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abuela Cósima lo redimió todo, pero aun sin ella, sin todo lo que le debo a tu abuela y lo mucho que la adoro, yo celebro al mundo, yo sé que vine al mundo para celebrar la vida, en las duras y en las maduras, niña, y lo voy a seguir haciendo, con mil carajos. Y perdóname que hable como alvaradeña, pero allí me crié…

María de la O se apartó un momento de la cabeza de Laura para mirar a su sobrina con una sonrisa radiante, como si la tiíta trajera para siempre el calor y la alegría en los labios y los ojos.

– Y algo más, Laurita, para completar el cuadro. Tu abuelo fue a salvarme y me trajo a vivir con ustedes y eso me salvó, me canso de repetirlo. Pero tu abuela no se preocupó más por mi madre, como si bastara con salvarme a mí y a ella que se la llevara el diablo mandinga. El que se preocupó fue tu padre Fernando. No sé qué habría sido de mi mamá si Fernando no la busca, la ayuda, le pasa dinero y le permite que se haga vieja con dignidad: perdóname la brusquedad, pero no hay cosa más melancólica que una puta vieja. Lo que quiero decirte es lo siguiente. Lo que importa es estar viva y dónde estás viva. Vamos a salvar esta casa y su gente, Laura, te lo jura María de la O, la tía a la que tú has sabido respetar más que nadie. ¡No lo olvido!

Estaba engordando y le costaba un poco moverse. Cuando llevaba a pasear al padre inválido en la silla de ruedas, la gente evitaba la mirada por temor a compadecer a la pareja de un hombre tullido y una mulata color ceniza y con tobillos gordos empeñados en pasearse y aguarle la fiesta a la gente joven y sana. La voluntad de María de la O era mayor que cualquier obstáculo y las cuatro hermanas, al día siguiente del arribo de Hilda y Virginia, decidieron no sólo encontrar casa para la familia, sino convertirla en casa de huéspedes, contribuir a sostenerla, cada una pondría de su parte, cuidarían a Fernando.

– Y a ti, Laura, te pido que no te preocupes -dijo la tía Hilda.

– No te faltará nada -añadió la tía Virginia.

(… no me preocupo, tiítas, Mutti, no me preocupo, sé que no me faltará nada, soy la niña de la casa, no tengo veintidós años, sigo teniendo siete, indefensa pero protegida, como antes de la primera muerte, antes del primer dolor, antes de la primera pasión, antes de la primera rabia, todo eso que ya pasé, ya tengo, ya dominé y ahora me dejo dominar por todo lo que ya ocurrió, ya sé vivir con el dolor, la pasión, la rabia y la muerte, con ellas yo creo que sé vivir,

con lo que no puedo vivir es con la disminución de mí misma no por los demás sino por mí misma, achicada no por las niñas bobas o las tías protectoras o la Mutti que no quiere aceptar ninguna pasión para mantenerse lúcida y cumplir con la casa porque sabe que sin ella la casa se iría derrumbando como esos castillos de arena que hacen los niños en la playa de Mocambo y si esas tareas no las hace ella, ¿quién?, mientras yo me pienso, Laura Díaz, me observo tan lejana de mi propia vida, como si fuera otra, una segunda Laura que ve a la primera, tan separada del mundo que me rodea, tan indiferente a las personas fuera de mi casa, ¿es sano ser así?, pero tan preocupada por los que viven aquí conmigo pero en ambos casos tan separada y sin embargo tan culpable de ser una carga, como el niño de la novela inglesa de Thomas Hardy, soy querida por todos, pero ahora les peso a todos aunque no lo digan, soy la niñota que va para los veintitrés años sin traer pan a la casa donde le dan pan, la niña grande que se cree justificada porque le lee libros a su padre paralítico, porque los quiere a todos y todos la quieren a ella, voy a vivir del amor que doy y el amor que recibo, no basta, no basta amar a mi madre, llorar por mi hermano, compadecer a mi padre, no basta adoptar mi propio dolor y mi propio cariño como derechos que me liberan de otra responsabilidad, ahora quiero desbordar mi amor por ellos, exceder mi dolor por ellos, liberándolos de mí, quitándome de encima, dándoles la gracia de no preocuparse por mí sin que yo deje de preocuparme por ellos, papá Fernando, Mutti Leticia, tiítas Hilda y Virginia y María de la O, Santiago mi amor, no les pido ni comprensión ni ayuda, voy a hacer lo que debo hacer para estar con ustedes sin ser más de ustedes pero ser para ustedes…).

Juan Francisco López Greene era un hombre muy alto, excediendo los seis pies de estatura, muy moreno, con trazos tanto indígenas como negroides en su fisonomía, pues si los labios eran gruesos, el perfil era recto y si el pelo era crespo, la piel era lisa y dulce como la del piloncillo, y nocturna como la de los gitanos. Los ojos eran islas verdes en un mar amarillo. Sus hombros anchos y encaramados deslucían un cuello fuerte pero más largo de lo que parecía, como largos eran sus brazos y grandes sus manos devotamente obreras. El torso corto, las piernas largas y los pies más grandes que los zapatos mineros.

Era poderoso, era torpe, era delicado, era distinto.

Llegó al baile del Casino acompañado por Xavier Icaza, el joven abogado laborista, hijo de una familia de aristócratas que ahora

servía a la clase obrera y fue quien llevó al baile a un hombre tan ajeno al perfil social de las buenas familias xalapeñas.

