de perseguir o ser perseguidos.

– Ya veo -dijo con la voz quebrada ella.

– Hay gente muy maja entre estos «gringos». Casi todos son directores de cine y teatro, escritores, uno que otro veterano de nuestra guerra y de la Brigada Lincoln, ¿te acuerdas?

– ¿Cómo me voy a olvidar, Basilio?

– Casi todos viven en Cuernavaca. ¿Por qué no vamos juntos un fin de semana a charlar con ellos?

Laura Díaz sólo pudo plantarle un beso en la mejilla a su viejo amigo el anarquista español, como si besara otra vez a Jorge Maura, como si viese por primera vez el rostro siempre escondido de Armonía Aznar, como si surgiese del fondo del mar la efigie de su adorado hermano el primer Santiago… Basilio Baltazar fue el catalizador de un pasado que Laura Díaz añoraba pero consideraba perdido para siempre.

– Y no. Tú haces presente nuestro pasado, Basilio. Gracias.

Ir a Cuernavaca a discutir política, pero esta vez con norteamericanos, no con españoles ni con dirigentes obreros mexicanos traicionados por la Revolución, por Calles y Morones… La idea le

fatigó y la ensombreció, de regreso esa noche a la casa familiar de la Avenida Sonora, tan solitaria ya, sin María de la O y Santiago, muertos, Dantón casado y viviendo en un horrendo pastel churrigueresco de Las Lomas en el que Laura, por pura estética, juró nunca poner pie.

– Dijiste que les ibas a cambiar el gusto a tus suegros, Dantón.

– Espérate tantito, mamá. Es un ajuste, un acomodo. Tengo que darle gusto a mi suegro don Aspirina para luego dominarlo. Está medio gaga, no te preocupes, su azotea ya no tiene alcantarillas…

– ;Y tu mujer?

– Jefecita, te juro que la pobre Magda no sabía nada, ni por dónde eructar.

– Eres un vulgar bien hecho -Laura no pudo dejar de reír.

– Bah, la tengo convencida de que el niño viene de París.

– ;E1 niño? -dijo Laura abrazando a su hijo.

A los cincuenta y dos años, voy a ser abuela, se iba diciendo Laura de regreso de la fiesta en Coyoacán donde reencontró a su amigo Basilio Baltazar. Tenía cuarenta cuando conoció a Jorge Maura. Ahora vivo sola con Juan Francisco pero voy a ser abuela.

La mera apariencia de Juan Francisco en bata y pantuflas abriéndole la puerta le recordó que aún era esposa, le gustase o no. Rechazó con repugnancia una idea demasiado noble que en ese instante le pasó por la cabeza. Sólo en el hogar se sobrevive. Sólo los que permanecen en el hogar, duran. En el mundo, buscando las luces, las luciérnagas se queman y perecen. Esto era, seguramente, lo que pensaba su abuelo el viejo alemán don Felipe Kelsen, que cruzó el océano para encerrarse en el beneficio cafetalero de Catemaco para ya no salir más de allí. ¿Fue más feliz que su descendencia? No se deberían juzgar a los hijos por los padres, y mucho menos a los nietos. La idea de que nunca, como ahora, ha sido tan grande la separación entre generaciones, es falsa. El mundo está hecho de generaciones separadas entre sí, por abismos. De parejas divididas, a veces, por clamorosos silencios, como el que separó al propio abuelo Felipe de su bella y mutilada esposa doña Cósima, de cuya mirada ensimismada nunca huyó -esto lo sabía Laura desde que era niña- la figura peligrosa y gallarda de El Guapo de Papantla. Mirando a Juan Francisco abrirle la puerta en bata y pantuflas -chanclas con un hoyo para airear el dedo gordo del pie derecho, bata de

aquellas de peluche, de rayas chillonas como un sarape convertido en toalla- le entró un ataque de risa pensando que su marido podía ser el hijo secreto de aquel asaltante de caminos de la época de Juárez, El Guapo de Papantla.

– ¿De qué te ríes, mujer?

– De que vamos a ser abuelos, viejo -dijo ella con carcajadas histéricas.

De una manera inconsciente, la noticia de la preñez de su nuera la muchachita Ayub Longoria enterró de una buena vez a Juan Francisco. Era como si el anuncio de un parto próximo exigiese el sacrificio de una muerte apresurada, para que el recién nacido tomase el lugar ocupado, inútilmente, por el viejo que ya iba arriba de los sesenta y cinco. A ojo de buen cubero, se dijo sonriendo Laura, porque nadie ha visto nunca su acta de nacimiento. Lo vio muerto a partir de esa noche en la que abrió la puerta del hogar solitario. Es decir, le quitó el tiempo que le quedaba.

Ya no habría tiempo para unas cuantas caricias tristes.

Lo vio cerrar la puerta y echarle doble llave y candado, como si hubiese algo digno de ser robado en este triste y pobre lugar.

Ya no habría tiempo para decir que tuvo, al final de todo, una vida feliz.

Se fue chancleteando a la cocina a prepararse el café que simultáneamente lo adormilaba y le daba la sensación de hacer algo útil, algo propio, sin ayuda de Laura.

Ya no habría tiempo para cambiar esa sonrisa invernal.

Sorbió lentamente el café, mojó los restos de una telera en el brebaje.

Ya no habría tiempo de rejuvenecer un alma que se volvió vieja, ni creyendo en la inmortalidad del alma podría concebirse que la de Juan Francisco sobreviviese.

Se escarbó los dientes con un palillo.

Ya no habría tiempo para dar marcha atrás, recuperar los ideales de la juventud, crear un sindicalismo independiente.

Se puso de pie y dejó los trastes sucios en la mesa para que la criada los lavara.

Ya no habría tiempo para una nueva y primera mirada del amor, jamás buscada o prevista, sino asombrosa.

Salió de la cocina y le echó una ojeada a los periódicos viejos destinados al bóiler de agua caliente.

Ya no habría tiempo para la piedad que merecen los viejos aun cuando han perdido el amor y el respeto ajenos.

Atravesó la sala de muebles aterciopelados donde tuvieron lugar hace años las largas esperas de Laura mientras su marido discutía la política obrera en el comedor.

Ya no habría tiempo de indignarse cuando le pidiesen resultados, no palabras.

Dio media vuelta y regresó al comedor, como si hubiese dejado perdido algo, un recuerdo, una promesa.

Ya no habría tiempo para justificarse diciendo que entró al partido oficial para convencer a los gobernantes de sus errores.

Se agarró tambaleando del pasamanos de la escalera.

Ya no habría tiempo para tratar de cambiar las cosas desde adentro del gobierno y el partido.

Cada escalón le duró un siglo.

Ya no habría tiempo de sentirse juzgado por ella.

Cada escalón se volvió de piedra.

77
{"b":"87668","o":1}