– Pero Elizabeth, ya tengo un hombre…
– Nunca se sabe, you never know… Pero no vine a darte clases de respiración, sino a decirte que me sigas mandando las cuentas de todo, del peluquero, de la ropa, no te midas, chulita, el bembo de Caraza me dejó bien armada, gastar es mi placer y no quiero que nadie diga que mi amiga es la mantenida de Orlando Ximénez…
Laura, con el dibujo de una sonrisa agria, le preguntó a Eli-zabeth: -¿Por qué me estás ofendiendo?
– ¿Ofenderte yo? ¿A mi amiga de siempre? Jesús!
Elizabeth se secó el sudor que perlaba la división de sus ya muy prepotentes senos.
– Bueno, me estás cortando.
– No lo tomes así.
– Te he prometido pagarte. Conoces mi situación.
– Esperemos a la siguiente revolución, mi amor. A ver si a tu marido le va mejor entonces. ¿Diputado por Tabasco? No me hagas reír. Ése es un estado de comecuras y bebedores de tepache, no de señores que pagan la renta.
Laura le dio la espalda a Elizabeth y tomó la mano de Orlando con una urgencia de fuga. Orlando acarició la de Laura, sonriente.
– ¿No quieres toparte con el terrible Artemio Cruz en el elevador? Dicen que es un tiburón y a ti, mi amor, sólo te mastico yo.
– Míralo. Qué tipo arrogante. Ha dejado plantada a Laura.
– Te digo que es un tiburón. Y los tiburones nunca dejan de moverse. Si se detienen, se hunden y se mueren en el fondo del mar.
Las dos Lauras se atrajeron espontáneamente. -Las dos Lauras tienen cara de tristeza, ¿qué tendrá la tristeza que está tan princesa? -susurró Orlando y se fue a buscarles copas a todos.
– ¿Por qué toleramos la vida social? -preguntó sin más la mujer rubia.
– Por miedo, yo creo -le contestó Laura Díaz.
– ¿Miedo a hablar, miedo a decir la verdad, miedo a que se rían de nosotros? ¿Te das cuenta? No hay nadie aquí que no venga armado de bromas, chistes, wit. Son sus espadas para defenderse en un torneo en el que el premio es la fama, el dinero, el sexo y sobre todo sentirse más listo que el prójimo. ¿Tú quieres eso, Laura Díaz?
Laura negó con énfasis, no.
– Entonces sálvate pronto.
__. ?
¿…
– Yo ya no puedo. Estoy capturada. Mi cuerpo está capturado por la rutina. Pero te juro que si pudiera escaparme de mi propio cuerpo… lo detesto -exhaló Laura Riviére con un gemido inaudible-. ¿Sabes a qué conduce todo esto? A una cruda moral permanente en la que acabas odiándote a ti misma.
– Mira -se acercó Orlando balanceando tres manhattans en la copa de sus manos reunidas-. Ya hicieron click la Máxima
Actriz y el Máximo Narciso. Tuve razón. Las mujeres famosas fueron inventadas por hombres inocentes.
– No -tomó la copa la Riviére-. Por hombres maliciosos que nos condenan a la teatralidad.
– Queridos -interrumpió Carmen Cortina-. ¿Ya les presenté a Querubina de Landa?
– Nadie se llama Querubina de Landa -le dijo Orlando a Carmen, al aire, a la noche, a la prolongada y proclamada señorita Querubina de Landa colgada del brazo del filósofo galán, a quien de paso Orlando le espetó: -Con razón te dicen El Gran Pepenador.
– En esto de los nombres, mi querido aunque iletrado Orlando, nadie ha dicho mejor que Platón: hay nombres convencionales, hay nombres intrínsecos a las cosas y hay nombres que armonizan a la naturaleza y a la necesidad, como por ejemplo Laura Riviére y Laura Díaz. Buenas noches.
O'Higgins se inclinó ante la compañía y le pegó una nalgada a la convencional, natural, armoniosamente llamada Querubina de Landa: -Let's fuck.
