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El motor se calló.

– ¿Resulta necesario mantener esa cosa contra mi nuca?

– Soy yo quien hace las preguntas.

– Me parece innecesario, superfluo. No estamos en una de esas películas de Oeste de clase B.

– No, esto es mucho peor. La sangre es real y nadie se levanta y se marcha del plató cuando termina la escena.

– Más melodrama. Una palabra curiosa, melodrama.

– Deje de jugar con las palabras -le dije, irritado.

– ¿Jugar? ¿Estamos jugando? Pensé que sólo los niños jugaban: a las escondidas, a saltar la comba -su voz se alzó aguda.

– Los adultos también juegan -afirmé-. Juegos poco agradables.

– Los juegos. Los juegos ayudan a los niños a mantener la integridad de sus egos. He leído eso en alguna parte… ¿Ha sido Erikson? ¿Piaget?

O bien Kruger no era el único actor de la familia, o estaba pasando algo para lo que yo no me había preparado.

– Anna Freud -susurré.

– Sí, Anna. Una excelente mujer. Me habría encantado conocerla. Pero los dos estamos tan ocupados… Es una pena… El ego debe de mantener su integridad. A cualquier costo. -Permaneció en silencio por un minuto, luego-: Tengo que mandar limpiar estos asientos, veo manchitas en el cuero. Y ahora ya fabrican un buen limpiador para el cuero, lo vi en el lavacoches.

– Melody Quinn -dije, tratando de recuperarle -. Debemos salvarla.

– Melody. Una niña bonita. Una niña bonita es como una melodía. Una niñita bonita. Casi me resulta familiar…

Seguí hablando con él, pero no dejaba de marcharse. Minuto a minuto iba en regresión, con su palabrería convirtiéndose en más y más incoherente y fuera de todo contexto, de modo que al final, aquello era una ensalada de palabras, sin orden ni concierto. Parecía estar sufriendo y su aristocrático rostro estaba contraído por el dolor. Cada pocos minutos repetía la frase: «El ego debe de mantener su integridad», como si fuera un dogma del catecismo.

Lo necesitaba para entrar en La Casa, pero en su actual estado me resultaba inútil. Empecé a dejarme llevar por el pánico. Sus manos seguían en el volante, pero estaban temblando.

– Pildoras – me dijo.

– ¿Dónde?

– Bolsillo…

– Adelante… -le dije, no sin sospechas -, meta la mano y sáquelas. Las pildoras y nada más. No tome demasiadas.

– No… dos pildoras… es la dosis recomendada… nunca más… dijo el cuervo… nunca más.

– Tómelas.

Mantuve la pistola apuntándole. Bajó una mano y sacó una botellita no muy distinta a la que había contenido la Ritalina de Melody. Cuidadosamente dejó caer dos tabletas blancas sobre su mano, cerró el frasco y se lo guardó.

– ¿Agua? -preguntó, con voz de niño.

– Tómeselas en seco.

– Lo haré… es molesto. Se tragó las pildoras.

Kruger había tenido razón: era bueno dosificando. Al cabo de doce minutos, según mi reloj, tenía mucho mejor aspecto y empezaba a hablar coherentemente. Pensé en la tensión que sufría cada día, manteniendo su posición pública. No me cabía duda que el hablar de los asesinatos había acelerado el deterioro.

– Que tonto he sido… al saltarme la dosis de la tarde; nunca me olvido.

Le observé con mórbida fascinación, contemplando los cambios en su modo de hablar y comportamiento, mientras los productos químicos psicoactivos se apoderaban de su sistema nervioso central, tomando buena nota del gradualmente incrementado período de atención, los disminuyentes non sequiturs, la restauración del modo de conversación de adulto. Era como atisbar por un microscopio y contemplar la mitosis de un organismo primitivo, convirtiéndose en algo mucho más complejo.

Cuando los efectos de la droga aún estaban en sus estados iniciales, me dijo:

– He hecho… muchas cosas malas. Gus me ha hecho hacer cosas malas. Lo que es un grave error… para un hombre de mi categoría. Para alguien de mi alcurnia.

No le contesté.

Al fin ya estaba lúcido. Alerta, aparentemente no perjudicado por el incidente.

– ¿Qué es eso, Torazina? -le pregunté.

