Литмир - Электронная Библиотека
A
A

«Vivimos juntos de aquel modo durante tres años. Yo deseaba casarme, pero no me atrevía a pedírselo. Me costó tiempo acostumbrarme al modo de ser americano, a que las mujeres no sean simples objetos, propiedad del marido, a que tengan derechos. Le apreté las clavijas cuando quise tener hijos. Stuart se mostraba indiferente a la idea, pero no se opuso. Nos casamos y yo traté de quedar preñada, pero no pude. Fui a ver doctores a la Universidad de California, a la de Stanford, a la Clínica Mayo. Todos ellos me dijeron que yo estaba demasiado marcada, que había estado demasiado enferma en Corea. No debería de haberme sorprendido, pero no quería creérmelo. Ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta que fue bueno que no tuviéramos pequeños. Pero, en aquel entonces, cuando finalmente lo acepté, me sentí muy deprimida. Muy ensimismada, no comía. Al fin, Stuart no pudo seguir ignorándolo. Me sugirió que fuera a la escuela; si me gustaban los niños, podía trabajar con ellos, convertirme en una maestra. Quizá tuviera sus propios motivos para sugerirme esto, pero parecía preocuparse por mí… cuando mejor se portaba era cuando yo estaba enferma o deprimida.

»Me matriculé en la escuela y luego en Magisterio y aprendí mucho. Era muy buena estudiante -recordó, sonriendo-. Con mucha motivación. Por primera vez estaba viviendo en el mundo exterior, con otra gente… hasta entonces había sido la pequeña geisha de Stuart. Entonces empecé a pensar por mí misma. Al mismo tiempo que él se fue apartando de mí. No hubo ira ni malas palabras con las que indicara su resentimiento. Simplemente, pasó más tiempo con sus camaradas y sus libros sobre pájaros… le gustaba mucho leer libros y revistas sobre la naturaleza, aunque nunca iba de excursión por el campo. Era un amante de los pájaros de sillón. Un hombre de sillón.

»Nos convertimos en algo así como dos primos lejanos que viviesen en la misma casa. A ninguno de los dos nos importaba, estábamos muy ocupados. Yo estudiaba hasta el último segundo, pues por aquel entonces yo ya sabía que quería ir más allá del simple título de maestra y especializarme en la primer a infancia. Cada uno seguimos nuestro propio camino. Había semanas que ni nos veíamos. No había comunicación, no había matrimonio. Pero tampoco hubo divorcio… ¿para qué lo necesitábamos? No había peleas. Era un vive y deja vivir. Mis nuevos amigos, los amigos de mis estudios, me decían que estaba liberada. Que debería ser feliz con un marido que no me molestaba. Y cuando me sentía sola me hundía más en mis estudios.

«Conseguí el título y me dieron trabajo postescolar en jardines de infancia locales. Me gustaba trabajar con los pequeños, pero yo creía que podía dirigir un jardín de infancia mucho mejor que aquellos en que había estado. Se lo dije a Stuart y él me dijo que desde luego, que haría cualquier cosa para que yo fuera feliz, para que no le molestase a él. Compramos una gran casa en Brentwood…siempre parecía haber el dinero necesario para lo que fuese, y empecé con mi Rincón de Tim. Era un lugar maravilloso, fue un momento maravilloso. Finalmente dejé de lamentar el no tener niños propios. Y, entonces, él…»

Se interrumpió, se tapó la cara con las manos y se estremeció hacia adelante y hacia atrás.

Me puse en pie y le coloqué una mano sobre el hombro.

– Por favor no haga eso. No está bien. Yo he tratado de hacer que Otto le matase -alzó el rostro, seco y sin arrugas-. ¿Lo entiende? Yo quería que le matase a usted. Y ahora usted está siendo amable y comprensivo. Eso me hace sentir peor.

Aparté la mano y me volví a sentar.

– ¿Y por qué esa necesidad de Otto, por qué ese miedo?

– Porque pensé que le habían enviado los mismos que mataron a Stuart.

– El veredicto final fue que se suicidó.

Ella negó con la cabeza.

