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– Esoes demasiado genérico -dijo Audrey-. Y, además, ¿qué me dices de la Segunda Guerra Mundial? ¿Crees que esa guerra no llevó a la paz y nos libró de Hitler y sus compinches? El problema no es tanto la guerra en sí como el modo en que se llevó a cabo. Los bombardeos de nuestro ejército lo destruyeron casi todo. En buena parte de Iraq no hay agua corriente, ni electricidad, ni asistencia médica decente. No tienen mucha comida, y la que envía el resto del mundo tampoco llega al pueblo iraquí. ¡Eso es lo que hay que decir!

Fue Zach quien le contestó a Audrey, y lo hizo de un modo ofensivo:

– Para decir todo eso necesitaríamos unos panfletos tan grandes como el estadio de los Red Sox…

– En eso te equivocas -respondió Audrey, molesta-. Basta con decir «Hoy morirán mil niños más en Iraq».

El silencio que siguió a lapropuesta de Audrey era prometedor.

– A mí me parece bien -dijo Leo.

– Pues a mí no.

Zach se levantó de la silla donde estaba sentado. No había mucho espacio libre por el que caminar en la pequeña habitación donde se encontraban. Por eso, Zach empezó a moverse de un lado a otro dando sólo tres o cuatro pasos en cada sentido, como un león inquieto dentro de una jaula minúscula. Su voz cambió. Se hizo más agresiva:

– ¡Todo eso son tonterías! ¡Hay que hacer algo más fuerte para que nos hagan caso! ¡Los panfletos no bastan!

– Sí, ya hemos oído tus ideas -dijo Audrey-. Llevamos toda la tarde oyéndolas. ¡Sólo te falta proponer que matemos a Rabin! ¿Eso sería suficientemente fuerte para ti?… Sé realista, Zach.

Este se sentó de nuevo. En apariencia, la sensatez volvio a él tan rápidamente como lo había abandonado. Pero sus ojos mostraban otra cosa, y por ello se mantuvo cabizbajo, mirando hacia el suelo en vez de a la cara de Audrey, cuando dijo:

– Tienes razón. La tenéis los dos.Está bien. Hagamos esos panfletos.

Pasaron el resto de la tarde y buena parte de la noche imprimiendo cientos de ellos. El día en que pensaban dar su particular golpe amaneció con tres bolsas de basura grandes llenas de panfletos en los que estaba escrito el lema «Hoy morirán mil niños más en Iraq». Decidieron limitarse aponerlos en los edificios principales del corazón de la universidad, el Old Yard, y en los de la facultad de Ciencias Políticas. Los panfletos que sobraran los esparcirían por el suelo en tantos lugares del campus como les fuera posible. Ese era el plan.

Acordaron que debían intentar dormir antes de encontrarse por la noche, pero cuando Zach le abrió a Leo la puerta de su apartamento a las tres de la madrugada, éste supo que él y Audrey tampoco habían pegado ojo. Todos tenían la misma cara ojerosa y pálida.

– ¿Podemos marcharnos? -preguntó Audrey.

– Un momento -dijo Zach-. Voy al cuarto de baño.

Mientras esperaban a Zach, Audrey se dio cuenta de que no le vendría mal coger una bufanda. Iba a ser una noche muy fría.

– Ahora vengo -le dijo a Leo.

Al entrar en la habitación que compartía con Zach, se encontró de frente con él.

– ¿No ibas al cuarto de baño?

– Ya he ido.

Zach tenía una cara extraña y su respuesta fue muy seca, pero Audrey no le dio importancia. Debía de estar nervioso. Ella también lo estaba.

Unos minutos después descendían enfila india hacia el portal. Cada uno llevaba su propia bolsa negra de basura sobre la espalda, como tres siniestros ayudantes de Santa Claus. Sus ánimos estaban crispados y los quejidos de los escalones de madera no contribuían precisamente a serenarlos.

– Me va a dar un infarto -dijo Leo.

– ¡Cállate, imbécil!

