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– Como un Cristo con pistolas, señor mío.

– Batallones Rojos, Casa del Obrero Mundial. Yo les aseguro que Carranza y Obregón son comunistas y van a hacer aquí lo mismo que Lenin y Trotski en Rusia.

– Todo esto es inaplicable, ya lo verán sus mercedes.

– Un millón de muertos, señores míos, y todo ¿para qué?

– Le aseguro a usted que la mayoría no murieron en los campos de batalla, sino en los pleitos de cantina.

Esto provocaba la hilaridad general pero cuando pasaron en el Salón Victoria unas películas de las batallas revolucionarias hechas por los hermanos Abitia, el culto público protestó. Nadie iba al cine a ver huarachudos con rifles. El cine era el cine italiano, sólo italiano. La emoción y la belleza eran privilegio de las divas y vampiresas italianas de la pantalla de plata; la sociedad iba a sufrir y gozar con los dramas de Pina Menichelli, Italia Almirante Manzini y Giovanna Terribili González, mujeres estupendas de ojos brillantes, ojeras profundas, cejas inquietantes, cabelleras eléctricas, bocas devoradoras y ademanes trágicos. Cuando llegaron las primeras vistas americanas, todos protestaron en la sala. ¿Por qué escondían las caras al llorar las hermanitas Gish, por qué andaba

vestida de limosnera Mary Pickford? Para ver pobreza, las calles; para evitar emociones, las casas.

Que seguían siendo, en la vida de Laura y de toda la sociedad provinciana, sedes insustituibles de la vida en común. Se «recibía» constante aunque esporádicamente, casi por turno. En las casas privadas se jugaba a la lotería y al siete y medio, formando grandes ruedas alrededor de las mesas. Allí se conservaban las costumbres culinarias. Allí se enseñaba a las muchachas más jóvenes a bailar, dando pasitos por las salas, «se hace así, levantando la falda», preparándolas para los grandes saraos del Casino, así como para las fiestas de bautizos, del acostamiento del Niño Dios en Navidad, con sus exhibiciones de pesebres y magos y en el centro del salón el «barco francés» que se abría lleno de dulces después de la misa de gallo. Luego venían el carnaval y sus bailes de fachas, los cuadros plásticos de final de cursos en la escuela de las señoritas Ramos con sus representaciones del cura Hidalgo proclamando la Independencia o el indio Juan Diego en tratos con la Virgen de Guadalupe. Pero la fiesta principal era el baile del Casino cada diecinueve de agosto. Entonces se daba cita toda la sociedad local.

Laura hubiera preferido quedarse en casa, no sólo para estar cerca de sus padres, sino porque, condenado el altillo tras la muerte de la anarquista catalana, la muchacha empezó a darle un valor particular a cada rincón de su casa, como si supiera que el placer de vivir y crecer allí no era para siempre. La casa del abuelo en Cate-maco, la casa encima del Banco y frente al mar en Veracruz y ahora la casa de un piso en la Calle Lerdo de Xalapa… ¿cuántas más le tocaría habitar durante los años de su vida? No podía prever ninguna. Sólo podía recordar las casas de ayer y memorizar la de hoy, creando los refugios que su vida incierta, nunca más previsible y segura como durante la infancia junto al lago, necesitaría para encontrar asidero en el tiempo por venir. Un tiempo que Laura, a los veintidós años, no podía imaginar, por más que se dijera, «Pase lo que pase, el futuro será distinto de este presente». No quería imaginar las peores razones para que la vida cambiara. La peor de todas era la muerte de su padre. Iba a decir que la más triste era quedarse perdida y olvidada en un pueblecito, como las tías Hilda y Virginia en la casa paterna, despojadas de la razón de su arraigo y de su soltería, que era cuidar a don Felipe Kelsen. El abuelo había muerto, Hilda le tocaba el piano a nada, a nadie; Virginia acumulaba cuartillas, poemas, que nadie conocería jamás; era preferible la vida activa, com-

prometida con otra vida, como era el caso de la tía María de la O, al cuidado constante de Fernando Díaz.

– ¿Qué haría sin ti, María de la O? -decía seriamente, sin suspirar, la infatigable Mutti Leticia.

Laura, como otro día memorizó la recámara de Santiago en Veracruz, ahora recorrió con los ojos cerrados los patios, los corredores, los pisos de ladrillo marsellés, las palmas, los helechos, los roperos de caoba, los espejos, las camas con postes, los tinajos de agua filtrada, el tocador, el aguamanil, el ropero y en los dominios de su madre, la cocina olorosa a hierbabuena y perejil.

– No te vuelvas ensimismada como tu abuela Kelsen -le decía Leticia, quien no podía dominar ya la tristeza de su propia mirada-. Sal con tus amigas. Diviértete. Sólo tienes veintidós años.

– Ya tengo veintidós años, Mutti, eso quieres decir. A mi edad, tú llevabas cinco años de casada y yo ya había nacido -y no, Mutti, ni me lo preguntes: no me gusta ningún muchacho.

– Dime si te han dejado de buscar. ¿Por todo lo que ha pasado?

– No, Mutti, soy yo la que los evito.

Como si respondiesen a un aviso de cambio incomprensible, vibrando como hojas de un verano tardío, las muchachas, menores a ella, que ahora frecuentaba Laura, habían decidido prolongar sus infancias, aunque haciendo concesiones coquetas a una edad adulta que ninguna, desconcertada, deseaba. Se llamaban a sí mismas «las pingüicas» y continuaban haciendo travesuras impropias de sus dieciocho años. Brincaban a la cuerda en el parque para que les salieran chapas antes del paseo seductor; tomaban largas siestas antes de jugar al tenis en Los Berros; se burlaban inocentemente de sus novios disfrazados durante el carnaval.

