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Petrogrado había visto cinco años de revolución. Cuatro de ellos habían cerrado todas sus arterias y todos sus establecimientos, al que la nacionalización extendía el polvo y las telarañas sobre los espléndidos escaparates de cristal; el último año había traído consigo jabón y escobas, y nuevas pinturas y nuevos propietarios, porque el Estado había anunciado que establecería un "compromiso transitorio" y había permitido a los pequeños comerciantes que volviesen a abrir tímidamente sus comercios. La Nevsky, después de un largo sueño, abría lentamente los ojos. Y estos ojos, que habían perdido ya la costumbre de la luz, miraban entre asustados e incrédulos. Trozos de grosera tela, con desgarbadas y desiguales inscripciones, constituían los nuevos rótulos de los establecimientos.

Los viejos eran como lápidas mortuorias de hombres desaparecidos desde mucho tiempo antes. Sobre los escaparates de las tiendas que habían pasado a manos de los nuevos propietarios, las letras doradas hablaban de nombres olvidados; en los cristales podían verse todavía agujeros de las balas, las hendeduras oscurecidas por el sol.

Había tiendas sin rótulo, y rótulos sin tienda. Pero, entre las ventanas y encima de las puertas cerradas, sobre los ladrillos y sobre los tablones, sobre las grietas innumerables de los revoques, la ciudad se había puesto un manto de colores vivos como los de un mosaico, había pasquines en que figuraban camisas rojas y trigo amarillo, banderas rojas y ruedas azules, pañuelos rojos, automóviles y tractores grises y camiones pardos; estos pasquines, humedecidos por la lluvia, casi transparentes, iban multiplicándose sin freno ni límite.

En una esquina, una anciana señora ofrecía tímidamente una bandeja de dulces hechos en casa, pero los pies pasaban por delante sin detenerse. Alguien gritaba: "Pravda! Krasnaia Gazeta! ¡Con las últimas noticias, ciudadanos!" El suelo estaba lleno de barro y de pepitas de girasol; en lo alto, en todas las ventanas se veían banderas rojas cubiertas de manchas que dejaban caer gotitas rosadas.

_ Espero -dijo Galina Petrovna- que mi hermana Marussia estará contenta de vernos.

– ¡Quién sabe -dijo Lidia- qué les habrá sucedido a los Dunaev durante estos años!

– ¡Quién sabe qué les habrá quedado -dijo Galina Petrovna-, si es que les ha quedado algo! ¡Pobre Marussia! ¡Supongo que no les quedará mucho más que a nosotros!

– Y aunque tengan más -dijo suspirando Alejandro Dimitrievitch-, ¿acaso cambiaría algo, Galina? -Nada -dijo Galina Petrovna-. Así lo espero. -De todos modos, todavía no somos parientes pobres -dijo orgullosamente Lidia, levantándose un poco la falda para que los transeúntes vieran sus borceguíes verde oliva, con sus agudas punteras y sus tacones a la francesa. Kira, sin escuchar, observaba la calle.

El coche se detuvo ante la casa donde, cuatro años antes, los Argounov habían visto por última vez a los Dunaev en su espléndido piso. La mitad del imponente portal estaba cerrada por una gruesa vidriera cuadrada, y la otra mitad por tablones de basta madera, precipitadamente clavados.

En otro tiempo el espacioso vestíbulo había estado adornado por una mullida alfombra y una chimenea esculpida a mano. Galina Petrovna se acordaba. Ahora ya no había alfombra, pero, en cambio, estaba todavía la chimenea, sólo que sobre el blanco pecho de mármol de los Cupidos campeaban inscripciones en lápiz y una larga hendedura en diagonal atravesaba el espejo. Un portero soñoliento asomó la cabeza fuera de su quiosco de madera debajo de la escalera y volvió a retirarse con indiferencia. Arrastrando sus fardos por la escalera, los Argounov llegaron ante una puerta acolchada; el hule negro estaba roto por varios puntos y una franja de sucio algodón gris lo rodeaba por todas partes.

– ¡Quién sabe -murmuró Lidia- si tendrán todavía aquel magnífico mayordomo! Galina Petrovna pulsó la campanilla.

