La calle continuaba durante casi otro kilómetro, haciéndose más grandes las propiedades, y cada vez las mansiones más alejadas de los portalones. Se terminó, de un modo abrupto, en un seto de cipreses. No había puerta alguna, no había modo visible alguno de entrar, y por un momento creí que me habían dado mal las instrucciones. Me puse la gabardina, me subí el cuello y salí. El suelo estaba tapizado por una gruesa capa de pinaza y hojas húmedas. Fui hasta el seto y atisbé a su través, por entre las ramas. A unos siete metros por delante, casi totalmente oculto por el excesivo crecimiento de las ramas entrelazadas y la vegetación chorreante, se hallaba un corto sendero de piedra que llevaba hasta un portalón de madera. Los árboles habían sido plantados allí para bloquear la entrada; y por el tamaño de los mismos al menos tendrían veinte años de edad. Descontando la posibilidad de que alguien se hubiera tomado la molestia de trasplantar una docena de cipreses bien desarrollados poniéndolos en aquel lugar, supuse que hacía largo tiempo que no se llevaban a cabo por allí las actuaciones normales del vivir de los humanos.
Me abrí camino hasta la puerta y probé a abrirla. La habían cerrado con clavos. Le di una buena mirada: dos hojas de madera dura, pulimentadas y trabajadas, sostenidas con bisagras de un marco de ladrillos. Y éste estaba conectado a una verja de alambre entrecruzado, sobre la que se habían enrollado enredaderas espinosas. No se veía que estuviera electrificada. Logré un apoyadero en una roca húmeda, resbalé un par de veces, pero finalmente logré escalar el portalón.
Aterricé en otro mundo: hectáreas de tierras salvajes se extendían ante mí; lo que antes había sido un jardín formal ahora era un cenagal de hierbajos, matorrales y rocas. El suelo se había hundido en varios lugares, creando charcas de agua que se habían estancado y suministrado oasis para los mosquitos y los tábanos que volaban por encima. Árboles, otrora nobles, habían sido reducidos a tocones o a abatidos troncos en putrefacción, cubiertos de hongos. Piezas de auto oxidadas, viejos neumáticos y latas de botellas abandonadas estaban dispersas por lo que no era ya otra cosa sino un vertedero semiinundado; la lluvia caía sobre el metal y hacía un sonido hueco, tamborileante.
Caminé por un sendero pavimentado con ladrillos rojos, repleto de hierbas y cubierto por resbaladizo musgo. En los lugares en los que las raíces se habían abierto paso, los ladrillos surgían del suelo como dientes sueltos en una mandíbula rota. Aparté de una patada a un ratón de campo ahogado y chapoteé hacia la antigua residencia del clan Hickle.
La casa era maciza, una estructura de tres plantas en piedra tallada a mano que se había ennegrecido con el paso del tiempo. No me lo podía imaginar como hermosa en ningún momento, pero sin duda en otro tiempo había sido grandiosa: una tristona mansión techada con pizarra, de una decoración muy recargada, festoneada con aleros y aguilones y rodeada por grandes porches de piedra. En el porche delantero había mobiliario de exterior en hierro forjado, que estaba oxidado, una puerta catedralicia de unos tres metros de alto y una veleta en la cima más alta con la forma de una bruja volando sobre una escoba. La vieja hechicera giraba al viento, segura por encima de aquella desolación.
Subí los escalones de la puerta delantera. Las malas hierbas habían crecido hasta llegar a la puerta, que también estaba clausurada con clavos. Las ventanas estaban a su vez cerradas y aseguradas con tablones claveteados… A pesar de su tamaño, o quizá a causa del mismo, la casa parecía patética, como una solterona olvidada, abandonada hasta tal punto que ya no le importaba cómo se la veía y sentenciada a un destino de ir decayendo en silencio.
Forcé el paso a través de los tablones podridos, que habían sido amontonados a modo de barrera ante la puerta cochera. La casa tenía al menos cincuenta metros de largo y me llevó un tiempo comprobar todas las ventanas: cada una de ellas había sido clausurada.
