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– Lo aplastaron con un camión. Lo sacaron de la cama en medio de la noche, debió ser hacia las doce. Nadie va por allá a esas horas. Lo dejaron en la carretera, caminando. En pijama. Recuerdo el pijama: era amarillo con dibujos de pelotas de béisbol y guantes. Yo… yo podría haber intentado pararlo, pero al final no hubiera servido de nada: el chico sabía demasiado, de modo que tenía que desaparecer. Así de simple. Lo hubieran hecho más tarde y luego, probablemente, me hubieran liquidado a mí. Fue un error hacer aquello con un crío tan pequeño. A sangre fría. Yo iba a decir algo, pero Gus me apretó el brazo. Me dijo que me callara. Yo quería gritar. El niño caminaba por la carretera, él solito, medio dormido, como si todo fuera un mal sueño. Me quedé callado. Halstead se metió en el camión lo llevó camino abajo. Lo podía oír acelerando el motor, más allá de la curva. Regresó a toda marcha, con las luces largas puestas. Le dio al chico por atrás. Ni se enteró de lo que le pasaba, estaba medio dormido.

Dejó de hablar, jadeante, y cerró los ojos.

– Gus habló de cargarse a la maestra en ese mismo momento, pero decidió esperar, para ver si se lo había contado a alguien más. Hizo que Halstead la siguiese. La estuvo vigilando en su casa, pero ella no estaba allí, sólo su compañera de cuarto. Halstead quería secuestrar a la compañera y hacerla hablar a golpes, para ver si sabía algo. Pero entonces vio que volvía la maestra, acompañada por un tipo; era Handler, iba a recoger sus cosas. Como si se estuviera trasladando a vivir con él. Halstead le informó de esto a Gus. Las cosas se estaban complicando. Los siguieron vigilando a los dos y al fin les vieron reunirse con Bruno. Conocíamos a Bruno… se había presentado voluntariamente para La Casa, parecía un gran tipo. Muy extravertido, los chicos le querían mucho. En aquel momento quedó bien claro que era un espía. Y ya eran tres bocas las que tenían que ser cerradas.

»Las llamadas llegaron algunos días más tarde. Era Bruno, disimulando su voz, pero sabíamos que era él. Diciéndonos que tenía cintas del chico Nemeth, contándolo todo. Incluso nos pasó unos segundos por el teléfono. Eran unos aficionados, no sabían que, desde el principio, Gus los tenía a todos en el punto de mira. Era patético.»

Desde luego, patético era la palabra adecuada para aquella situación. Tómese una buena chica del barrio, Elena Gutiérrez, atractiva y llena de vida. Algo materialista, pero de buen corazón. Una maestra de muchas dotes. Deprimida por su trabajo, quemada, busca la ayuda del doctor Morton Handler, psiquiatra y psicópata. Acaba metiéndose en la cama con Handler, pero sigue contándole sus problemas… y el más importante de ellos es el de un chico que nunca antes habló, pero que de repente se le suelta la lengua y le cuenta cosas terribles acerca de la gente rara que le hace cosas malas. Se abre con la señorita Gutiérrez, porque ella parece amable y comprensiva. Tenía auténtico talento para hacer que confiasen en ella, había dicho Raquel Ochoa. Un talento para trabajar con los que no respondían con ningún otro. Un talento que a Elena le había costado la vida. Porque lo que no era sino una tragedia humana, a Morton Handler le había olido a negocio provechoso. Cosas feas en la alta sociedad… ¿qué otra cosa podía resultar más morbosa?

Naturalmente, Handler piensa en estas cosas, pero se las guarda para sí. Después de todo, quizás el crío se lo esté inventando todo. Quizás Elena se está pasando en su reacción, ya sabemos cómo son las mujeres, especialmente las latinas… así que le dice que siga escuchando, enfatiza el buen trabajo que ella está llevando a cabo, el gran punto de apoyo que es para el crío. Y espera al momento adecuado.

¿No debería informar de esto a alguien?, le pregunta ella. Espera, cariño, sé cauta, hasta que sepas más. Pero el niño solloza pidiendo ayuda, pues los hombres malos aún andan tras él… y Elena toma la responsabilidad de ir a ver a su médico. Y en ese momento firma su sentencia de muerte.

