Laura se abrazó muy fuerte a Orlando y soltó un llanto que venía guardando, dijo, desde que nació, desde que perdió al primer muerto y se preguntó, por qué se muere la gente que yo amo, para qué nacieron entonces…
– ¿Qué se puede hacer? Son miles, millones, quizás Juan Francisco tenga razón, ¿por dónde empiezas?, ¿qué se puede hacer por toda esta gente?
– Dímelo tú.
– Escoge al más humilde entre todos. A uno solo, Laura. Escoge a uno y salvarás a todos.
Laura Díaz mirando el paso de la meseta calcinada desde la ventanilla del pullman de regreso a casa, de regreso a Veracruz, lejos de la pirámide de arena por la que se abrían paso, como orugas, cucarachas, cangrejos, en vericuetos invisibles que de noche brotaban de hoyos como chancros, las mujeres ranas, los culebras hombres y los niños raquíticos.
Hasta esa noche no creía realmente en la miseria. Vivimos protegidos, condicionados para ver sólo lo que queremos ver. Esto le dijo Laura a Orlando. Ahora, rumbo a Xalapa, ella misma sintió la necesidad angustiosa de ser compadecida: experimentó un ansia de piedad, sabiendo que lo que ella pedía para sí, su parte de com-
pasión, es lo que de ella se esperaba en la casa de la calle Bocanegra, un poco de compasión, un poco de atención por todo lo olvidado -la madre, la tía, los dos hijos- para no decirles la verdad, para mantenerlos en la ficción original, era mejor que Dantón y Santiago crecieran en una ciudad de provincia, bien cuidados, mientras Laura y Juan Francisco arreglaban sus vidas, sus carreras, en la difícil ciudad de México, en el dificilísimo país que emergía del surco, de la ceniza, de la sangre de la Revolución… Sólo la tiíta María de la O sabía la verdad pero sobre todo sabía que la discreción es la verdad que no hace daño.
Estaban sentadas las cuatro en los viejos sillones con respaldo de mimbre que la familia venía arrastrando desde el puerto de Ve-racruz. Le abrió el zaguán el negro Zampayita y éste fue el primer asombro de Laura: el alegre saltarín tenía la cabeza blanca y la escoba ya no le servía para bailar «tomando a la pareja del talle si se deja»; era un báculo sobre el cual el viejo servidor de la familia apoyó su exclamación mutilada, su «¡Niña Laura!» apagada por el chitón impuesto por el gesto de Laura, en el dedo contra los labios mientras el negro tomaba la maleta de la niña y ella lo dejó hacer para que se siguiera respetando a sí mismo, aunque apenas podía con la petaca.
Laura lo que quería era verlas primero desde la puerta de entrada al salón, sin que la vieran a ella, detrás de las cortinillas raídas, las cuatro hermanas sentadas en silencio, la tía Hilda moviendo nerviosamente los dedos artríticos como si tocara un piano sordo, la tía Virginia murmurando en silencio un poema que no tenía fuerzas para consignar al papel, la tiíta María de la O mirándose ensimismada los tobillos gordos y sólo Leticia, la Mutti, tejiendo una gruesa chambra que se extendía sobre sus rodillas, protegiéndola, en el acto de tejer, del frío decembrino de Xalapa, cuando las nieblas del Cerro de Perote se juntan con las de las presas, las fuentes, los riachuelos que se dan cita en la zona subtropical fértil entre las montañas y la costa.
Al levantar la vista para apreciar su labor, Leticia encontró la mirada de Laura y exclamó hija, hija mía, incorporándose con Pena mientras Laura corría a abrazarla, no te muevas, Mutti, no te canses, nadie se levante, por favor, y de haberse levantado, ¿se habría ahorcado a sí misma la tía Hilda con el sofocante que le ceñía la papada y le angostaba aún más los ojos cegatones detrás de espejuelos espesos como un muro de acuario? ¿Se habría descascarado la tía Virginia cuyo rostro pambaseado de arroz no era ya una arruga polveada, sino un polvo arrugado? ¿Se habría derrumbado la tiíta
María de la O sobre la losa recién trapeada del piso sin alfombra, perdido el soporte de los tobillos hinchados?
