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Así lo paseó por todo su imperio, que era ficticio pero inmenso, ya que se extendía a lo largo y ancho de diecisiete pisos, desde la planta baja hasta el tejado, y estaba habitado por un ejército de extraños personajes. Pasaba entre ellos como una reina popular, animando a los trabajos; sentándose en los talleres, dando sus consejos a las modistas cuyas manos vacilaban al cortar las ricas telas que vestirían a los héroes. Los habitantes de este país realizaban todos los oficios. Había zapateros y orfebres. Todos habían aprendido a quererla, porque Christine se interesaba por las preocupaciones y las pequeñas manías de cada uno. Sabía de rincones desconocidos en los que habitaban en secreto viejos matrimonios.

Llamaba a su puerta y les presentaba a Raoul como a un príncipe encantador que había pedido su mano y, sentados los dos en algún baúl carcomido, escuchaban las viejas leyendas de la ópera como antaño, en la infancia, habían escuchado los viejos cuentos bretones. Aquellos viejos no se acordaban más que de la Opera. Vivían allí desde hacía muchos años. Las administraciones desaparecidas los habían olvidado; las revoluciones de palacio los habían ignorado. Allí afuera había pasado la historia de Francia sin que ellos se enteraran, y nadie se acordaba de ellos.

Así transcurrían aquellos preciosos días, y Raoul y Christine, con el excesivo interés que simulaban por las cosas exteriores, se esforzaban torpemente en ocultarse el único pensamiento de su corazón. Lo cierto era que Christine, que hasta entonces se había mostrado la más fuerte, repentinamente pasó a un estado de extremo nerviosismo, que no podía expresar. En sus expediciones, se ponía a correr sin razón, o bien se detenía bruscamente, y su mano, convertida en un trozo de hielo, apretaba la del joven. A veces sus ojos parecían perseguir sombras imaginarias. Gritaba: «¡Por aquí!» y después: «¡Por allí!», riendo con una risa temblorosa que terminaba en lágrimas. Entonces Raoul quería hablar, hacerle preguntas a pesar de sus promesas y sus pactos. Pero, antes de que pudiera formular una pregunta, ella contestaba febrilmente:

– ¡Nada!… Le aseguro que-no me pasa nada.

Una vez que pasaban ante una trampilla entreabierta en el escenario, Raoul se inclinó sobre el oscuro hueco y dijo:

– Christine, me ha enseñado la parte alta de su imperio…, pero he oído extrañas historias acerca de los sótanos… ¿Quiere que bajemos?

Al oír esto, lo tomó en sus brazos como si temiera verlo desaparecer por el agujero negro, y le dijo temblando en voz muy baja:

– Jamás, jamás! Le prohíbo bajar ahí… Además esa parte del reino no me pertenece… ¡Todo lo que está bajo tierra le pertenece!

Raoul clavó sus ojos en los de ella y le dijo en tono duro:

– ¿Entonces, él vive ahí abajo?

– ¡No he dicho eso!… ¿Quién le ha dicho eso? ¡Vamos, venga! A veces, Raoul, me pregunto si usted no está loco… ¡Usted siempre oye cosas imposibles!… ¡Venga, venga!

Y lo arrastraba literalmente, ya que él se obstinaba en quedarse cerca de la trampilla y de aquel agujero que le atraía.

La trampilla se cerró de golpe, tan de repente que ni siquiera vieron la mano que la movía, dejándolos allí, completamente aturdidos.

– ¿Quizás era él quien estaba allí? -terminó por decir Raoul.

Ella se encogió de hombros pero no parecía nada tranquila.

– ¡No, no! Son los «cerradores de trampillas». Algo tienen que hacer los «cerradores de trampillas»… Abren y cierran las trampillas sin razón alguna… Es como «los cerradores de puertas». De alguna manera tienen que «pasar el tiempo».

– ¿Y si fuera él, Christine?

– ¡Imposible! No, él se ha encerrado para trabajar.

