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Como no tenían porvenir, se. agarraron al presente. Había días en que Leo se pasaba horas y horas sentado con un libro en la mano sin hablar apenas a Kira, y cuando lo hacía, su sonrisa era una mueca de amargo e infinito desprecio por sí mismo, por el mundo entero, por toda la eternidad.

Una vez, Kira volvió a encontrarle ebrio, apoyado en la mesa, absorto en la contemplación de una copa rota que yacía en el suelo.

– Leo, ¿dónde has encontrado esto?

– Me lo han prestado. Nuestra querida vecina, la camarada Lavrova. Siempre tiene tanto…

– ¿Por qué lo haces, Leo?

– ¿Y por qué no he de hacerlo? ¿Por qué? ¿Quién puede decirme por qué, en este condenado mundo?

Pero había otros días en que una nueva calma iluminaba de pronto sus ojos y su sonrisa. Aguardaba el regreso de Kira y cuando ella llegaba la besaba con ternura. Podían pasar una semana sin cambiar una palabra, pero su presencia, una sola mirada, un apretón de manos bastaban para darles una impresión de seguridad, les hacía olvidar la mañana siguiente… todas las mañanas siguientes…

Cogidos del brzo, paseaban por calles silenciosas iluminadas por la tenue claridad de las noches de primavera. El cielo era como un vidrio opaco que reflejase una luz procedente del más allá. En aquella luz rara, lechosa, podían verse uno a otro y contemplar la ciudad inmóvil e insomne. El le estrechaba con fuerza el brazo, y cuando estaban solos en una calle larga, iluminada únicamente por el crepúsculo y desierta, se inclinaba para besarla. Los pasos de Kira eran seguros. Tenía todavía que enfrentarse con demasiados problemas, pero estaba segura de su cuerpo erguido y firme, de sus manos largas y pálidas, de su boca orgullosa de arrogante sonrisa que contestaba a todas las preguntas, y alguna vez sentía compasión por los seres innumerables y anónimos que a su alrededor buscaban con ansia febril una respuesta, atropellando en su búsqueda a los demás y tal vez a sí mismos. Pero a Kira no podían aplastarla; ella tenía que vencer, no podía dudar del futuro. Y el futuro era Leo.

Leo estaba muy pálido y se callaba con demasiada frecuencia. Sobre sus sienes un matiz azulado recordaba las vetas del mármol.

Tosía y padecía de sofocación. Tomaba medicinas que no le servían de nada y se negaba a visitar a un médico. Kira veía a menudo a Andrei. Había preguntado a Leo si tendría inconveniente en ello y Leo le había dicho:

– Ninguno, si es amigo tuyo. Lo único que te pido es que no lo traigas aquí. No estoy seguro de portarme cortésmente con uno de… aquéllos.

Y ella no lo llevó nunca a su casa. Le telefoneaba algún domingo, y, al hablarle, sonreía alegremente ante el auricular. -¿Nos veremos, Andrei? A las dos, en el Jardín de Verano, a la entrada de la avenida.

Se sentaban en un banco. Encima de sus cabezas las hojas de encina luchaban contra el sol mientras ellos hablaban de filosofía. De vez en cuando, Kira sonreía, dándose cuenta de que con Andrei sólo le era posible pensar y hablar de sus pensamientos. No tenían razón ninguna para verse, y no obstante se veían y se citaban para nuevas entrevistas, y ella se sentía extrañamente contenta y él se reía de su absurdo traje de verano, tan ridiculamente corto, y su risa sonaba extrañamente alegre. Una vez, Andrei la invitó a pasar con él un domingo en el campo. Kira no se había movido de la ciudad durante todo el verano. No pudo rehusar. Leo había encontrado trabajo para aquel día; machacaba piedra para una carretera en reparación. No puso ningún inconveniente al paseo de Kira.

Kira y Andrei vieron un mar tranquilo y niquelado por el sol, una playa que el viento había cubierto de leves ondulaciones, graciosas como una rubia cabellera rizada por una mano experta. Vieron enormes candelabros rojizos de pinos con sus torcidas raíces agarradas a la arena, en medio del viento, y vieron a las pinas correr a encontrarse con las conchas.