Dentro se oyó ruido de pasos. Una llave giró en la cerradura. Una mano cautelosa entreabrió una puerta defendida con una cadena. A través de la abertura asomó el rostro de una vieja, cubierta de greñas grises; a guisa de delantal, llevaba una toalla atada a la cintura, y sus pies calzaban zapatillas de hombre. La mujer contempló en silencio a los recién llegados; les escrutó con hostilidad y sin mantener la menor intención de abrir la puerta.

– ¿Está María Petrovna? -preguntó Galina con voz ligeramente alterada.

– ¿Quién pregunta por ella? -articuló la desdentada boca de la vieja.

– Soy su hermana, Galina Petrovna Argounov. La otra no contestó, sino que volviéndose hacia el interior chilló: -¡María Petrovna, ahí está una que dice que es su hermana! Desde el interior del piso contestó un ataque de tos. Luego se oyeron unos pasos lentos y, finalmente, apareció, detrás de los hombros de la vieja, una pálida cara escrutadora y se oyó un grito:

– ¡Señor Dios mío!

La puerta se cerró de un golpe, se quitó la cadena, la puerta volvió a abrirse de un tirón y dos flacos brazos estrecharon a Galina Petrovna, empujándola contra una caja que se tambaleó:

– ¡Galina, querida, eres tú! -¡Marussia!

Los labios de Galina se hundieron en un carrillo fofo y su nariz se perdió entre los finos y secos cabellos perfumados con algo que olía a vainilla.

María Petrovna había sido siempre la belleza de la familia, la mujercita delicada y mimada a quien su marido, en invierno, llevaba en brazos hasta su coche para que no llegara a pisar la nieve. Ahora se la veía más vieja que Galina. Su tez tenía el color del lino sucio, sus labios no eran bastante encarnados y sus párpados lo eran demasiado.

Detrás de las dos mujeres se abrió ruidosamente una puerta, y algo llegó volando al recibimiento, algo alto, enérgico, un huracán de cabellos y dos ojos como faros de automóvil. Galina Petrovna reconoció a su sobrina Irina, una joven de dieciocho años, con ojos de veintiocho y risa de ocho.

Su hermanita Asha corrió detrás de ella hasta la puerta, donde se detuvo contemplando a los recién llegados con cierta irritación. Tenía ocho años, y le estaban haciendo falta unas ligas y unos tijeretazos a los cabellos.

Galina Petrovna besó a sus sobrinas, y luego se puso de puntillas para besar en la mejilla a su cuñado, Vasili Ivanovitch. Se esforzó en no mirarle. Sus espesos cabellos eran blancos como la nieve, y su cuerpo alto y fuerte se había encorvado. Si se hubiese torcido la torre del Almirantazgo tal vez el ánimo de Galina Petrovna no se hubiera acongojado tanto. Vasili Ivanovitch no acostumbraba hablar mucho. Sólo dijo: -¿Esta es mi amiguita Kira? Y un beso hizo más cariñosa la pregunta.

Una oscura llama resplandecía en sus ojos hundidos, parecidos a carbones ardientes inexorablemente amenazados por la ceniza que poco a poco había de apagarlos. Luego dijo: -Siento que Víctor no esté en casa. Está en el Instituto. ¡Es un muchacho muy trabajador!

Al nombrar a su hijo, los ojos de Vasili volvieron a encenderse como si por un momento una racha de aire hubiera reanimado los carbones que se estaban apagando.

Antes de la revolución Vasili Ivanovitch Dunaex tenía un productivo negocio de peletería.

Había empezado como cazador en Siberia con un fusil, un par de botas y dos brazos capaces de levantar un buey. Odiaba las debilidades. Una herida que le habían causado en una pierna los dientes de un oso le había dejado una profunda cicatriz. Una vez le encontraron enterrado en la nieve: llevaba allí dos días, pero sus brazos estrechaban el cuerpo de la más maravillosa zorra plateada que los asustados campesinos de Siberia habían visto jamás. Durante diez años su familia permaneció sin noticias; pero cuando volvió a San Petersburgo abrió un comercio del que sus padres no hubieran podido pagar ni los pomos de las puertas y compró herraduras de plata para los tres corceles que galopaban arrastrando su coche a lo largo de la Nevsky.

Por sus manos habían pasado armiños que habían barrido luego las escaleras de mármol de palacios reales, chinchillas que habían acariciado blancos hombros de mármol. Sus músculos y las heladas noches de Siberia habían pagado cada pelo de cada una de las pieles que habían pasado por sus manos.

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