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Jorge durmió inquieto, habló en sueños, se levantó a beber agua, luego a orinar, luego se quedó sentado en un sillón con la mirada perdida, observado por Laura desnuda, inquieta también, satisfecha del sexo que le dio Jorge pero sintiendo con alarma que no era para ella, que era un desahogo…

– Habíame. Quiero saber. Tengo derecho a saber, Jorge. Te quiero. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó?

Es un pueblo bello e inhóspito como si estuviera muñéndose poco a poco y no quisiera que nadie viese su agonía pero también deseara un testigo de su belleza mortal. Los sellos de los siglos se estampan uno sobre otro en su faz, desde la fundación ibérica que es un salvaje casco de oro con igual valor que una olla de barro. La puerta romana que perdura carcomida por el tiempo y las tormentas como un hito de poder y una advertencia de legitimidad. La gran muralla medieval, la cintura del burgo castellano y su defensa contra el islam, que sin embargo se cuela por todas partes, en la palabra almohada y en la palabra azotea, en la alberca de limpieza y placeres abominables, en la alcachofa deshojable como un clavel comestible, en el arco de medio punto de la iglesia cristiana y en el decorado morisco de puertas y ventanas cercanas a la sinagoga despoblada, derruida, perseguida internamente por el abandono y el olvido.

Ceñido por la muralla del siglo XII, el pueblo de Santa Fe de Palencia tiene un centro único, una especie de ombligo urbano en el que confluye toda la historia de la comunidad. Su plaza central es un coso taurino, un redondel de arena muy amarilla esperando que se derrame en ella el otro color de la bandera de España, una plaza que en vez de gradas de sol y sombra se encuentra rodeada de casas con enormes ventanales de celosías que se abren los domingos para ver las corridas de toros que le dan palpito y nervio a la comunidad. Sólo hay una entrada a la gran plaza cerrada.

Los tres soldados de la República han entrado hasta ese centro singular del pueblo donde los espera el alcalde don Álvaro Méndez, comunista. Es un hombre sin uniforme, de chaleco corto y barriga grande, camisa sin cuello y botas sin espuela. Su atuendo es su rostro de cejas abundantes y arqueadas como la entrada a una mezquita; sus ojos se velaron hace tiempo con los párpados de la edad, hay que adivinar un brillo duro y secreto en el fondo de esa mirada invisible. En cambio, las miradas de los tres soldados son abiertas, francas y asombradas. El viejo las lee y les dice no hago sino cumplir con mi deber, ¿vieron la puerta romana?, no es cuestión de

partido, es cuestión de derecho, esta ciudad es legal porque es republicana, no es una ciudad sublevada con el fascismo, es una ciudad gobernada legítimamente por un alcalde comunista electo que soy yo, Álvaro Méndez, que debe cumplir con su deber, por terrible y doloroso que sea.

– Es injusto -dijo con los dientes muy cerrados Basilio Baltazar.

– Voy a decirte una cosa, Basilio, y no la voy a repetir más -dijo el alcalde en medio del coso de arenas amarillas y ventanas cerradas, por cuyos visillos, sin embargo, miraban curiosas las mujeres vestidas de negro-. Hay fidelidad en obedecer las órdenes justas, pero hay mayor fidelidad aun en obedecer las órdenes injustas.

– No -retuvo el grito que le hervía en la garganta Basilio-. La mayor fidelidad consiste en desobedecer las órdenes injustas.

Ella nos traicionó, dijo el alcalde. Ella dio aviso al enemigo de las posiciones republicanas en la sierra. Ven ustedes esas luces en la sierra, miran esos fuegos en las montañas que vuelan de cima en cima, mantenidos por todos en nombre de todos, ven esos fuegos como lunas instantáneas, esas antorchas de paja y leña, esas luces pariéndose unas a otras, esa pelambre de fuego: pues son las barbas incendiadas de la República, el cerco que nos hemos impuesto a nosotros mismos para protegernos de los fascistas.

– Ella se los di¡o -tembló con cólera más ardiente que las cimas del monte la voz del alcalde-. Ella les dijo que si lograban apagar esas luces nos engañarían y bajaríamos las defensas. Ella les dijo, apaguen los fuegos del monte, maten uno a uno a los antorcheros republicanos y entonces podrán tomar este pueblo engañado, indefenso, en nombre de Franco nuestro salvador.

Sus párpados de ofidio interrogaron a cada uno de los soldados. Quería ser justo. Oía las razones. Los interrumpió el balcón abierto con ruidos y un grito desgarrador; apareció allí una mujer de rostro color de luna y ojos color de mora, toda vestida de negro, la cabeza cubierta, una piel adelgazada hasta la transparencia por el uso, como un papel sobre el cual se ha borrado más de lo que se ha escrito. Méndez, el alcalde de Santa Fe de Palencia, no le hizo caso. Reiteró: hablen.

– Sálvela en nombre del honor -dijo Jorge Maura.

– Yo amo a Pilar -gritó, más fuerte que la mujer del balcón, Basilio Baltazar-. Sálvela en nombre del amor.

– Ella debe morir en nombre de la justicia -plantó el alcalde la bota sobre la arena inmaculada y miró, buscando apoyo, al comunista Vidal.

– Sálvela a pesar de la razón política -le dijo éste.

– Vientos desfavorables -trató de sonreír el viejo pero se mantuvo, al fin, hierático-. Desfavorables.

Entonces gritó la mujer del balcón, ¡Ten piedad!, y el alcalde les dijo a todos, que no se confunda mi deber justiciero con la cólera de mi esposa, y la mujer gritó otra vez desde el balcón, ¿sólo tienes deberes de alcalde y de comunista?, y el viejo volvió a ignorarla, hablándole sólo a Vidal, Baltazar y Maura, no obedezco a mis sentimientos, obedezco a España y al Partido.