– Una variante. Desde hace ya un tiempo me receto los fármacos yo mismo. Probé con un cierto número de fenotiacinas… la Torazina me iba bien, pero me dejaba somnoliento. No podía aceptar aquello mientras estaba atendiendo a mis pacientes… No estaría bien que se me cayera un bebé de las manos. No, no podía aceptar nada así. ¡Qué horror, dejar caer un bebé! Éste es un nuevo fármaco, muy superior a los otros. Experimental. Me lo manda directamente el fabricante. Uno sólo tiene que escribir pidiendo muestras y usar su papel impreso con el título de doctor… no hay ni que justificar ni que explicar. A ellos les encanta complacernos… tengo un suministro adecuado. No obstante, debo tomarme la dosis de la tarde, o todo se vuelve confuso… eso es lo que ha sucedido, ¿no es así?

– Sí. ¿Cuánto tarda en hacer efecto?

– En un hombre de mi tamaño de veinte a veinticinco minutos. ¿Impresionante, no? Pastillas, abajo con ellas, espera y la imagen en la pantalla recupera su claridad. La vida se convierte en mucho más soportable. Todo te duele mucho menos. Incluso ahora mismo lo puedo notar trabajando, como cuando las aguas cenagosas se transforman en cristalinas. ¿Dónde estábamos?

– Estábamos hablando de los juegos sucios que juegan los pervertidos de McCffrey con esos niñitos.

– Yo no soy uno de ellos -explicó rápidamente.

– Lo sé. Pero usted ha ayudado a esos pervertidos a abusar de cientos de niños, le ha dado tiempo y dinero a McCaffrey, ha ayudado a atrapar a Handler, Gutiérrez y Hickle. Y le recetó una sobredosis a Melody Quinn para mantener su boca cerrada. ¿Por qué?

– Todo se ha acabado, ¿no es así? -me preguntó, pareciendo aliviado.

– Sí.

– Me incapacitarán para seguir practicando.

– Desde luego. ¿No cree usted que es mejor así?

– Supongo que sí – admitió de mala gana -. Pero aún siento que hay mucho dentro de mí, mucho buen trabajo que yo podría realizar.

– Tendrá su oportunidad -le tranquilicé, dándome cuenta de que las pastillas no eran absolutamente perfectas -. Le mandarán a algún lugar por el resto de su vida, en donde no sentirá ningún tipo de estrés. Nada de papeleo, nada de facturas, nada de todas las presiones de la práctica de la Medicina. Nada de un Gus McCaffrey diciéndole lo que tiene que hacer, dirigiendo su vida. Sólo usted… y tendrá buen aspecto y se sentirá bien, porque le dejarán seguir tomando sus pastillas y ayudar a otra gente. Gente que necesita ayuda. Usted es un sanador y podrá ayudarles.

– Seré capaz de ayudar -repitió.

– Absolutamente.

– De un ser humano a otro. Sin todas esas presiones.

– Sí.

– Tengo muy buenos modales. Cuando estoy bueno. Cuando no lo estoy, las cosas se vuelven confusas y todo me duele… incluso el pensar me duele, las ideas pueden ser dolorosas. Y no estoy en mi mejor forma cuando esto sucede. Cuando no funciono bien no sirvo para nada, no puedo ayudar a la gente.

– Eso lo sé, doctor. Conozco su reputación.

McCaffrey me había hablado de que había una necesidad interna de hacer el bien. Y me daba cuenta de qué botones debía haber estado apretando para mover a éste.

– Estoy en deuda con Gus -me dijo -, pero no es a causa de ninguna actividad sexual fuera de lo normal. Ése es su nexo de unión con los otros… con Stuart y con Eddy. Yo he sabido de… su forma rara de ser desde que éramos pequeños. Todos nos criamos en un lugar aislado, un lugar extraño. Nos cultivaron como si fuéramos orquídeas. Clases privadas sobre esto y aquello, cómo comportarse de modo correcto, cómo actuar del modo adecuado. A veces me pregunto si toda aquella atmósfera de refinamiento no nos hizo más mal que bien. Mire cómo resultamos ser todos, yo con mis ataques… sí, ya sé que hoy en día tienen nombres más correctos para esto, pero a mí no me gusta emplearlos. Y Stuart y Eddy con sus extrañas costumbres sexuales…

«Empezaron a tontear el uno con el otro un verano, cuando tendríamos nueve o diez años. Luego lo hicieron con otros niños. Niños más pequeños, mucho más pequeños. Y no me preocupé mucho por todo aquello, simplemente les hice saber que no estaba interesado. Y en el modo en que nos estaban educando, el bien y el mal no parecían tan procedentes como… lo correcto y lo que no lo era, lo adecuado y lo inadecuado. "Ésto no es adecuado, Willie", me decía mi padre. Me imagino que si los padres de Stuart y Willie los hubieran descubierto con los pequeñines, ésa hubiera sido su descripción de todo el asunto: No adecuado. Como cuando se usa el tenedor inapropiado en una cena.»,

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