Pero Leticia se incorporó, recta como una flecha, paralela a las paredes de la casa, su casa, suya, esto le decía a Laura la actitud toda de su madre, la casa es mía, yo la mantengo limpia, ordenada, activa, modesta pero suficiente. Aquí no falta nada.
– Nos haces falta, hija. Le haces falta a tus hijos.
Laura la abrazó, la besó, se quedó callada. No iba a recordarle que ellas, madre e hija, vivieron doce años separadas en Cate-maco del padre Fernando y el hermano Santiago y que las razones del pasado podrían invocarse en el presente. El presente de ayer, sin embargo, no era el pasado de hoy. Las fiestas de Carmen Cortina pasaron velozmente por el entrecejo de Laura, a la carrera, como los perros sueltos alrededor de la estación de ferrocarril; acaso los perros admiraban secretamente la velocidad de las locomotoras; acaso los invitados de Carmen Cortina eran otra jauría de animales sin dueño.
– Los niños están en la escuela. Ya no tardan.
– ¿Cómo van sus estudios?
– Están con las señoritas Ramos, claro.
Iba a decir, ¡Dios mío, no se han muerto!, pero eso hubiese sido otro desacierto, un faux pas como diría Carmen Cortina, cuyo mundo parecía desaparecer, ahora, en la irrealidad más lejana e invisible. Laura sonrió por dentro. Ése había sido durante el año y medio de sus amores con Orlando Ximénez, su mundo, el mundo diario, o más bien nocturno, de Laura y Orlando juntos.
Laura y Orlando. Qué diferente sonaba esa pareja aquí en la casa de Xalapa, en Veracruz, en la memoria resucitada de Santiago el primero. Se sorprendió pensando esto porque su hermano fue fusilado a los veintiún años de edad, pero el nuevo Santiago que entraba ahora a la sala con su mochila al hombro era un caballerito de doce años de edad, serio como un retrato y directo en su anuncio preliminar:
– Dantón se quedó castigado. Tiene que llenar veinte páginas sin una sola mancha de tinta.
Las señoritas Ramos serían siempre las mismas, pero Santiago no había visto a su mamá en cuatro años. Sin embargo, enseguida supo quién era. No corrió a abrazarla. Dejó que ella viniese hasta él, se hincase para besarlo. No cambió el semblante del niño. Laura pidió auxilio con la mirada a las mujeres de la casa.
– Así es Santiago -dijo la Mutti Leticia-. No he conocido niño más serio.
– ¿Puedo retirarme? Tengo mucha tarea.
Besó la mano de Laura -¿quién le habría enseñado eso, las señoritas Ramos, o era innata la cortesía, la lejanía?- y salió saltando. Laura celebró este gesto infantil; su hijo entraba y salía saltando, aunque hablase como un juez.
La cena fue lenta y penosa. Dantón mandó decir con una sirvienta que iba a dormir en casa de un amigo y Laura no quería jugar a la capitalina activa y emancipada, ni turbar la siesta ambulante que pasaba por vigilia de sus tías, ni ofender, por el contrario, la admirable y nerviosa actividad de su madre, pues Leticia era quien cocinaba, corría, servía, mientras que el negro Zampayita canturreaba en el patio y a falta de conversación un olor peculiar, el olor de la casa de huéspedes, se iba apoderando de todos los espacios; era el aroma muerto de muchas noches solitarias, de muchas visitas apresuradas, de muchos rincones donde pese al esfuerzo de la Mutti y la escoba del negrito se iban acumulando el polvo, el tiempo, el olvido.
