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Tenía sesenta años: su espina dorsal era recta como su fusil, y su espíritu derecho como su espina dorsal.

Cuando en el comedor de su hermana, Galina Petrovna se llevó a los labios la cuchara llena de mijo humeante, miró furtivamente a Vasili Ivanovitch. Le daba miedo estudiarlo abiertamente, pero había visto su espalda curvada y no podía evitar preguntarse qué le debía haber ocurrido a su espíritu.

Observó los cambios que se habían producido en la estancia. La cuchara no pertenecía al rico servicio de otros tiempos; era de pesado estaño y comunicaba a la sopa un sabor metálico. Se acordaba de los vasos de plata y de cristal que había habido sobre el aparador; ahora sólo lo adornaba un vaso de loza de Ucrania, y, en las paredes, los clavos cubiertos de moho indicaban el sitio que en otro tiempo habían ocupado cuadros antiguos. Al otro lado de la mesa, María Petrovna hablaba con nervioso apresuramiento, con ademanes que recordaban aquella gracia caprichosa que, un día, había fascinado todos los salones en que entraba aquella hermosa mujer. Pero las palabras que oía Galina Petrovna eran nuevas, eran palabras que parecían jalonar los años de separación y todo cuanto había acontecido durante aquel tiempo.

– Las cartillas de racionamiento están reservadas a los empleados de los soviets y a los estudiantes. Nosotros sólo tenemos dos cartillas: dos para toda la familia; no es mucho. La de estudiante de Víctor en el Instituto y la de Irina en la Academia de Bellas Artes. Pero yo, como no estoy empleada, no tengo cartilla. Y Vasili…

Se detuvo bruscamente como si sus palabras, corriendo, hubieran llegado demasiado lejos. Miró a su marido furtivamente, con unos ojos que parecían implorar. Vasili Ivanovitch contemplaba su plato en silencio.

María Petrovna agitó elocuentemente las manos.

_ Los tiempos son difíciles, Galina, muy difíciles. ¡Dios tenga piedad de nosotros! ¿Te acuerdas de Lili Savinskaia, aquella que no llevaba más que joyas de perlas? Bien; murió. Murió en 1919. Fue un final lamentable. Hacía dos días que no tenían qué comer. Su marido, paseando por la ciudad, vio un caballo que caía muerto de hambre y vio el gentío que luchaba por apoderarse de su carne. El caballo fue despedazado y él logró que le dieran una parte. Se la llevó a casa, la cocieron y la comieron. Pero por lo visto el caballo no había muerto únicamente de hambre, porque los dos cayeron gravemente enfermos. El médico le salvó a él, pero Lili murió. En 1918 lo había perdido todo, naturalmente… Su fábrica de azúcar fue nacionalizada el mismo día que nuestra peletería.

De nuevo se interrumpió bruscamente, y sus párpados batieron palpitando mientras miraba a Vasili Ivanovitch. Este no pronunció una palabra.

– Un poco más -dijo sin miramientos Asha, tendiendo su plato para que le dieran otra porción de mijo.

– Kira -gritó a través de la mesa con una voz clara y fuerte que parecía querer barrer todo lo que se había dicho-. ¿Habéis comido fruta seca en Crimea? -Sí; alguna vez.

– ¡Oh! Yo he estado soñando hasta morirme con comer uva fresca. ¿No te gusta la uva? -No me fijo nunca en lo que como -dijo Kira. -Naturalmente -se apresuró a añadir María Petrovna-, el marido de Lili trabaja actualmente. Está empleado en una oficina de los soviets. Después de todo, hay algunos que logran empleo… Miró decididamente a Vasili Ivanovitch, pero éste no le respondió, y Galina Petrovna preguntó tímidamente: -¿Cómo está…? ¿Cómo está nuestra antigua casa? -¿La tuya? ¿La de Kamenostrovsky? No hay que pensar en ella. Ahora vive un pintor de rótulos. Un verdadero proletario. Dios sabe dónde podrás encontrar un piso, Galina. La gente vive amontonada, como animales. Alexander Dimitrievitch preguntó, vacilando:

¿Y de la fábrica? ¿Habéis sabido algo de lo que le pasó?

– Cerrada -gritó súbitamente Vasili Ivanovitch-. No han sabido hacerla andar, como todo. María Petrovna tosió.

– Un problema grave para todos vosotros, Galina. ¡Un problema grave! Las muchachas irán a la escuela, o… ¿Cómo lo vais a hacer para tener cartillas?