El coche de Zach los esperaba al final del callejón. Metieron las bolsas en el maletero a toda prisa, sin dejar un momento de vigilar. Luego, ellos mismos montaron en el coche. Alguien exhaló un sonoro y aliviado suspiro cuando las puertas se cerraron.

– Esto no ha hecho más que empezar-dijo Zach, menospreciando aquel suspiro.

No hablaron en todo el camino desde el apartamento hasta el campus. Casi era posible oír el batir de los tres agitados corazones sobre el ruido del motor. Aparcaron el coche unos doscientos metros al oeste de la facultad de Ciencias Políticas, en la calle University. Ya fuera del vehículo, a Audrey le pareció que no hacía frío, sino hasta calor. El miedo no tiene sólo desventajas.

– Vamos por el parque -dijo Zach.

Se refería a un espacio verde limitado por la calle John F. Kennedy y la ronda Memorial, paralela al río Charles. Los faroles dispersos sólo iluminaban sus paseos de cemento. El resto estaba convenientemente a oscuras. Avanzaron por la zona ajardinada dando un rodeo considerable. Unos minutos después estaban frente a la facultad, de rodillas al pie de un árbol. Habían llegado a un momento crucial. Aún estaban a tiempo de abandonar lo que se habían propueslo. Audrey y Leo vacilaron, pero ninguno de los dos dijo nada. Era cara o cruz. No habría resultados intermedios. Si alguien los veía, su aventura se acabaría de inmediato. Nada en el mundo podría ser más sospechoso que tres figuras andando a hurtadillas por la calle en una madrugada gélida, cargando con tres bolsas. Cara o cruz. La decisión era únicamente suya. Y eligieron mal.

– Adelante -dijo Leo, con un aplomo que estaba muy lejos de sentir.

– Un momento -dijo Zach.

Del bolsillo de su chaqueta sacó tres piezas oscuras que Audrey tardó unos segundos en identificar.

– ¿Pasamontañas? Pero ¿te has vuelto loco? Si alguien nos ve con eso puesto va a pensar que somos terroristas.

– Si alguien nos ve, estaremos jodidos y tendremos que salir corriendo de aquí de todos modos. Pero con los pasamontañas nadie podrá decir cómo eran nuestras caras.

El argumento de Zach era difícil de rebatir. Aún así, Audrey pensaba que no debían ponerse aquella cosa en la cabeza. Una voz interior le advertía de que Zach guardaba algo en la manga. Y ella no era la única que tenía dudas al respecto.

– Oíd, chicos -dijo Leo-. Esto no me gusta nada. Audrey tiene razón. Con eso parecemos terroristas.

– -dijo Zach.

Su respuesta fue más que una simple aseveración. En la oscuridad de esa noche en la que casi no había luna, apenas conseguían distinguirse los rostros. Por eso no vieron que Zach sonreía. En caso contrario, quizá Leo no hubiera dicho:

– Oh, está bien. Dame esa porquería y acabemos con esto de una vez.

– Así me gusta, Leo. ¡Determinación!

– Que te jodan, Zach.

Avanzaron hacia el pabellón Rubenstein. Luego, más aprensivos que nunca, bordearon el ala oeste de la facultad de Políticas, para entrar, por la calle Ehot, a su explanada interior. Allí se acurrucaron junto a unos arbustos a treinta metros escasos delfórum. La hierba estaba húmeda. En la noche fría, se miraron unos a otros, y los ojos de todos sonreían. Nadie los había visto llegar hasta allí. Ni siquiera en la calle Eliot, donde habían estado más expuestos. Y este lugar, una especie de jardín rodeado por los edificios de la facultad, les parecía relativamente seguro. Eso, si a ningún guardia del campus se le ocurría aparecer, claro estaba. Audrey miró hacia arriba, al cielo lleno de puntos luminosos del que ella conseguía ver sólo una tira estrecha. Le apetecía cantar. Estaba exultante. La adrenalina hace milagros como estos. Bajó de nuevo los ojos hacia su amigo de la infancia y su novio, y dijo:

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