– No, no se suicidó. Dijeron que estaba deprimido. Eso fue una mentira. Naturalmente, al principio cuando lo detuvieron, se quedó muy hundido. Humillado y con sensación de culpa, pero logró salir de ello. Era el modo de ser de Stuart: podía bloquear la realidad tan fácilmente como se expone un rollo de película… ¡puf, la imagen ha desaparecido! El día en que lo dejaron en libertad condicional hablamos por teléfono. Estaba con la moral muy alta. Oyéndole hablar, parecía como si su detención fuera la mejor cosa que le hubiera podido pasar… que nos hubiera podido pasar a ambos. Estaba enfermo, y ahora iba a conseguir ayuda. Empezaríamos de nuevo, tan pronto como saliese del hospital. Incluso podría montarme otro jardín, en otra ciudad. Me sugirió Seattle y me habló de volver a ocupar la mansión de su familia… eso fue lo que luego me dio la idea de venir aquí.

»Yo sabía que eso nunca iba a pasar. Por aquel entonces ya había decidido dejarle, pero le seguí la corriente con sus fantasías, diciéndole, sí, cariño, desde luego, Stuart. Más tarde tuvimos otras conversaciones y siempre fue la misma cosa. La vida iba a ser mejor que nunca. No hablaba como un hombre que se va a saltar la tapa de los sesos.»

– La cosa no es tan simple. La gente a menudo se mata justo después de una subida en su estado de ánimo. ¿Sabe?, la estación de los suicidios es la primavera.

– Quizá. Pero yo conocía a Stuart y sé que no se mató. Era demasiado superficial como para dejar que una cosa como la detención le preocupase durante demasiado tiempo. Podía negar la existencia de cualquier cosa. A mí me negó durante todos esos años, y negó nuestro matrimonio… es por eso por lo que pudo hacer aquellas cosas sin que yo lo supiera. Éramos dos totales desconocidos.

– Pero usted lo conocía lo suficientemente bien como para estar segura de que no se suicidó.

– Sí -insistió-. Toda esa historia de la llamada falsa que le hicieron a usted, la cerradura forzada. Ese tipo de intriga no es… no era propio de Stuart. A pesar de toda su enfermedad, él era muy simple, casi inocente. No era un planificador.

– Pues hubo de planificar para llevarse a esos niños al sótano.

– No tiene por qué creerme, no me importa. Él ya ha causado el daño y ahora está muerto. Y yo estoy metida en mi propio sótano.

Su sonrisa era digna de compasión.

La lámpara chisporroteó. Ella se alzó para ajustar la mecha y añadir más petróleo. Cuando se volvió a sentar, le pregunté:

– ¿Quién le mató, y por qué?

– Los otros. Sus llamados amigos. Para que no los descubriese. Y lo hubiera hecho. Durante las dos últimas ocasiones en que nos vimos él me lo sugería. Me decía cosas como: «Yo no soy el único enfermo, Kimmy.» O: «Las cosas en los Caballeros no son lo que parecen.» Yo sabía que él quería que le preguntase más, que le ayudase a soltarlo todo, pero no lo hice. Aún estaba en estado de shock por la pérdida del jardín, hundida en mi propia vergüenza. No quería oír hablar de más perversiones. Le cortaba y cambiaba de tema. Pero después de que murió me acordé de esto y fui atando cabos.

– ¿Mencionó por su nombre a alguno de los otros enfermos?

– No, pero, ¿de quién sino podía estar hablando? Ellos venían a buscarle, aparcando sus grandes y cómodos coches en nuestra puerta, vestidos con esas chaquetas con la insignia de la Casa. Y cuando se iba con ellos estaba muy excitado. Le temblaban las manos. Y regresaba a primeras horas de la mañana siguiente, exhausto. ¿No resultaba obvio lo que estaban haciendo?

– ¿Y no le ha contado a nadie sus sospechas?

– ¿Y quién iba a creerme? Esos hombres son poderosos… doctores, abogados, ejecutivos, y ese horrible juez Hayden. Yo, la esposa de alguien que abusaba de los niños, no hubiera tenido la menor posibilidad contra ellos. Ante el público, soy tan culpable como Stuart. Y no hay prueba alguna… fíjese en lo que le hicieron a él para acallarlo. Tuve que huir.

– ¿Alguna vez le dijo Stuart que conociese a McCaffrey desde antes, desde Washington?

– No, ¿Le conocía?

– Sí. ¿Y qué me dice de un niño llamado Cary Nemeth? ¿Surgió alguna vez su nombre?

75
{"b":"113395","o":1}