– ¿Eres cirquero?

– No me insultes. Soy príncipe, ¿no ves?

Patinaban en el Parque Juárez para perder los kilos que ganaban comiendo los «diablos», pasteles de chocolate por dentro y turrón blanco por fuera que eran la delicia de los golosos en esta ciudad con olor a panadería. Se prestaban a representar cuadros plásticos en los finales de cursos de las señoritas Ramos, única ocasión en que se hubiese podido ver que las profesoras eran dos personas distintas, sólo que mientras una presidía las representaciones, la otra andaba entre bambalinas.

– Me sucedió algo espantoso, Laura. Estaba representando el papel de la Virgen cuando me entraron las ganas. Tuve que hacer gestos terribles para que la señorita Ramos corriera el telón. Fui a hacer pipí y regresé a ser virgen otra vez.

– Pues en mi casa ya se aburrieron de mis comedias y disfraces, Laura. Mis padres han contratado a un solo espectador para que me admire, ¿qué te parece?

– Estarás muy ufana, Margarita.

– Es que he decidido ser actriz.

Entonces salían todas alborotadas al balcón para ver el paso de los cadetes de la Preparatoria con sus kepis franceses, sus fusiles, sus uniformes con botonadura de oro y sus braguetas muy apretadas.

El Banco les avisó que deberían abandonar la casa en septiembre, después del baile del Casino. Don Fernando recibiría su pensión, pero un nuevo gerente vendría a vivir en la casa, como era natural. También habría una ceremonia en el altillo develando una placa en honor de doña Armonía Aznar. Los sindicatos mexicanos habían decidido honrar a la valiente cantarada que dio dinero, sirvió de correo a los Batallones Rojos y a la Casa del Obrero Mundial durante la Revolución y hasta guareció a sindicalistas perseguidos aquí mismo, en la casa del gerente del Banco.

– ¿Tú sabías eso, Mutti?

– No, Laura. ¿Y tú, hermana?

– ¡Qué va!

– Pues más vale no saberlo todo, ¿verdad?

Ninguna de las tres se atrevió a pensar que un hombre tan honorable como don Fernando, a sabiendas, hubiese tolerado una conspiración bajo su propio techo, sobre todo dado el antecedente del fusilamiento de Santiago el 21 de noviembre de 1910. Al pensar esto, Laura se imaginó que Orlando Ximénez sabía la verdad, era el intermediario entre el altillo y los anarcosindicalistas de doña Armonía. Desechó esta sospecha; Orlando, el dandy, el frivolo… ¿O quizás por eso mismo era el más indicado? Laura se rió con ganas; acababa de leerle a su padre The Scarlet Pimpernel de la Baronesa d'Orczy y se estaba imaginando al pobre de Orlando como un Pimpinela mexicano, dandy de noche y anarquista de día… salvando a los sindicalistas del paredón.

Ninguna novela preparó a Laura para el siguiente episodio de su vida. Leticia y María de la O se dieron a buscar una casa cómoda pero con renta adecuada a la pensión de Fernando. La media

hermana declaró que, en vista de la situación, Hilda y Virginia deberían vender la finca cafetalera de Catemaco y, con el dinero, comprar una casa en Xalapa para vivir todas juntas y ahorrar gastos.

– ¿Y por qué no regresar todos a Catemaco? Después de todo, allí vivimos… y fuimos felices -dijo, sin suspirar como su ensimismada mamá, Leticia.

Su pregunta se volvió baladí apenas se presentaron en la casa de Xalapa, cargadas de bultos, cajones con libros, baúles, maniquíes, jaulas con loros, y hasta el piano Steinway, las hermanas solteras, Hilda y Virginia.

La gente se reunió en la calle de Lerdo a ver el arribo de tan curioso equipaje, pues las pertenencias de las hermanas colmaban una carreta tirada por mulas y ellas mismas, cubiertas de polvo, parecían refugiadas de un combate perdido muchos años atrás, con sus grandes sombreros de paja atados a las barbillas por los velos de gasa que protegían los rostros contra los moscos, el sol y las polvaredas del camino.

Su historia fue breve. Los agraristas veracruzanos se armaron y, sin más, tomaron la finca de los Kelsen y todas las demás propiedades de la región; las declararon cooperativas agrarias y corrieron a los dueños.

– Ni modo de avisarles -dijo la tía Virginia-. Aquí nos tienen.

No sabían que la casa xalapeña sería desocupada en septiembre, después del baile del Casino en agosto. Con las hermanas encima, el marido inválido y Laura sin boda en el horizonte, Leticia al fin se quebró y se soltó llorando. Las hermanas expropiadas se miraron perplejas. Leticia pidió perdón, enjugándose las lágrimas con el delantal, las invitó a pasar y acomodarse y esa noche, en la recámara de Laura, la tía María de la O se acercó a la cama, se sentó y le acarició la cabeza a la muchacha.

– No te desanimes, niña. Veme nomás a mí. A veces has de pensar que mi vida me ha sido difícil, sobre todo cuando vivía sola con mi madre. Pero ¿sabes una cosa?, venir al mundo es una alegría, aunque te hayan concebido en medio de la tristeza y de la miseria, quiero decir tristeza y miseria de adentro, más que de afuera; llegas al mundo y tu origen se borra, nacer es siempre una fiesta y yo no he hecho más que celebrar mi paso por la vida, sin importarme un comino de dónde vengo, qué pasó al principio, cómo y dónde me parió mi madre, cómo se portó mi padre… ¿Sabes?, tu

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