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»En pocas semanas, ya no me reconocía al cantar… Estaba incluso asustada… por un momento temí que hubiera en todo eso una especie de sortilegio. Pero la señora Valérius me tranquilizó. Me consideraba una joven demasiado simple como para interesar al demonio.

»Mi cambio era un secreto que tan sólo sabíamos la Voz, la señora Valérius y yo, ya que la misma Voz lo había ordenado así. Cosa curiosa, fuera del camerino cantaba con mi voz de cada día y nadie se enteraba de nada. Yo hacía todo lo que quería la Voz. Me decía: "Hay que esperar… ¡Ya lo verás! Sorprenderemos a todo París!" Y yo esperaba. Vivía una especie de sueño de éxtasis que la Voz controlaba. En estas circunstancias, Raoul, le vi una noche en la sala. Mi alegría fue tan grande que ni siquiera pensé en ocultarla al entrar en mi camerino. Para desgracia nuestra, la Voz se encontraba ya allí y pudo ver, por mi actitud, que sucedía algo nuevo. Me preguntó "qué me pasaba", y no tuve reparos en contarle nuestra historia, ni le disimulé el lugar que usted ocupa en mi corazón. Entonces la Voz calló. La llamé pero no me contestó, le supliqué, pero fue en vano. ¡Tuve un miedo horrible a que se hubiera marchado para siempre! ¡Ojalá lo hubiera hecho así, amigo mío!… Aquella noche volví a casa en un estado de absoluta desesperación. Me abracé a la señora Valérius diciéndole: "¿Sabes? La Voz se ha ido. ¡Tal vez no vuelva nunca más!". Y ella se asustó tanto como yo y me pidió explicaciones. Se lo conté todo. Ella me dijo:" ¡Por Dios, la Voz está celosa!". Esto me hizo pensar que yo estaba enamorada de usted…»

Aquí Christine se detuvo por un momento. Apoyó la cabeza en el pecho de Raoul y ambos permanecieron silenciosos, abrazados el uno al otro. Era tal su emoción que no vieron, o mejor dicho, que no sintieron desplazarse, a algunos pasos de ellos, a la sombra reptante de dos grandes alas negras que se les acercaba, pegada a los tejados, tan cerca, tan cerca que hubiera podido, sólo con cerrarse sobre ellos, ahogarlos…

– Al día siguiente -continuó Christine con un profundo suspiro-, volví a mi camerino muy pensativa. La Voz estaba allí. ¡Oh, amigo mío! Me habló con una gran tristeza. Me declaró categóricamente que si yo debía otorgar mi corazón en la tierra, ella no podía hacer otra cosa que subir al cielo. Y me dijo esto con tal acento de dolor humano que habría tenido que desconfiar a partir de aquel día y empezar a comprender que había sido víctima del desequilibrio de mis sentidos. Pero mi fe en aquella aparición de la Voz, a la que tan íntimamente se mezclaba el recuerdo de mi padre, seguía siendo absoluta. No temía nada tanto como el hecho de no volver a oírla. Por otra parte, había reflexionado sobre los sentimientos que sentía por usted; había medido todo el riesgo inútil; ignoraba incluso si se acordaba de mí. Pero, pasara lo que pasara, su posición en la sociedad me prohibía para siempre pensar en un enlace feliz. Juré a la Voz que usted no era para mí más que un hermano y que nunca sería otra cosa, y que mi corazón estaba vacío de amores terrenos… Esta es la razón, amigo mío, por la que apartaba los ojos en el escenario o en los pasillos cuando usted intentaba llamar mi atención; ¡la razón por la cual no lo reconocía…, por la cual no lo veía! Por aquel tiempo, las horas de clase entre la Voz y yo transcurrían en un divino delirio. Jamás la belleza de los sonidos me había poseído hasta aquel punto, y un día la Voz me dijo:

»-¡Bueno, ahora, Christine Dad¿, ya puedes aportar a los hombres un poco de la música del cielo!

»¿Por qué aquella noche, que era la velada de gala, la Carlotta no vino al teatro? ¿Por qué se me llamó para reemplazarla? No lo sé. Pero canté…, canté con un ardor desconocido. Me sentía ligera como si tuviera alas. ¡Por un momento creí que mi alma encendida había abandonado mi cuerpo!»

– ¡Oh, Christine! -dijo Raoul, cuyos ojos se humedecían al recordar aquel episodio-, esa noche mi corazón vibró a cada acento de su voz. Vi correr las lágrimas por sus pálidas mejillas, y lloré con usted. ¿Cómo podía cantar mientras lloraba?

