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– Como ya te lo he explicado -prosiguió-, el dualismo cuerpo mente es una dicotomía falsa. La verdadera división existe entre el cuerpo físico, que aloja a la mente, y el cuerpo etéreo o doble, que aloja nuestra energía. El vuelo abstracto tiene lugar cuando aplicamos el doble a nuestras vidas diarias. Dicho de otra manera, el momento en que nuestro cuerpo físico cobra una conciencia total de su contraparte energética, hemos cruzado a lo abstracto, un reino de la conciencia completamente distinto.

– Si significa que debo cambiar primero, dudo seriamente que algún día pueda efectuar esa travesía -objeté-. Todo parece tan profundamente arraigado en mí que me siento definida para toda la vida.

Clara vertió agua en mi taza. Sentó la jarra de barro en la mesa y me miró de frente.

– Existe una forma de cambiar -declaró-, y a estas alturas estás metida en ella hasta las orejas; se llama la recapitulación.

Me aseguró que una recapitulación profunda y completa nos permite cobrar conciencia de lo que deseamos cambiar al permitirnos observar nuestras vidas sin engaños. Nos otorga una pausa momentánea en la que podemos elegir entre aceptar nuestro comportamiento acostumbrado o cambiar y eliminarlo mediante la fuerza del intento, antes de que nos atrape por completo.

– ¿Y cómo se elimina algo mediante la fuerza del intento? -pregunté-. ¿Sólo se dice: "¡Fuera, Satanás!"?

Clara se rió y tomó un sorbo de agua.

– Para cambiar tenemos que cumplir con tres condiciones -replicó-. Primero, debemos anunciar en voz alta nuestra decisión de cambiar, para que el intento nos oiga. Segundo, debemos conservar nuestro firme propósito a lo largo de cierto periodo de tiempo. No podemos empezar algo y abandonarlo en cuanto nos desanimemos. Tercero, debemos ver el resultado de nuestras acciones con un sentido de desapego total. Esto significa que no podemos darnos a la idea de tener éxito o de fracasar.

"Sigue estos tres pasos y podrás modificar toda emoción y deseo indeseable dentro de ti", aseguró Clara.

– No lo sé, Clara -respondí escéptica-. Suena tan sencillo como lo dices.

No era que no quisiera creerle, sino simplemente que siempre había sido una persona práctica; y desde el punto de vista práctico la tarea de cambiar mi comportamiento resultaba abrumadora, a pesar de su programa triple.

Terminamos nuestra cena en silencio total. El único ruido en la cocina era el constante goteo del agua al traspasar un filtro de piedra caliza. Me proporcionó una imagen concreta del gradual proceso de limpieza que era la recapitulación. De súbito experimenté una oleada de optimismo. Quizá fuese posible cambiar y purificarse, gota por gota, pensamiento por pensamiento, al igual que el agua al pasar por ese filtro.

Arriba de nosotras, los resplandecientes focos de luz concentrada proyectaban sombras espectrales sobre el mantel blanco. Clara dejó los palillos y empezó a curvar los dedos, como si estuviera dibujando sombras sobre el mantel. En cualquier momento esperaba verla crear a un conejo o una tortuga.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté, rompiendo el silencio.

– Es una forma de comunicación -explicó-, aunque no con la gente sino con la fuerza que llamamos intento.

Estiró los dedos meñiques e índice para arriba y formó un círculo tocando con el pulgar las puntas de los otros dos dedos. Me indicó que era una señal para captar la atención de esa fuerza y permitirle penetrar en el cuerpo a través de las líneas de energía que terminan o se originan en las puntas de los dedos.

– La energía se trasmite por el índice y el meñique si están extendidos como antenas -explicó, mostrándome otra vez la posición de la mano-. Luego la energía es atrapada y sostenida en el círculo hecho con los otros tres dedos.

Afirmó que con esa posición específica de la mano podemos atraer suficiente energía al cuerpo para curarlo o fortalecerlo, o para modificar nuestros estados de ánimo y hábitos.

– Pasemos a la sala, donde estaremos más cómodas -indicó Clara-. No sé cómo te sientes tú, pero esta banca empieza a lastimarme el trasero.

Clara se puso de pie y cruzamos el patio oscuro, la puerta de atrás y el pasillo de la casa grande, hasta la sala. Para mi asombro la lámpara de gasolina ya estaba encendida y Manfredo se encontraba dormido, acurrucado al lado de un sillón. Clara se acomodó en ese sillón, que siempre me pareció era su favorito. Recogió un bordado en el que estaba trabajando y cuidadosamente agregó unas puntadas más pasando la aguja por la tela y sacándola con un movimiento de mano amplio y lleno de gracia. Sus ojos estaban fijos, concentrados en su labor.

Para mí era tan insólito ver a esa mujer fuerte dedicada a un bordado que la miré con curiosidad, para ver si podía echar un vistazo a su trabajo. Clara se dio cuenta de mi interés y alzó la tela para que la viera. Era una funda para cojín, con mariposas bordadas posadas sobre flores policromas. Para mi gusto estaba demasiado recargado.

Clara esbozó una sonrisa, como si percibiera mi opinión crítica de su trabajo.

– Pudieras decirme que mi trabajo es la belleza encarnada o que estoy perdiendo el tiempo -indicó, dando otra puntada-, pero no afectarías mi serenidad interior. Esta actitud se llama conocer tu propio valor. -Hizo una pregunta retórica que ella misma contestó-: ¿Y cuál crees que es mi valor? El cero absoluto.