Porque huéspedes no había en esta ocasión, aunque siempre pasaban uno o dos por semana que permitían mantener la pensión modestamente, más la ayuda de Laura para los niños, escuchaba la hija a la madre con creciente zozobra, ansiosa de estar a solas con ella, su madre Leticia, pero también con cada una de las mujeres de esta casa sin hombres -sacudirlas de la apatía de una siesta eterna. Pero pensar esto no sólo era una ofensa para ellas; era una hipocresía para Laura que durante dos años había vivido de la caridad de Elizabeth, dividiendo la mesada de Juan Francisco diputado de la CROM entre pagos a Elizabeth, gastos personales y un poco para los niños acogidos en Xalapa mientras Laura dormía hasta las doce del día después de desvelarse hasta las tres de la mañana, nunca oía a Orlando levantarse más temprano y salir a sus misteriosas ocupaciones, Laura se había engañado leyendo en la cama, diciéndose que no estaba perdiendo el tiempo, que se educaba a sí misma, leía lo que le había faltado leer de adolescente, después de descubrir a Carlos Pellicer, leer a Neruda, a Lorca, y atrás a Queve-do, a Garcilaso de la Vega… con Orlando iba a Bellas Artes a oír a Carlos Chávez dirigiendo obras que para ella eran todas nuevas, Pues en su memoria sólo flotaba como un perfume Chopin tocado por la tía Hilda en Catemaco, y ahora se juntaban en una vasta misa musical Bach, Beethoven y Berlioz; Ponce, Revueltas y Villa-
lobos; no, no había perdido el tiempo en las fiestas de Carmen Cortina, al leer un libro o escuchar un concierto dejaba, al mismo tiempo, correr su pensamiento personal más interior y profundo con el propósito -se decía a sí misma- de situarse en el mundo, comprender los cambios en su vida, proponerse metas firmes, más seguras que la fácil salida -le parecía ahora, recostada de vuelta en la cama de su adolescencia abrazada de nuevo a Li Po- de la vida matrimonial con Juan Francisco o incluso la muy placentera vida bohemia con Orlando -algo mejor para sus hijos Santiago y Dan-tón, una madre más madura, más segura de sí…
Ahora estaba de vuelta en el hogar y esto era lo mejor que pudo haber hecho, regresar a su raíz y sentarse tranquilamente a beber espumosas en La Jalapeña de don Antonio C. Báez, quien aseguraba a sus clientes: «Esta fábrica no endulza sus aguas con sacarina», mirando los aparadores de la casa de Ollivier Hermanos ofreciendo todavía los corsets «La Ópera» y hojeando en la librería La Moderna de don Raúl Basáñez las revistas ilustradas europeas que tanto aguardaba su padre Fernando Díaz cada mes en el muelle de Vera-cruz. Entró a la Casa Wagner y Lieven, frente al Parque Juárez, para comprarle a la tía Hilda las partituras de un músico que acaso ella desconocía, Maurice Ravel, escuchado por Orlando y Laura en un concierto de Carlos Chávez en Bellas Artes.
Ellas actuaban como si nada hubiese pasado. Ésa era su fuerza. Estaban para siempre en el beneficio cafetalero de don Felipe Kelsen natural de Darmstadt en la Renania. Movían las manos en la mesa como si los cubiertos fuesen de plata, no de estaño; los platos de porcelana, no de barro; el mantel de lino, no de manta; había algo concreto a lo que no habían renunciado, sin embargo. Cada mujer tenía su propia servilleta de lino almidonada, cuidadosamente enrollada y protegida por un anillo de plata con la inicial de cada una de ellas, una V, una H, una MO, una L grabadas con arte y relieves gari-goleados. Era lo primero que cada una tomaba al tomar sus lugares en la mesa. Era el orgullo, el salvavidas, el sello de alcurnia. Era la casta de los Kelsen, antes de los maridos, antes de las solterías confirmadas, antes de las muertes. El anillo de plata de las servilletas era la personalidad, la tradición, la memoria, la afirmación de todas ellas y de cada cual.