Cuando Elena sabe lo de la muerte del niño, sospecha la terrible verdad, y se derrumba. Handler la atiborra de tranquilizantes, la calma. Y, entretanto, su mente psicópata va marchando, clic clic, porque ahora ya sabe que de aquello se puede conseguir dinero.

Entra en escena Maurice Bruno, compañero psicópata, antiguo paciente, nuevo compañero. Un tío muy hábil. Handler lo recluta y le ofrece una parte del botín, si se infiltra en la Brigada de Caballeros y se entera de todo lo que pueda: nombres, fechas y lugares. Elena quiere llamar a la policía, Handler la acalla con más pastillas y palabrería. La policía es muy poco efectiva, cariño. No harán nada al respecto. Lo sé por experiencia. Lentamente, de un modo gradual, consigue que ella esté de acuerdo con el plan de hacerles chantaje. Ése es el modo adecuado de castigarlos, le asegura. Darles donde les duele. Ella le escucha, tan insegura, tan confusa. Hay algo que no le parece correcto en el aprovecharse de la muerte de un niño, inerme, pero también es cierto que nada va a devolverlo a la vida, y Morton parece saber de lo que habla. Es muy persuasivo y, además, ahí está aquel Datsun 280ZX que ella siempre ha ambicionado, y aquella ropa que vio la semana anterior en los almacenes Neiman-Marcus. Nunca se va a permitir todo aquello con el maldito salario que le paga la maldita escuela. Y, en cualquier caso, ¿quién infiernos he hecho alguna vez algo por ella, La caridad bien entendida empieza por uno mismo, como siempre dice Morton, y quizá tenga razón en eso…

– Earl y Halstead buscaron las cintas -estaba diciendo Kruger -, después de que los tuvieron atados. Los torturaron para que les dijeran dónde las habían escondido, pero ninguno de los dos habló. Hasltead se le quejó a Gus de que lo podría haber averiguado, pero que Earl se puso a trabajar en seguida con el cuchillo. Handler murió cuando le cortó el cuello, y la chica enloqueció y se puso a dar alaridos; tuvieron que meterle algo en la boca. Se ahogó, y entonces Earl acabó con ella, jugó con ella.

– Pero usted, al fin, encontró las cintas, ¿no es así Timmy?

– Sí. Las habían guardado en casa de su madre. Las obtuve gracias a su hermano drogadicto, usando heroína como señuelo.

– Cuénteme más.

– Eso es todo. Trataron de apretarle los tornillos a Gus. Les pagó en una o dos ocasiones, grandes cantidades, pues yo vi los billetes… pero sólo era para darles falsa confianza. Ya desde el principio no tuvieron la menor oportunidad. Nunca recuperamos el dinero, pero no creo que eso le importase. Era una gota en el depósito. Además, el dinero no parece ser lo que mueve a Gus: vive de un modo muy simple, le gusta la comida sencilla. Y cada día llega mucha pasta. Del gobierno: tanto el del estado como el federal. Y donaciones privadas. Por no mencionar los miles que los pervertidos le pagan por sus placeres. Una parte la guarda en algún lugar, pero jamás le he visto hacer nada extravagante. Lo que él busca es el poder, no la pasta.

– ¿Dónde están las cintas?

– Se las di a Gus.

– ¡Venga ya!

– Se las entregué a él. Me mandó a un recado y yo cumplí.

– Ésta es una rodilla que parece muy resistente. Es una pena pulverizarla y dejarla hecha papilla de hueso.

Puse el pie en la parte de atrás de una de sus rodillas e hice presión. Eso le hizo levantar la cabeza, seguro que le dolía.

– ¡Pare! De acuerdo, hice unas copias. Tenía que hacerlo; para tener una agarradera. ¿Y si Gus quería sacarme un día de su camino? Quiero decir que ahora soy su ojito de la cara, pero uno nunca sabe lo que puede pasar mañana, ¿no?

– ¿Dónde están?

– En mi alcoba. Pegadas con esparadrapo a la parte de abajo del colchón.

– No se vaya -le liberé la rodilla.

Chirrió los dientes como un tiburón atrapado en una red.

Encontré tres cassettes sin marcas donde me había dicho, me las metí en el bolsillo y regresé.

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