– Pero… yo creía que por medio de la NEP. ¿No hay almacenes privados, ahora?

– Sin duda, la NEP, su nueva política económica… Pero ¿de dónde sacaréis el dinero para las compras?

– Los precios son diez veces más altos que en las cooperativas. No he estado todavía en ningún comercio particular. Una vez Víctor me llevó a una función, pero Vasili no quiere poner los pies en un teatro.

– ¿Y por qué no, Vasili? -preguntó Galina. Vasili Ivanovitch levantó la cabeza. Sus ojos brillaron sombríamente mientras contestaba:

– Cuando la patria agoniza no se buscan distracciones frivolas. Llevo luto por mi país.

– Lidia -dijo Irina con su voz desconcertante-. ¿No has estado nunca enamorada?

– No contesto a preguntas impertinentes -repuso Lidia. -Te diré -empezó a decir con precaución María Petrovna; tosió luego, carraspeó y continuó-: Te diré lo mejor que podéis hacer. Alexander debería buscar una colocación. Galina Petrovna se irguió como si la hubiera pisado.-¿Una colocación de los soviets? -Claro… ahora todos lo son.

– ¡No, en mi vida! -gritó Alexander Dimitrievitch con inesperada energía.

Vasili Ivanovitch dejó caer su cuchara, que chocó ruidosamente contra el plato. Silenciosamente, con solemnidad, tendió el brazo por encima de la mesa y su gran manaza estrechó la de Alexander Dimitrievitch, al paso que dirigía una mirada de hostilidad a María Petrovna.

Esta inclinó la cabeza, tragó una cucharada de mijo y tosió. -No hablaba por ti, Vasili -protestó tímidamente-. Ya lo sé que tú no apruebas… No, ni lo aprobarás jamás… Pero estaba pensando en que los funcionarios soviéticos tienen cupones de pan, manteca, azúcar… algunas veces.

_ Cuando yo tenga que aceptar un empleo de los soviets, serás viuda, Marussia -dijo Vasili Ivanovitch.

_ No digo nada, Vasili… sólo que…

_ Sólo que dejes de atormentarte. Ya nos arreglaremos. Hasta ahora hemos ido pasando. Todavía quedan muchas cosas por vender.

Galina Petrovna se fijó en los clavos de las paredes, miró las manos de su hermana, aquellas manos que habían servido de modelo a artistas famosos. También habían inspirado un poema… "Champaña y las manos de María". El frío las había enrojecido, hinchado, agrietado. María Petrovna había sabido en otro tiempo lo que valían sus manos, había aprendido a lucirlas constantemente, a usarlas con mórbida gracia. Y no había perdido la costumbre. Galina Petrovna lo hubiera preferido. Ahora aquellos estudiados ademanes eran un recuerdo doloroso. De pronto, Vasili Ivanovitch rompió a hablar. Ordinariamente poco inclinado a expresar sus sentimientos, cuando un tema le apasionaba abandonaba toda reserva.

– Todo esto es provisional. ¡Todos perdéis la fe con tanta facilidad…! ¡Qué inteligencias tan pusilámines, tan gimoteras, tan limitadas, tan babosas! ¡He aquí por qué sois lo que sois! No tenéis fe. No tenéis voluntad. Agua en lugar de sangre. ¿Creéis que todo esto puede continuar? ¡Fijaos en Europa! Todavía no ha dicho su última palabra. Ya llegará el día, y a no tardar, en que todos estos asesinos sedientos de sangre, estos locos criminales, esta gentuza comunista… Sonó la campanilla.

La vieja sirvienta se apresuró a abrir la puerta. Se oyeron unos pasos juveniles, enérgicos, seguros, resonantes. Una mano fuerte empujó la puerta del comedor.

Víctor Dunaev tenía el aspecto de un gran tenor italiano. No era ésta su profesión, pero sus anchas espaldas, sus negros ojos llameantes, sus ondulantes cabellos, rebeldes a toda disciplina y negros como el ala del cuervo, su luminosa sonrisa y la fuerte y arrogante seguridad con que se movía le daban apariencia de tal.

En cuanto se paró en el umbral, sus ojos se fijaron en Kira, y cuando ésta se volvió, se fijaron en sus piernas. -Es la pequeña Kira, ¿no? -fueron las primeras palabras que pronunció con su voz clara y limpia. -Lo era -contestó ella.

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