– Apuesto a que en realidad se llama Petra Pérez -dijo la cordial anfitriona y corrió a saludar a una insólita pareja que entraba al salón del penthouse sobre el Paseo de la Reforma, un señor muy anciano tomado del brazo de una señora perpetuamente temblorosa.
Los tacones de Laura Díaz sonaban a martillo sobre la banqueta de la avenida. Sonrió tomada del brazo de Orlando. Le dijo que se habían conocido en una hacienda de Veracruz para acabar en un penthouse del Paseo de la Reforma, pero con las mismas reglas y aspiraciones: ser admitidos o desaprobados por la sociedad y sus emperatrices, doña Genoveva Deschamps en San Cayetano, Carmen Cortina en México.
– ¿No podemos escapar? Llevamos ya dieciocho meses en esto, mi amor.
– Para mí el tiempo no cuenta si estoy contigo -dijo el ya no tan joven y ahora alopécico Orlando Ximénez.
– ¿Por qué nunca usas sombrero? Eres el único.
– Por eso, para ser único.
Caminaron por la parte arbolada de la avenida esa noche fría de diciembre. El sendero de tierra suelta estaba hecho para jinetes madrugadores.
– Sigo sin saber nada de ti -se atrevió a decirle Laura, apretándole más la mano.
– Yo no te escondo nada. Sólo ignoras lo que no quieres saber.
– Orlando, noche tras noche, como hoy, sólo escuchamos frases hechas, preparadas, esperadas…
– No te quedes corta. Desesperadas.
– ¿Sabes? He acabado por darme cuenta que en este mundo al que me has introducido no importa cómo terminemos. Hoy fue una noche interesante para mí. Los que más se importaban entre sí eran Laura Riviére y Artemio Cruz. Ya ves. Él se fue, la noche terminó mal. Eso es lo más importante que pasó esta noche.
– Déjame consolarte. Tienes razón. No importa cómo terminemos. Lo bueno es cuando no nos damos cuenta de que todo se acabó.
– Oh mi amor, siento que me estoy cayendo por una escalera quebradiza…
Orlando detuvo un taxi y dio una dirección desconocida para Laura. El chofer miró con asombro a la pareja.
– ¿De veras, jefe? ¿Está seguro?
En 1932, la ciudad de México se vaciaba temprano, las meriendas caseras tenían horarios puntuales, congregaban a toda la familia y ésta estaba muy unida, como si la prolongada guerra civil -veinte años sin sosiego- le hubiese enseñado a los clanes a vivir asustados, abrazados entre sí, aguardando lo peor, el desempleo, la expropiación, el fusilamiento, el rapto, la violación, los ahorros esfumados, la moneda de papel inservible, la arrogante confusión de las facciones rebeldes. Una sociedad había desaparecido. La nueva sociedad aún no se perfilaba claramente. Los citadinos tenían un pie en el surco y otro en la ceniza, como dijo Musset de la Francia posnapo-leónica. Lo malo es que a veces la sangre cubría tanto al surco como a la ceniza, borrando los linderos entre el terreno para siempre yermo y el grano que, para dar sus frutos, primero debe morir.
