Audrey se apresuró a subir los escalones que conducían a la puerta de su casa. Al entrar, se topó con el correo esparcido por el suelo. Una ranura dorada convertía el vestíbulo en un gran buzón casi imposible de llenar, al que todos los días llegaba una infinidad de correspondencia. Disgustada, cogió el montón de correo con ambas manos y lo depositó sobre el aparador de la entrada. Un rápido vistazo le bastó para saber que no había nada demasiado urgente. «Gracias, Dios, por los pequeños favores», pensó. Y, en voz alta, dijo:
– Los grandes te los guardas para tu hijo, ¿eh?
Nadie contestó. Estaba sola. Completamente sola. No había dejado de estarlo ni un segundo en los últimos cinco años, desde que su hijo desapareciera.
Le dolían los pies, que notaba hinchados. Se quitó los zapatos y, así, descalza, se encaminó al salón. A oscuras, Audrey se desplomó en un gran sillón de cuero. Su asistenta había vuelto a marcharse sin encender la chimenea. Era de esperar, al ver que tampoco había recogido el correo del suelo. La mujer la odiaba por alguna razón y ésas eran sus pequeñas venganzas. Audrey estaba ya harta. De no sentirse tan cansada la llamaría ahora mismo para despedirla. Ya no quedaban personas decentes en el mundo. La única excepción era la madre superiora… y quizá ese bombero insensato, Joseph Nolan, lleno de buenas intenciones, como un ingenuo boy scout.
Tuvo que levantarse del sillón y encender la chimenea ella misma. La leña empezó a crepitar poco después. No tenía hambre, así es que, en vez de cenar, decidió poner un poco de música. Todo valía a cambio de no darle más vueltas a lo ocurrido con el viejo jardinero, Daniel. Sus comentarios la habían cogido por sorpresa. En contra de lo que le dijo a Joseph, sí le parecía muy extraño que Daniel conociera la historia de la estatua de John Harvard y sus tres mentiras. Y que hablara de una cuarta mentira resultaba del todo inverosímil. Aterrador. Porque Audrey llevaba catorce años ocultando un secreto en el lugar más oscuro de su corazón. Daniel incluso le había guiñado un ojo en un gesto cómplice… La casualidad era difícil de admitir. Al día siguiente, sin falta, volvería a hablar con el anciano y, entonces, esperaba sacar algo en claro. Ahora trataría de dejar la mente en blanco limitándose a escuchar un poco de música. Rebuscó entre los CD que había en un estante por encima del equipo de alta fidelidad. Uno de ellos le hizo pensar «¿Por qué no?».
Bruce Springsteen se dejó oír en el salón. Su voz rota le cantaba a una mujer que jamás llegaría a ser suya. Era la misma canción que Audrey había escuchado canturrear al bombero mientras éste regaba la rosa muerta de Daniel.
Te dejará entrar en su casa si llamas a su puerta en mitad de la noche.
Te dejara entrar en su boca si dices las palabras correctas.
Si pagas lo que es debido, te permitirá llegar más lejos.
Pero hay un jardín secreto que ella oculta.
Esta canción siempre la llenaba de tristeza. ¿Por qué pensó que esta vez habría de ser distinta? Apagó el equipo de música sin esperar a que la canción terminara, y el brusco regreso del silencio la sobresaltó. Le vino a la mente la imagen de aquella calabaza olvidada que había visto junto al cubo de la basura; y estuvo a punto de traerle un recuerdo que Audrey se apresuró a atajar.
Nada de música. Lo que de verdad necesitaba era una copa. Un Jack Daniel's conseguiría deshacer el nudo que sentía en la boca del estómago. Imaginaba que así empezó su amigo Leo, al que un infarto mató antes de que lo hiciera la cirrosis. Seguro que empezó tomando una copa de vez en cuando, por las noches, para huir de recuerdos molestos. El siempre fue el más débil de los tres. Y el más ingenuo. Audrey no recordaba ni una sola vez en la que dejara de tocar el pie de John Harvard al pasar por delante de su estatua, antes de aquella noche. Decía que le daba suerte. El bueno de Leo. Hizo lo mismo en ese día de abril de 1991…
– Venga, Audrey, tócale el pie -dijo Leo-. Y tú también, Zach. Necesitamos toda la suerte de John Harvard para esta noche.