Le dije que en mi opinión ella era una persona espléndida, en verdad, una gran inspiración. ¿Cómo podía decir que no tenía valor?

– Es muy sencillo -explicó Clara-. Cuando las fuerzas positivas y negativas se encuentran en equilibrio, se cancelan mutuamente y eso significa que mi valor es de cero. También significa que no puedo enfadarme cuando alguien me critica ni puede darme gusto cuando alguien me alaba.

Claro alzó una aguja y a pesar de la tenue luz la enhebró rápidamente.

– Los sabios chinos de la antigüedad decían que para conocer el propio valor hay que escurrirse por el ojo del dragón -dijo, juntando los dos extremos del hilo.

Indicó que aquellos sabios estaban convencidos de que el reino infinito de lo desconocido se encuentra vigilado por un enorme dragón cuyas escamas resplandecen con luz cegadora. Según creían, los valientes que osan acercarse al dragón se atemorizan ante su fulgor deslumbrante, la potencia de su cola que con el más mínimo temblor tritura todo a su paso y el aliento ardiente que convierte en cenizas todo a su alcance. No obstante, los dichos sabios, también creían que existe una forma de pasar junto al inabordable dragón. Estaban seguros de que, al fundirse con el intento del dragón, es posible tornarse invisible y pasar por el ojo de la bestia.

– ¿Qué significa eso, Clara? -pregunté.

– Significa que por medio de la recapitulación podemos vaciarnos de pensamientos y deseos, lo cual para esos videntes de la antigüedad significaba hacerse uno con el intento del dragón y, por lo tanto, invisible.

Recogí un cojín bordado, otra muestra del trabajo de Clara, y me lo acomodé en la espalda. Respiré profundamente varias veces para despejar la mente. Quería entender lo que Clara estaba diciendo, pero su insistencia en usar metáforas chinas lo volvía todo más confuso para mí. Aun así percibía tal intensidad en lo que decía que estaba segura de perderme algo importante si no trataba, al menos, de comprenderla.

Al ver bordar a Clara, de súbito recordé a mi madre. Quizá fue el recuerdo el que me infundió una tristeza monumental, un anhelo sin nombre; tal vez fue por escuchar lo que Clara había dicho o el simple hecho de estar en su casa desierta e inquietamente hermosa, bajo la luz espectral de la lámpara de gasolina. Las lágrimas me inundaron los ojos y me puse a llorar.

Clara se levantó de su sillón con un salto y se colocó a mi lado. Susurró en mi oído, tan fuerte que parecía un grito:

– Ni te atrevas a darte a la autocompasión en esta casa. Si lo haces, la casa te rechazará; te escupirá como se escupe una pepa de aceituna.

Su amonestación operó el efecto indicado sobre mí. Mi tristeza desapareció en el acto. Me sequé los ojos y Clara siguió hablando, como si nada hubiera pasado.

– El arte del vacío fue la técnica practicada por los sabios chinos que querían pasar por el ojo del dragón -afirmó al volver a sentarse-. Hoy lo llamamos el arte de la libertad. Nos parece un mejor término, porque este arte realmente conduce a un reino abstracto en el que lo humano no cuenta.

– ¿Quieres decir, Clara, que es un reino inhumano?

Clara dejó el bordado sobre el regazo y me miró.

– Quiero decir que casi todo lo que hemos escuchado sobre este reino, en las descripciones de los sabios y videntes que lo han buscado, huele a preocupaciones humanas. Pero nosotros, los que practicamos el arte de la libertad, hemos averiguado por experiencia propia que se trata de una descripción inexacta. Según nuestra experiencia, lo humano en ese reino es tan poco importante que se pierde en su inmensidad.

– Espera un momento, Clara. ¿Qué me dices del grupo de personajes legendarios llamados los inmortales chinos? ¿No alcanzaron la libertad en el sentido que ustedes le dan?

– No en el sentido que nosotros le damos -replicó Clara-. Para nosotros, la libertad significa estar libre de la condición humana. Los inmortales chinos se quedaron atrapados en sus mitos de inmortalidad, de ser sabios, de haberse liberado, de volver a la Tierra para guiar a otros en su camino. Eran eruditos, músicos, dueños de poderes sobrenaturales. Eran justos y caprichosos, en forma muy parecida a los dioses griegos clásicos. Incluso el nirvana es un estado humano en el que la dicha significa liberarse de la carne.

Clara había logrado hacerme sentir completamente desolada. Le dije que toda mi vida me acusaron de carecer de calidez y comprensión humanas. De hecho, me dijeron que era la persona más fría que pudiese haber. Ahora Clara me estaba diciendo que libertad significaba estar libre de compasión humana. Y yo siempre creí carecer de algo crucial por no poseerla.

Otra vez me encontraba al borde de las lágrimas de la autocompasión, pero Clara volvió a rescatarme.

– Estar libre de lo humano no significa nada tan idiota como no poseer calidez o compasión -declaró.

– Como sea, la libertad como tú la describes me es inconcebible, Clara -insistí-. No estoy segura de querer ni un ápice de ella.

– Y yo estoy segura de quererla toda -replicó-. Aunque mi mente tampoco es capaz de concebirla, créeme, ¡sí existe! Y créeme también que algún día estarás diciendo a otra persona lo mismo que yo ahora te digo al respecto. Tal vez incluso uses las mismas palabras.

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