– ¡Ten compasión! -gritó la mujer.

– Es tu culpa, Clemencia, tú la educaste como católica contra mi voluntad -le contestó al fin el alcalde, dándole la espalda.

– No me amargues lo que me queda de vida, Alvaro.

– Bah, la discordia de una familia no se puede imponer a la ley.

– La discordia a veces no nace del odio, sino del amor excesivo -gritó Clemencia despojándose del manto que le cubría la cabeza revelando la cabellera blanca revuelta y las orejas desbordadas de profecías.

– Nuestra hija está a la intemperie, a las puertas de la ciudad, ¿qué vas a hacer con ella?

– Ya no es vuestra hija. Es mi mujer -dijo Basilio Baltazar.

Alguien dejó entrar, esa noche, los bueyes a la Plaza de Santa Fe. Los fuegos se empezaron a apagar en la montaña.

– El cielo está lleno de mentiras -dijo con voz opaca Clemencia antes de cerrar los visillos del balcón.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

El tema de la siguiente reunión en el Café de París parecía uno solo, la violencia, sus semillas, sus gestaciones, sus partos, su relación con el bien y con el mal. Maura tomó el argumento más difícil, no se les puede poner todo el mal a cuenta de los fascistas, no olvidemos la violencia republicana, el asesinato por los anarquistas del cardenal Soldevilla en Zaragoza, los socialistas matando a golpes a los falangistas que hacían ejercicios en la Casa de Campo en 1934, les vaciaron los ojos y se orinaron en las cuencas, eso hicieron los nuestros, camaradas.

– Eran los nuestros.

– ¿Y no mataron luego los fascistas a la muchacha que se orinó en sus muertos?

– Ése es mi argumento, camaradas -dijo Maura tomando la mano de su amante mexicana-. La escalada de la violencia española nos lleva siempre a la guerra de todos contra todos.

– Con razón los escamots catalanes cortaron las vías de ferrocarril en el 34 para separar eternamente a Cataluña de España. -Basilio miró las manos unidas de Jorge y Laura-. ¡En buena hora! -pero sintió dolor y envidia.

Vidal lanzó una carcajada tan peluda como su jersey. -¡Así que todos nos matamos a puerta cerrada, alegre y regionalmente, cono, y que el mundo se vaya a hacer puñetas!

Jorge soltó la mano de Laura y la puso sobre el hombro de Vidal, no olvido las matanzas en masa ordenadas por los franquistas en Badajoz, ni el asesinato de Federico García Lorca, ni Guerni-ca. Es mi prólogo, camaradas.

– Mis amigas, olvídense de las violencias políticas del pasado, olvídense de las supuestas fatalidades políticas españolas, ésta es una guerra pero ni siquiera es nuestra, nos la quitaron, somos el teatro donde se ensaya, nuestros enemigos vienen de afuera, Franco es un títere y si no los derrotamos, Hitler va a derrotar al mundo. Recuerden que yo estudié en Alemania y vi cómo se organizaron los nazis. Olvídense de nuestras miserables violencias españolas. Esperen a ver la verdadera violencia, la violencia del Mal. El Mal, así con mayúscula, organizado como una fábrica del Ruhr. Entonces la nuestra va a parecer la violencia de un tablado flamenco o de una plaza de toros… -dijo Jorge Maura.

(-Tengo que hablarte de Raquel Alemán…)

– ¿Y tú, Laura Díaz? No has abierto el pico.

Ella bajó la cabeza un instante, luego fue mirando cariñosamente a cada uno, finalmente habló:

– Me llena de gusto ver que la disputa más encarnizada entre los hombres siempre revela algo que les es común.

Los tres se ruborizaron al mismo tiempo. Basilio Baltazar salvó la situación que ella no acababa de entender. -Se ven ustedes muy enamorados. ¿Cómo miden el amor en medio de todo esto que está ocurriendo?

– Dilo mejor así -terció Vidal-. ¿Sólo cuenta la felicidad personal, no la desgracia de millones de seres?

– Yo le hago otra pregunta, señor Vidal -regresó Laura Díaz.

– Vidal a secas, oye. Qué formalistas son los mexicanos.

– Bueno, Vidal a secas. ¿Puede el amor de una pareja suplir todas las infelicidades del mundo?

Los tres se miraron entre sí con pudor, compasión y también con compasión.

– Sí, supongo que hay maneras de redimir al mundo, seamos los hombres tan solitarios como nuestro amigo Basilio o tan organizados como yo -aceptó con una mezcla de humildad y arrogancia Vidal.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

Eso que dijo al final el comunista, Laura, le dijo Jorge a su amante cuando los dos se fueron caminando solos por la Avenida del Cinco de Mayo, es cierto pero es conflictivo.

Ella le advirtió que lo notó reticente, elocuente sí, pero reticente casi siempre. Era otro Jorge Maura, uno más, y le gustaba, palabra que sí, pero quería detenerse un rato en el Maura del café, entender sus silencios, compartir las razones del silencio.

– Sabes que ninguno se atrevió a externar sus verdaderas dudas -revirtió Maura caminando hacia la construcción veneciana del edificio de Correos de la ciudad de México-. Los más fuertes son los comunistas porque son los que tienen menos dudas. Pero al tener menos dudas cometen con más facilidad delitos históricos. No me malentiendas. Los nazis y los comunistas no son la misma cosa. La diferencia es que Hitler cree en el Mal, el Mal es su Evangelio, la conquista, el genocidio, el racismo. En cambio Stalin tiene que decir que cree en el Bien, en la libertad del trabajo, en la desaparición del Estado y en dar a cada quien según sus necesidades. Recita el Evangelio del Dios Civil.

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