– ¡Cállate, imbécil!
Zach dijo esto con los dientes apretados y mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie había oído a Leo. Estaban solos, pero, aún así, Zach no se mostró más relajado. Dirigiéndose esta vez a Audrey, su novia, dijo:
– Y tú no le defiendas, como haces siempre. Es un bocazas…
Ella siempre defendía a Leo. Cierto. No podía evitarlo. Audrey y Leo se conocían desde la adolescencia, porque su madre y los padres de él eran vecinos. Fueron juntos al colegio y al instituto, y vinieron juntos en el autobús que, dos años antes, los había traído a Boston desde la ciudad de Hartford, Connecticut. En todo ese tiempo nunca surgió nada entre ellos, pero fue Leo el que le presentó a Zach, con el que Audrey llevaba saliendo casi un año y medio. Ellos dos estudiaban ciencias políticas en el campus de Harvard, y Audrey medicina en el de Longwood.
– Ya lo has oído, Leo. Eres un bocazas.
No había ningún tono de recriminación en las palabras de ella. Leo, que seguía con la mano agarrada al pie izquierdo de la estatua de John Harvard, se encogió de hombros sin dejar de sonreír.
– No sabéis lo que nos estamos jugando -dijo Zach, enfadado-. Sois los dos unos críos.
– Te recuerdo que soy tres meses mayor que tú -dijo Leo.
– Y yo cuatro -añadió Audrey.
– -¡Pues os podéis ir los dos a la mierda con vuestros meses de más!
Vieron alejarse a Zach en dirección a la facultad de Ciencias Políticas JFK. Tenía mal carácter. Eso era algo que Audrey no había notado al comienzo de su relación. Todo son rosas en el inicio de cualquier relación, hasta que las espinas aparecen. Las de Zach habían empezado a mostrarse unos meses antes, quizá debido a la guerra. El no estaba en Políticas por casualidad. Tampoco Leo. Ambos eran idealistas, pero cada uno a su manera: mientras que Leo veía la política como una herramienta para hacer mejor al mundo, Zach la consideraba un arma con la que enmendarlo a la fuerza. Y lo que pretendían hacer esa noche se acercaba más a la visión de Zach.
Audrey se bebió de un trago el primer vaso de Jack Daniel´s. No hizo ninguna mueca por el sabor fuerte del alcohol. Con el arte de beber ocurre lo mismo que con montar en bicicleta: una vez que se aprende la técnica, nunca se olvida. Y ella tuvo un aprendizaje intensivo en sus inicios como universitaria. Sólo después de suspender todas las asignaturas en el primer trimestre, empezó a tomarse en serio los estudios y abandonó los malos hábitos. Sin embargo, aquí estaban de vuelta, frescos como el primer día.
Llenó hasta el borde un segundo vaso del cobrizo whiskey de Tennessee y, en contra de su voluntad, siguió recordando.
Un día antes de que todo ocurriera, aún no se habían puesto de acuerdo sobre qué hacer, aunque la intención sí estaba clara para los tres: llevar a cabo algún tipo de protesta en contra de la reciente guerra del Golfo, aprovechando la gran cobertura que los medios iban a hacer de la conferencia de Yitzhak Rabin en Harvard. Pero las ideas de Zach eran muy radicales para Audrey y Leo, que pretendían simplemente inundar el campus de panfletos. Tantos que resultara casi imposible quitarlos todos antes de la llegada de Rabin y, en especial, de los periodistas.
– Yo creo que el lema debería ser algo del estilo de «Ninguna guerra lleva a la paz» -propuso Leo.