Fiestas como las de la célebre y cegatona Carmen Cortina eran el alivio de una élite mundana que contaba entre sus protagonistas Semillas y Cenizas, los que sobrevivieron a la catástrofe revolucionaria, los que vivieron gracias a ella y los que murieron en ella pero aún no se enteraban. Las fiestas de Carmen eran una excepción, una rareza. Las familias decentes se visitaban entre sí temprano, se casaban entre sí aún más temprano, usaban lupa y coladera para dejar pasar a la nueva sociedad revolucionaria… Si un bárbaro general sonorense se casaba con una linda señorita sinaloense, allí
estaban los parientes y allegados de Culiacán para aprobar o desaprobar. La familia del general Obregón no tenía pretensiones sociales y el Manco de Celaya mejor hubiera hecho de quedarse en su finca de Huatabampo a cuidar guajolotes que empeñarse en la reelección y la muerte. Los Calles, en cambio, querían relacionarse, figurar, presentar a sus hijas en el Country Club de Churubusco y luego casarlas a todas por la iglesia, ¡no faltaba más!, aunque en ceremonias privadas. El caso más notable y respetado, sin embargo, fue el del general Joaquín Amaro, la estampa misma del cabecilla revolucionario, un jinete sin par que parecía más bien centauro, un indígena yaqui de paliacate y arracada, piel de ébano, gruesos labios sensuales y desafiantes y mirada perdida en el origen de las tribus, que se casó con una señorita de la mejor sociedad norteña cuyo regalo de bodas fue obligar al general a aprender francés y urbanidad.
Muchachos parranderos los hubo siempre, aunque ya no había dinero para estudiar en el extranjero y ahora todos iban a la Escuela de Derecho en San Ildefonso, a la Escuela de Medicina en Santo Domingo, los más humildes a las vocacionales, los más fifís a Arquitectura: todo ocurría en el viejo centro, rodeado de cantinas, cabarets y prostíbulos. La vida popular hormigueaba invisible, de día y de noche, y México era aún ciudad de sombrerudos y huara-chudos, de overol y rebozo: es lo que me enseñó mi marido Juan Francisco cuando me llevó a ver los barrios populares y me convenció de que los problemas eran tan gigantescos que mejor debía quedarme en casa y cuidar a mis hijos…
– Tu marido no te enseñó nada -dijo con ferocidad desacostumbrada Orlando Ximénez, tomando a Laura Díaz de la muñeca y obligándola a bajar en medio de un erial construido, ése era el choque brutal, la paradoja, éstas eran las calles, éstas eran las casas, y sin embargo éste era el desierto en medio de la ciudad, ésta era una ruina construida de polvo, concebida como ruina, una pirámide de arena por cuyos costados aparecían, invisibles a primera vista, siluetas incompletas, formas difíciles de nombrar, un mundo a medio hacer y ellos avanzaban en medio de este misterio urbano gris, Orlando llevando de la mano a Laura como Virgilio a Beatriz, no a Dante; a otra Laura, no a Petrarca; obligándola a mirar, mira, los ves, van saliendo de los hoyos, van emergiendo de la basura, di-me Laura, ¿qué puedes hacer por esa mujer a la que llaman La Rana que salta con el tronco aplastado contra los muslos, mírala, obligada a saltar como un batracio en busca de basura comestible, qué
puedes hacer Laura, míralo, qué puedes hacer por ese hombre que se arrastra por la calle sin nariz ni brazos ni piernas, como una serpiente humana?; y míralos ahora porque es de noche, porque sólo aparecen cuando no hay luz, porque le tienen miedo al sol, porque de día viven encerrados por miedo, para no ser vistos, ¡qué son, Laura? Míralos bien, ¿son enanos, son niños, son niños que ya no van a crecer más, son niños muertos que se quedaron rígidos, de pie, a medio enterrar en el polvo, dime Laura, esto te lo enseñó tu marido, o sólo te mostró la parte bonita de la pobreza, los obreros con camisa de mezclilla, las putas bien polveadas, los organilleros y los cerrajeros, las tamaleras y los talabarteros?, ¿ésa es su clase obrera?, ¿quieres rebelarte contra tu marido, lo odias, no te dio oportunidad de hacer algo por los demás, te menospreció?, pues ahora yo te la doy, yo te tomo de los hombros, Laura, te obligo a abrir los ojos y preguntarte, Laura, ¿que, qué puedes contra todo esto?, ¿por qué no pasamos tú y yo nuestras noches aquí, con La Rana y La Culebra y los niños que no van a crecer y tienen miedo de ver el sol, en vez de pasarlas con Carmen Cortina y Querubina de Landa y el Nalgón del Valle y la actriz que se pinta el pubis de blanco, por qué?