– Me abandonaron las fuerzas -dijo Christine-. Cerré los ojos… Y cuando los abrí, ¡usted se encontraba a mi lado! ¡Pero la Voz también estaba, Raoul!… Tuve miedo por usted y tampoco quise reconocerlo esa vez, no quise reconocerlo en absoluto y me eché a reír cuando me recordó que había recogido mi chal en el mar…

»Pero, ¡ay!, por desgracia no pude engañar a la Voz!… Le había reconocido perfectamente… ¡Y la Voz estaba celosa!… Los dos días que siguieron me hizo escenas atroces. Me decía:

»-¡Tú lo amas! ¡Si no lo amases, no lo rechazarías! Es un antiguo amigo al que puedes estrechar la mano como a todos los demás… ¡Si no lo amases, no temerías encontrarte a solas con él y conmigo en el camerino!… ¡Si no lo amases, no lo echarías!

»-Basta! -grité irritada a la Voz. Mañana debo ir a Perros, a la tumba de mi padre. Rogaré al señor de Chagny que me acompañe.

»-Como quieras -respondió, pero debes saber que también yo iré a Perros, ya que siempre estoy donde tú estés, Christine, y si sigues siendo digna de mí, si no me has mentido, te interpretaré, cuando suenen las doce, en la tumba de tu padre, la Resurrección de Lázaro, con el violín del muerto.

»De este modo, me vi obligada a escribirle la carta que le condujo a Perros. ¿Cómo pude dejarme engañar hasta ese extremo? ¿Cómo es posible que, ante las preocupaciones tan terrenales de la Voz, no haya sospechado alguna impostura? ¡Pero, por desgracia, ya no era dueña de mí misma! ¡Era algo suyo!… Y los recursos que poseía la Voz eran suficientes para engañar a una niña como yo.

– Pero, ¡bueno! -exclamó Raoul en este punto del relato de Christine donde ésta parecía deplorar con lágrimas la excesiva inocencia de un espíritu poco «listo»… ¡Pero supo usted la verdad!… ¿Cómo no escapó inmediatamente de aquella horrible pesadilla?

– ¿Saber la verdad?… ¡Raoul!… ¿Escapar de aquella pesadilla?… ¡Pero si, por desgracia, sólo entré en aquella pesadilla hasta el día en que precisamente supe la verdad!… ¡Calle, calle! No le he dicho nada… Y ahora que vamos a bajar del cielo a la tierra, compadézcame, Raoul… ¡Compadézcame! Una noche fatal…, aquélla en la que ocurrieron tantas desgracias…, la noche en la que la Carlotta creyó ser un asqueroso gallo y en la que se puso a lanzar gritos como si hubiera pasado toda la vida en un corral… la noche en que de repente la sala se vio sumergida en la oscuridad tras la caída de la lámpara que se desplomó sobre la platea… Aquella noche hubo muertos y heridos, y todo el teatro se llenó con los más tristes gemidos.

»Mi primer pensamiento, Raoul, en plena catástrofe, fue al mismo tiempo para usted y para la Voz, ya que por aquel entonces ambos ocupaban por igual mi corazón. Enseguida me tranquilicé con respecto a usted, al verlo en el palco de su hermano y sabía que no corría ningún peligro. En cuanto a la Voz, me había anunciado que asistiría a la representación y temí por ella; sí, realmente tuve miedo, como si se tratara de "alguien de carne y hueso, capaz de morir". Me decía a mí misma: "¡Dios mío, quizá la lámpara haya aplastado a la Voz ". Me encontraba entonces en el escenario y, asustada hasta el punto de que me disponía a correr a la sala para buscar a la Voz entre los muertos y los heridos, cuando se me ocurrió la idea de que si no le había pasado nada, debía estar ya en mi camerino deseosa de tranquilizarme. De un salto me planté en el camerino. La Voz no estaba. Me encerré allí y le supliqué que, si aún estaba con vida, se me manifestara. La Voz no me contestaba, pero de repente oí un largo, un admirable gemido que conocía perfectamente. Se trataba del lamento de Lázaro cuando, a la voz de Jesús, comienza a abrir los párpados y a volver a ver la luz del día. Eran los llantos del violín de mi padre. Reconocía la forma de tocar el arco de Daaé, el mismo, Raoul, que nos inmovilizaba en los caminos de Perros, el mismo que nos "encantó" la noche del cementerio. Después, por encima del instrumento invisible y triunfante, oí el grito de alegría de la Vida, y la Voz, manifestándose al fin, se puso a cantar, dominante y soberana:

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