ser una sala maldita.
Richard se dignó a sonreír. Señaló a su colaborador una señora gorda, bastante vulgar, vestida de negro, que estaba sentada en una butaca en el centro de la sala, entre dos hombres de aspecto tosco con sus levitas de paño de frac.
– ¿Quién es esa gente? -preguntó Moncharmin.
– Esa gente, mi querido amigo, es mi portera, su hermano y su marido.
– ¿Les has dado entradas?
– ¡Claro! Mi portera no había venido nunca a la Ópera…, está es la primera vez. Y como a partir de ahora ha de venir todas las noches, he querido que estuviera bien situada antes de pasarse el rato acomodando a los demás.
Moncharmin pidió explicaciones y Richard le informó que había convencido a su portera, en la que tenía mucha confianza, para que ocupara por algún tiempo el puesto de la señora Giry.
– Hablando de mamá Giry -dijo Moncharmin-, ¿ya sabes que va a presentar una denuncia contra ti?
– ¿A quién? ¿Al fantasma?
¡El fantasma! Moncharmin casi lo había olvidado.
Además, el misterioso personaje no hacía nada para que los directores volvieran a recordarlo.
De repente, la puerta de su palco se abrió bruscamente y dejó paso al aterrorizado regidor.
– ¿Qué sucede? -preguntaron los dos a la vez estupefactos de verlo en semejante lugar y en aquel momento.
– Sucede -dijo el regidor- que los amigos de Christine Daaé han montado un complot contra la Carlotta. Y ésta se ha puesto hecha una furia.
– ¿Qué historia es ésa? -dijo Richard frunciendo el ceño. Pero el telón se alzaba y el director hizo un gesto al regidor para que se retirara.
Cuando el administrador hubo abandonado el palco, Moncharmin se inclinó hacia Richard.
– ¿Tiene, pues, amigos la Daaé? -preguntó.
– Si -dijo Richard-. Los tiene.
– ¿Quiénes?
Richard indicó con la mirada un primer palco en el que no había más que dos hombres.
– ¿El conde de Chagny?
– Sí, él me la recomendó…, tan calurosamente que, si no supiera que es amigo de la Sorelli…
– ¡Vaya, vaya!… -murmuró Moncharmin-. ¿Y quién es ese joven tan pálido sentado a su lado?
– Es su hermano, el vizconde.
– Estaría mejor en la cama. Tiene aspecto de estar enfermo. Alegres cantos resonaban en escena. La embriaguez en música. El triunfo de la bebida.
Vino o cerveza
cerveza o vino,
¡si lleno está mi vaso,
tanto mejor!
Estudiantes, burgueses, soldados, muchachas y matronas con el corazón alegre, se agitaban ante la taberna con efigie del dios Baco. Siebel hizo su entrada.
Christine Daaé estaba encantadora disfrazada de hombre.' Su fresca juventud, su gracia melancólica, seducían a primera vista. Inmediatamente, los partidarios de la Carlotta se imaginaron que iba a ser recibida con una ovación que les confirmaría las intenciones de sus amigos. Esta ovación indiscreta, hubiera sido, por otra parte, de una torpeza insigne. No se produjo.
Por el contrario, cuando Margarita atravesó la escena y hubo cantado los dos únicos versos de su papel en este segundo acto:
¡No señores, no soy doncella ni hermosa,
y no necesito que se me dé la mano!
estruendosos bravos acogieron a la Carlotta. Eran tan imprevistos y tan inútiles, que los que no estaban al corriente de nada se miraban preguntándose qué pasaba. Y el acto terminó sin ningún incidente. Todo el mundo se decía entonces: «Evidentemente, será en el próximo acto». Algunos que, al parecer, estaban mejor informados que los demás afirmaban que el escándalo iba a iniciarse en «La copa del rey de Thule», y se precipitaron hacia la entrada de los abonados para avisar a la Carlotta.
