Pilar Méndez la heroína, la mártir ejecutada por los rojos entró al santoral de la Falange y la verdadera Pilar, escondida en la sierra, no pudo mostrarse, vivió invisiblemente, primero escindida entre mostrarse y decir la verdad o esconderse y mantener el mito, pero convencida, cuando conoció la muerte de su padre, que en España la historia es triste y siempre acaba mal. Era mejor seguir en la
invisibilidad que protegía la memoria fiel de su padre y la santa hipocresía de su madre. Se acostumbró, acogida a la misericordia de los amigos de sus padres y más tarde, cuando éstos se sintieron en peligro por el cerco vengativo de Franco, protegida por la caridad de un convento de Carmelitas Descalzas, la orden fundada por Santa Teresa de Ávila y sometida desde entonces a los rigores en los que Pilar Méndez encontró, siempre amparada por la caridad cristiana pero ansiosa de unirse a las reglas de las hermanas, una disciplina por acostumbrada, salvadora: pobreza, hábito carmelita de lana, sandalias rudas, abstinencia de la carne; barrer, hilar, orar y leer, porque Santa Teresa dijo que nada le parecía más detestable que «una monja estúpida».
Las monjas pronto descubrieron las aptitudes de Pilar, era una muchacha que sabía leer y escribir, pusieron en sus manos los libros de la Santa y con el paso de los años, la identificaron de tal modo con los usos del convento (y aun con ciertas rispideces personales que les recordaron a su Santa Fundadora, esa «mujer errante» como la llamó el Rey Felipe II) que las autoridades no pusieron reparos cuando la Madre Superiora pidió un salvoconducto para la humilde e inteligente trabajadora del convento, Úrsula Sánchez, que deseaba visitar a unos parientes en Francia y no tenía documentos, pues los comunistas quemaron los archivos de su pueblo natal.
– Salí cegada, pero con una memoria tan intensa de mi pasado, que no me costó demasiado trabajo recordarlo en París, hacerme la voluntad de recuperar lo que pudo ser mi destino si no me paso toda una vida en pueblos de aguas malas donde los ríos caen de las montañas blanqueándolas de cal. Las madres me recomendaron con unas teresianas de París, empecé a pasearme por los bulevares, recuperé el gusto femenino, sentí envidia por la ropa elegante, tenía treinta y cuatro años, quería verme guapa y bien vestida, me hice de amigos en el cuerpo diplomático, obtuve un puesto en la Casa de México de la Ciudad Universitaria, conocí a un mexicano rico cuyo hijo estudiaba allí, nos liamos, me trajo a México, era celoso, ahora vivía encerrada en una jaula tropical de Acapulco llena de loros, me regaló joyas, sentí que he vivido en jaulas toda mi vida, jaulas de aldea, de convento y de oro, pero siempre prisionera, encarcelada sobre todo por mí misma, para no delatar a mi padre primero, para no robarle a mi madre su rencor satisfecho en seguida, ni la santidad que me adjudicó creyéndome muerta para sentirse ella misma santa, me acostumbré demasiado a vivir en secreto, a ser
otra, a no romper el silencio que me imponían mis padres, la guerra, España, los aldeanos que me protegieron, las monjas que me dieron refugio, el mexicano que me trajo a América.
Se detuvo un momento, rodeada del silencio atento de todos. El mundo la creía inmolada. Ella tuvo que inmolarse para el mundo. ¿Qué parte del dolor nos viene de los demás y qué parte proviene de nosotros mismos?
Miró a Basilio. Lo tomó de la mano.
– A ti te quise siempre. Creí que mi muerte conservaría nuestro amor. Mi orgullo consistía en creer que no hay mejor destino que morir desconocido. ¿Cómo iba a despreciar lo que más agradecía en mi vida, tu amor, la camaradería de Jorge Maura y Gregorio Vidal, dispuestos a morir conmigo si era necesario?
– ¿Recuerdas? -interrumpió Basilio-. Los españoles somos mastines de la muerte. La olemos y la seguimos hasta que nos maten a nosotros mismos.
– Daría cualquier cosa por desandar lo andado -dijo con tristeza Pilar-. Preferí mi estúpida militancia política al cariño de tres hombres maravillosos. Ojalá me perdonen.
– A la violencia le gusta procrear -sonrió Laura-. Por fortuna, al amor también. Salimos parejos, por lo general.
Tomó las manos de Lourdes a su derecha y de Pilar a su izquierda.
– Por eso, cuando vi anunciada la exposición de fotos de los exiliados españoles, volé desde Acapulco y encontré el marco vacío de Basilio.
Miró a Laura.
– Pero si tú no estás allí, jamás nos habríamos reunido.
– ¿Cuándo le avisó a su amante mexicano que ya no volvería con él? -preguntó Santiago.
– Apenas vi el marco vacío.
– Fue valiente de su parte. Quizás Basilio estaba muerto.
– No -se sonrojó Pilar-. Todos los retratos traían fecha de nacimiento y de muerte, dado el caso. La de Basilio no. Yo sabía. Perdón.
Los jóvenes no hablaron mucho. Prestaban toda su atención a la historia de Pilar y Basilio. Santiago, sin embargo, cruzó una mirada de amor con su abuela y allí, en los ojos de Laura Díaz, encontró algo maravilloso, algo que le quería decir más tarde a Lourdes, que no se le olvidara, no lo decía él, lo decía la mirada, la acti-
tud toda de Laura Díaz aquella Navidad de 1965, y esa mirada de Laura abarcaba a los presentes pero también se abría a ellos, les daba voz, los invitaba a verse y leerse entre sí, revelándose amorosamente.
Pero ella era el punto de equilibrio del mundo.
Laura Díaz había aprendido a amar sin pedir explicaciones porque había aprendido a ver a los demás, con su cámara y con sus ojos, como ellos mismos, quizás, jamás se verían.
Les leyó, al terminar la cena, una breve nota de felicitación de Jorge Maura, fechada en Lanzarote. Laura no pudo resistir; le comunicó la noticia de la maravillosa e inesperada reunión de Pilar Méndez y Basilio Baltazar.
La nota de Jorge sólo preguntaba, «¿Qué parte de la felicidad no viene de Dios?».
La noche de San Silvestre, se casaron Lourdes Alfaro y Santiago Díaz-Pérez. Los testigos fueron Laura Díaz, Pilar Méndez y Basilio Baltazar.
Laura pensó en un cuarto testigo. Jorge Maura. No se verían nunca más.