Hicieron carreras de natación, y Kira ganó, porque él no pudo cogerle los pies, que barrenaban el agua delante de él, salpicando sus ojos. Pero cuando salieron del agua y corrieron por la playa en traje de baño, sobre la arena que volaba bajo sus pies y salpicando de agua y arena a los pacíficos turistas domingueros que descansaban al sol, la victoria fue de Andrei. Y Andrei agarró a Kira y ambos rodaron por el suelo confundidos; un nudo de piernas, brazos y arena fue a dar contra la bolsa de la merienda de una matrona que se puso a chillar asustada. Por fin se desenlazaron y se sentaron el uno junto al otro, riendo a porfía. Y cuando la señora se levantó, recogió su paquete y se marchó refunfuñando sobre "esta juventud moderna tan vulgar que no sabe guardar sus amores para sí misma", se rieron aún más fuerte. Almorzaron en un destartalado restaurante campestre, y Kira habló inglés al camarero, que no comprendía una palabra, pero se inclinaba profundamente a cada momento, tartamudeando y vertiendo el agua sobre la mesa, en su afán de servir con la debida corrección, que había olvidado ya, a la primera camarada extranjera que veía. Y cuando, al marcharse, Andrei le dio el doble del precio de su comida, el hombre se inclinó hasta el suelo, convencido de que acababa de servir a dos extranjeros auténticos. Kira no ocultó su sorpresa. Andrei se rió mientras se iban.

– ¿Por qué no? Bien puedo hacer feliz a un camarero. Después de todo, gano más dinero del que necesito.

En el tren, mientras éste corría ruidosamente en medio de la noche y del humo, Andrei le preguntó:

– ¿Cuándo volveré a verla, Kira?

– Ya le telefonearé.

– No; quiero saberlo ahora mismo.

– Dentro de pocos días.

– No; quiero que fijemos un día.

– Bien; ¿pongamos el miércoles por la tarde?

– De acuerdo.

– Después del trabajo, a las cinco treinta, en el Jardín de Verano.

– Muy bien.

De vuelta a casa, encontró a Leo dormido en una silla, con las manos colgando y huellas de polvo en ellas, en el rostro empapado de sudor, en las cejas y en todo el cuerpo abandonado y fatigado. Le lavó la cara y le ayudó a desnudarse. Leo tuvo un acceso de tos.

Durante las dos noches siguientes, Leo y Kira discutieron con gran calor, pero al fin él cedió y prometió ir a ver a un médico el miércoles.

Vava Milovskaia tenía cita con Víctor el miércoles por la tarde. Pero después de comer, Víctor la llamó por teléfono para excusarse en tono impaciente; tenía algo urgente que hacer en el Instituto y no podía ir a verla. Durante las últimas semanas, tres veces había prometido encontrarse con ella, y luego, a última hora, se le habían presentado asuntos inaplazables que no le habían permitido ir. Pero a los oídos de Vava había llegado un nombre, y ella había empezado a sospechar.

Aquella tarde se vistió con esmero; ciñó su delgado talle con un cinturón de charol, se retocó levemente los labios con un nuevo carmín extranjero, se puso el brazalete extranjero de galalit negro, un sombrerito blanco, caprichosamente colocado sobre sus negros rizos, y dijo a su madre que iba a ver a Kira.

Al llegar al rellano, delante de la puerta de Kira, vaciló, y al pulsar la campanilla, su mano calzada con un guante blanco temblaba un poco.

Salió a abrirle la puerta el inquilino de al lado.

– ¿La ciudadana Argounova? Por ahí, camarada -dijo-. Tiene usted que atravesar la habitación de la Lavrova… Por esa puerta.

Resueltamente, Vava abrió la puerta sin llamar. Allí estaban juntos Víctor y Marisha, inclinados sobre el gramófono, que tocaba el Incendio de Moscú.

En la cara de Víctor asomó una cólera fría, pero Vava ni le miró siquiera. Levantó la cabeza y dijo a Marisha, en tono tan altivo y orgulloso cuanto se lo permitieron las lágrimas que trataba de contener:

– Perdón, ciudadana. Busco a la ciudadana Argounova.

Sorprendida y sin sospechar nada, Marisha le indicó la puerta del cuarto de Kira. Vava atravesó la sala con la cabeza muy erguida. Y Marisha no logró explicarse por qué Víctor se marchó con tal precipitación.

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