Icaza, un hombre brillante pero poco convencional, escribía poesía vanguardista y relatos picarescos; sus libros tenían viñetas cubistas con rascacielos y aviones y su poesía daba la sensación de velocidad moderna buscada por el autor en tanto que sus novelas traían la tradición de Quevedo y el Lazarillo a la moderna ciudad de México, una ciudad que se iba llenando -le explicaba Icaza a los grupos de invitados al baile anual del Casino- de inmigrantes del campo y que no haría sino crecer y crecer. Les guiñó un ojo a los hombres de empresa locales, ahora hay que comprar barato, la Colonia Hipódromo, la Colonia Nápoles, Chapultepec Heights, el parque de la Lama, hasta el Desierto de los Leones, van a ver cómo van a subir los bienes raíces, no sean guajes -reía con sus dientes alegres-, inviertan ahora.

Lo llamaban futurista, estridentista, dadaísta, nombres que nadie había oído mentar en Veracruz y que Icaza introducía, con un soplo casi insolente, en las ciudades de provincia a donde llegaba, por carreteras primitivas, manejando un Issota-Fraschini convertible y de color amarillo, como para establecer pronto y bien sus credenciales, exigiendo la mano de la señorita Ana Guido y como los padres de ésta manifestaran dudas, Xavier Icaza lanzó el poderoso automóvil italiano escalinata arriba en plena Catedral un domingo mientras se celebraba misa; el rugir del motor y la demencia misma del coche subiendo la escalinata empinada con el joven y brioso abogado liberando todo el h.p. posible para lograrlo y, apenas detenido peligrosamente el carro donde terminaba la escalera y comenzaba el atrio, proclamando en voz alta que había venido a casarse con Anita y nada ni nadie se lo impediría.

– Yo no vendo ilusiones -iba declarando el joven abogado Icaza a sus viejos conocidos en el baile del Casino-. Se trata de conveniencias mutuas. La revolución ha desatado a todas las fuerzas dormidas del país, los comerciantes e industriales nacionales ahorcados por la entrega del país a los extranjeros, los funcionarios obstaculizados en su ascenso por la anciana burocracia porfirista, y para qué hablar de los campesinos sin tierra y los obreros ansiosos de organizarse y tener una voz pública respetada. Oigan, ¿qué eran los rebeldes de las fábricas de Río Blanco y las minas de Cananea, los primeros que se levantaron contra la dictadura, qué eran sino obreros?

– Madero no les hizo concesiones -dijo el padre del joven gallero de Córdoba.

– Porque Madero no entendía nada -alegó Icaza-. En cambio, el siniestro Victoriano Huerta, el asesino de Madero, él sí buscó el apoyo de la clase obrera y permitió las mayores manifestaciones del Primero de Mayo jamás vistas. Concedió la jornada de ocho horas y la semana de seis días, pero cuando los sindicatos le pidieron la democracia, eso sí que no. Arrestó y deportó a los líderes. Uno de ellos es mi amigo Juan Francisco López Greene a quien les presento con mucho gusto. Lo de Greene no quiere decir que sea inglés: todos en Tabasco se llaman Graham o se llaman Greene porque descienden de piratas ingleses, pero de madres indias y negras, ¿verdad, tú?

Juan Francisco sonrió y asintió. -Laura, tú que eres culta, ahí te lo dejo -habló con gracia y firmeza Icaza y se fue a otra cosa.

Laura sospechó que este recién venido, tan ajeno a las costumbres provincianas y que habría aparecido, en los saraos de la hacienda de San Cayetano, como ese «Cristo con pistolas» al que se refirió una vez el terrateniente cordobés, tendría una torpeza personal comparable a la de sus zapatones de minero, cuadrados, gruesos y con clavos en las suelas. Imaginó que su discurso sería una lluvia de piedras punteadas por el silencio. Le sorprendió, por eso, oír una voz tan pareja, serena y hasta dulce, en la que cada palabra poseía el peso de la convicción y por ello Juan Francisco López Greene se permitía ser tan suave y hablar tan «bajito».

– ¿Tiene razón Xavier Icaza? -se lanzó a decir Laura buscando apoyos para iniciar la conversación.

Juan Francisco insistió. -Sí. Yo ya sé que todos tratan de usarnos.

– ¿De usar a quién? -preguntó sin afectación Laura.

– A los trabajadores.

– ¿Tú lo eres? -se lanzó Laura de nuevo, tuteando convencida de que no lo ofendía, desafiándolo un poco a tratarla igual, no de señorita o usted, buscando inciertamente el terreno común con el desconocido, husmeándolo, sintiéndose un poco bestia, un poco salvaje, como nunca se sintió con Orlando, que la obligaba a pensar cosas perversas, refinadas y tan sutiles que desaparecían como un perfume ponzoñoso, fuerte pero deletéreo pero fugaz.

No pudo. -Es el riesgo, señorita. Hay que aceptarlo.

(Que me hable de tú, rogó Laura, quiero que me hable de tú, que no me diga señorita, quiero por una vez sentirme diferente, quiero que un hombre me diga y me haga cosas que yo no sé o no espero o no puedo pedir, esto no se lo puedo pedir, tiene que salirle a él, y de eso va a depender todo lo que venga después, de un simple tú o usted…)

– ¿Cuál riesgo, señor Greene? -Laura revirtió al usted formal.

– El de que nos manipulen, Laura.

Añadió, sin darse cuenta (o quizás fingiendo que no se enteraba) del cambio de color en la cara de la muchacha, que «nosotros» también podían sacarles ventajas a «ellos». Laura se acostumbró allí mismo a ese extraño plural que abrazaba, sin pretensiones, sin falsas modestias, a una comunidad de gente, trabajadores, luchadores, camaradas, sí, del hombre que hablaba con ella.

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