Los directores abandonaron el palco durante este entreacto para informarse del complot del que les había hablado el administrador, pero volvieron en seguida a su sitio, encogiéndose de hombros y considerando todo ese asunto era una tontería. Lo primero que vieron al entrar fue una caja de bombones ingleses encima del tablero del pasamanos. ¿Quién la había traído? Preguntaron a las acomodadoras. Pero nadie pudo decirles nada. Pero, volviéndose de nuevo hacia el pasamanos, vieron esta vez, al lado de la caja de bombones ingleses, unos gemelos. Se miraron. No tenían ganas de reír. Todo lo que la señora Giry les había dicho les volvía a la memoria…, y además…, les parecía que había a su alrededor una extraña corriente de aire… Se sentaron en silencio, realmente impresionados.
La escena representaba el jardín de Margarita…
Proclamadle mi amor,
llevadle mis votos…
Mientras cantaba estos dos primeros versos, con su ramo de rosas y lilas en la mano, Christine, al levantar la cabeza, vio en su palco al
vizconde de Chagny y, a partir de aquel instante, a todos les pareció que su voz era menos segura, menos pura, menos cristalina que de costumbre. Algo que no se sabía, ensordecía, dificultaba su canto… Había en ella temblor y miedo.
– Extraña muchacha -hizo notar casi en voz alta un amigo de la Carlotta, situado en la platea-… La noche pasada estaba divina y hoy aquí la tienes, le tiembla la voz. ¡Falta de experiencia! ¡Falta de método!
Es en vos en quien tengo fe,
hablad vos por mí.
El vizconde escondió la cabeza entre las manos. Lloraba. Detrás de él, el conde se mordía con violencia la punta del bigote, alzaba los hombros y fruncía las cejas. Para traducir mediante tantos signos exteriores sus sentimientos íntimos, el conde, siempre tan correcto y tan frío, debía estar furioso. Lo estaba. Había visto regresar a su hermano de un rápido y misterioso viaje en un estado de salud alarmante. Las explicaciones que habían seguido tuvieron sin duda la virtud de tranquilizar al conde quien, deseoso de saber a qué atenerse, había pedido una entrevista a Christine. Daaé. Ésta había tenido la audacia de contestarle que no podía recibirle, ni a él ni a• su hermano. Creyó que se trataba de una abominable maquinación. No perdonaba a Christine que hiciera sufrir a Raoul, pero, sobre todo, no perdonaba a Raoul que sufriera por Christine. ¡Ah! Había sido un tonto de preocuparse durante un tiempo por aquella joven, cuyo triunfo de una noche seguía siendo incomprensible para todos.
Que sobre su boca la flor
pueda al menos depositar
un dulce beso.
– ¡Pequeña zorra, bah! -gruñó el conde.
Se preguntó qué se proponía aquella mujer… qué podía esperar… Era pura, decían que no tenía amigo ni protector de ningún tipo… ¡aquel Ángel del Norte debía ser una buena bribona!
Por su parte Raoul. detrás de las manos, cortina que ocultaba sus lágrimas de niño, sólo pensaba en la- carta que había recibido a su llegada a París, adonde Christine había llegado antes que él, huyendo de Perros como un maleante: «Mi querido amiguito de antaño, es preciso que tenga el valor de no volver a verme, de no volver a hablarme… Si me ama un poco, haga esto por mí, por mí, que no lo olvidaré jamás…, mi querido Raoul. Sobre todo, no entre nunca en mi camerino. De ello depende mi vida. Depende la suya. Su pequeña Christine.»
Un estruendoso aplauso… La Carlotta hace su entrada.
El acto del jardín se desarrollaba con sus habituales peripecias.
Cuando Margarita terminó de cantar el aria del Rey de Thule, fue aclamada. También lo fue cuando terminó la canción de las joyas.
¡Ah! cuanto río de verme
tan bella en este espejo…
Entonces, segura de sí misma, segura de sus amigos qué estaban en la sala, segura de su voz y de su éxito, no temiendo a nada, Carlotta se entregó por entero, con ardor, con entusiasmo, con embriaguez. Su actuación no tuvo ya contención ni pudor… Ya no era Margarita, era Carmen. Se la aplaudió más aún y su dúo con Fausto parecía reservarle un nuevo éxito, cuando de pronto ocurrió… algo espantoso.