La parte trasera de la propiedad era otra hectárea y media de pantano. Un garaje para cuatro coches, diseñado como si fuera una miniatura de la mansión también resultaba inaccesible: cerrado y claveteado. Una piscina de quince metros estaba vacía, a excepción de unos centímetros de agua embarrada sobre la que flotaba una armada de residuos orgánicos. Los restos de un emparrado y un rosal en glorieta sólo resultaban evidentes por una maraña de madera repelada y piedra desmoronada, que soportaban un nido de ramitas secas. Estatuas y bancos de piedra se hallaban inclinados o rotos por sus bases. Era como Pompeya tras la erupción del Vesubio.
La lluvia comenzó a caer más fuerte y fría. Me puse las manos en los bolsillos de la gabardina, que por aquel entonces ya estaba totalmente calada, y busqué refugio. Necesitaría herramientas: martillo y escoplo, para lograr entrar en la casa o el garaje, y no había ningún árbol grande del que pudiera fiarme que no iba a derrumbarse en cualquier momento. Estaba al abierto, como un vagabundo atrapado por una tormenta.
Vi un relámpago de luz y me preparé para una tormenta eléctrica. No hubo trueno y la luz centelleó de nuevo. La gruesa lluvia hacía difícil el ver nada, pero a la tercera vez que apareció la luz fui capaz de situarla y caminar en su dirección. Varios chapoteantes pasos después pude ver que había llegado a un invernadero de cristal en la parte trasera de la propiedad, justo detrás de la glorieta bombardeada. Los cristales estaban opacos por la suciedad, una parte de la cual corría en goterones negros, pero parecían intactos. Corrí hacia allí, siguiendo la luz que parpadeaba, danzaba, desaparecía y luego parpadeaba de nuevo.
La puerta del invernadero estaba cerrada, pero se abrió silenciosamente ante los tirones de mi mano. Dentro había un aire cálido, muy húmedo y amargo, con el aroma de la descomposición. A ambos lados de la estructura de cristal se extendían estantes de madera, a la altura de la cintura y entre ellos había un pasadizo tapizado con trozos de madera, tierra, turba y abono. Una colección de herramientas: horcas, rastrillos, palas, azadones, se encontraba apoyada contra un rincón.
Sobre los estantes se encontraban macetas de plantas que crecían exuberantes: orquídeas, hortensias azules, azaleas, begonias de todas las tonalidades, pensamientos… todas ellas en plena floración y desparramándose de forma espectacular fuera de sus casas de terracota. Una viga de madera a la que se le habían clavado ganchos de hierro se extendía por encima de los estantes. Colgando de los ganchos había fucsias que goteaban púrpura, heléchos, cintas, trepadoras, aún más begonias. Era el Jardín del Edén en medio del Gran Vacío.
El lugar estaba en penumbras y reverberaba con el sonido de la lluvia que asaltaba el techo de cristal. La luz que me había atraído apareció de nuevo, más brillante y cercana. Pude divisar una forma al otro lado del invernadero, una figura con una capa amarilla con capucha que aguantaba una linterna. La figura hacía caer la luz sobre las plantas, tomando una hoja de aquí, una flor de allí, examinando la tierra, partiendo una ramita seca, abriendo un capullo ya florecido.
– Hola -dije.
La figura se giró al instante y el haz de la linterna cayó sobre mi rostro. Entrecerré los ojos por la brillante luz y alcé una mano para tapármelos.
La figura se acercó.
– ¿Quién es usted? -exigió saber una voz, aguda y asustada.
– Alex Delaware.
El haz bajó. Yo iba a dar un paso adelante.
– ¡Quédese quieto ahí!
Retrasé el pie.
Echó hacia atrás la capucha. El rostro que fue revelado era redondo, pálido, plano, totalmente asiático, de mujer pero no femenino. Los ojos eran dos cortes con navaja en la piel apergaminada, la boca una raya no sonriente.
– Hola, señora Hickle.
– ¿Cómo me conoce… qué es lo que quiere? -había dureza, diluida en miedo, en aquella voz, la dureza del fugitivo con éxito, que sabe que nunca ha de cesar en su vigilancia.