– ¡Vaya! ¿Conque él trabaja?

– Sí. Él no puede abrir y cerrar las trampillas y trabajar al mismo tiempo. Podemos estar tranquilos.

Al decir esto, se estremeció.

– ¿En qué trabaja?

– ¡Oh, en algo terrible!… Por eso podernos estar tranquilos. Cuando él trabaja en lo suyo, no ve nada, no come ni bebe, ni respira…, durante días y noches. ¡Es un muerto viviente! ¡No tiene tiempo para entretenerse con las trampillas!

Volvió a estremecerse, se inclinó hacía la trampilla… Raoul la dejaba hacer y decir. Se calló. Temía que el sonido de su voz la hiciera reflexionar y detener el curso, tan frágil aún, de sus confidencias.

Ella no lo había soltado… seguía encogida entre sus brazos… y suspiró:

– ¡Si fuera él!

Tímidamente, Raoul preguntó:

– ¿Le tiene miedo?

Ella suspiró:

– ¡No, claro que no!

El joven adoptó involuntariamente una actitud de compasión, como se suele adoptar con un ser impresionable que aún es presa de un sueño reciente. Parecía querer decir: «No se preocupes, aquí estoy». Y su gesto fue, casi sin querer, amenazador. Entonces, Christine lo miró con extrañeza, como se mira a un fenómeno de valor y virtud, y parecía valorar en su justa medida tanta audacia a inútil. Abrazó al pobre Raoul como para recompensarlo, con un arrebato de ternura, por mostrar su deseo de defenderla contra los peligros siempre posibles que encierra la vida.

Raoul comprendió y se puso rojo de vergüenza. Se sentía tan débil como ella. Se decía: «Pretende que no tiene miedo, pero nos aleja de la trampilla temblando». Estaba en lo cierto. El día siguiente, y los demás días fueron dedicados a recorrerlo todo, casi hasta los tejados, lo más lejos posible de las trampillas. La agitación de Christine no hacía más que aumentar conforme iban pasando las horas. Por fin, una tarde llegó como mucho retraso, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos y desesperados. Raoul se decidió a recurrir a los grandes medios; por ejemplo, le aseguró de buenas a primeras «que sólo partiría al polo norte si ella le revelaba el secreto de la Voz de hombre».

– ¡Calle! ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Si él le oyese, pobre de usted, Raoul!

Y los ojos perdidos de la joven miraban inquietamente a su alrededor.

– ¡Christine, yo la arrancaré de su poder, lo juro! Ya no pensará jamás en él. Es absolutamente necesario.

– ¿Cree que es posible?

Ella se permitió esta duda que significaba para él un estímulo, al tiempo que lo arrastraba hasta el último piso del teatro, a lo más «alto», allí donde se está lejos, muy lejos de las trampillas.

– La esconderé en algún rincón desconocido del mundo adonde él no vendrá a buscarla. Estará a salvo. Entonces, me marcharé, ya que ha jurado no casarse jamás.

Christine se arrojó sobre las manos de Raoul y las estrechó con un arrebato poco frecuente en ella. Pero, de nuevo inquieta, volvía la cabeza a todas partes.

– ¡Más arriba! -dijo tan sólo-. ¡Aún más arriba! -y le arrastró hasta la cumbre.

Le costaba seguirla. Pronto se encontraron debajo del tejado, en un laberinto de vigas. Se deslizaban a través de los arbotantes, los cabrios, las jambas de fuerza, los tabiques, los entrantes y las rampas; corrían de viga en viga como en un bosque hubieran corrido de árbol en árbol, árboles de troncos colosales…

A pesar del cuidado que ella ponía en mirar cada rincón, no vio una sombra que se detenía a la vez que ella, que volvía a avanzar cuando ella avanzaba y que no hacía más ruido que el que debe hacer una sombra. Raoul no se dio cuenta de nada puesto que, al tener a Christine delante, no le interesaba nada de lo que pudiera ocurrir detrás.

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