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– No es nada. He tenido la gripe estos últimos días. Sólo necesito meterme algo en el estómago.

Fue a la cocina y volvió con un vaso de zumo de naranja. Lo fui sorbiendo poco a poco y comencé a notarme más fuerte.

Me senté y cogí yo mismo el vaso.

– Gracias-le dije.

– Estamos al servicio del ciudadano.

– Ahora ya me encuentro bien, de veras. Si no tiene más preguntas…

– No. Nada más por esta vez -se alzó y abrió algunas ventanas: la luz me hizo daño en los ojos. Apagó la tele.

– ¿Quiere comer algo antes de que me vaya? Que hombre tan extraño, tan materno.

– No me pasará nada.

– De acuerdo, doctor. Cuídese.

Tenía muchas ganas de verle irse, pero cuando ya no se oyó el ruido del motor de su coche, me sentí desorientado. No deprimido, como antes, sino agitado, inquieto, sin paz. Traté de mirar el serial de la televisión, pero no podía concentrar mi atención. Y ahora el diálogo me irritaba. Tomé un libro pero las palabras no entraban en foco. Di un trago al zumo de naranja y me dejó mal sabor en la boca y un pinchazo en la garganta.

Estuve así todo el mediodía. Sintiéndome miserable.

A las cuatro treinta llamó.

– ¿El doctor Delaware? Soy Milo Sturgis. El detective Sturgis.

– ¿Qué puedo hacer por usted, detective?

– ¿Cómo se siente?

– Mucho mejor, gracias.

– Eso es bueno. Hubo un silencio.

– Esto, doctor, sé que piso un terreno difícil, pero…

– ¿De qué me habla?

– ¿Sabe?, en Vietnam yo era sanitario. Veíamos muchos casos de algo llamado reacción aguda al estrés. Y me preguntaba…

– ¿Cree que eso es lo que yo tengo?

– Bueno…

– ¿Cuál era el tratamiento acostumbrado en el Vietnam?

– Los devolvíamos a la acción tan pronto como nos era posible. Cuando más trataban de evitar el combate, peor se ponían.

– ¿Cree que eso es lo que yo debería hacer? ¿Volver a meterme en el lío cotidiano?

– No puedo decírselo, doctor. Yo no soy psicólogo.

– Usted diagnostica, pero no da un tratamiento.

– Vale, doctor. Sólo quería saber si…

– No, un momento. Lo lamento. Agradezco que me haya llamado -estaba confuso, preguntándome qué motivo ulterior podría tener.

– Claro, seguro. No hay problema.

– De veras, muchas gracias. Sería un excelente matasanos, detective.

Se echó a reír.

– A veces eso forma parte de mi trabajo.

Después de que hubo colgado me sentí mejor de lo que me había sentido en muchos días. Al día siguiente le llamé a las oficinas de la División de Los Ángeles Oeste y le invité a tomar un trago.

Nos encontramos en Angela's, enfrente de la comisaría de Santa Mónica Boulevard. Era una cafetería que en la parte de atrás tenía un bar de cocktails, lleno de humo y poblado por varios grupos de hombres grandotes y solemnes. Me fijé en que pocos de ellos saludaban a Milo, lo que me pareció extraño. Siempre había creído que los policías se dedicaban a darse palmadas en las espaldas y maldecir de buen humor tras las horas de servicio. Esos hombres se tomaban el beber muy en serio. Y lo hacían en silencio.

Él tenía unas grandes posibilidades como terapeuta. Sorbía un Chivas, estaba reclinado en su asiento y me dejaba hablar. Ya no era un interrogatorio. Ahora me escuchaba, y yo vacié todo lo que llevaba en mi interior.

Sin embargo, cuando estaba terminando la velada, también él hablaba

Durante las siguientes dos o tres semanas Milo y yo descubrimos que teníamos muchas cosas en común. Éramos más o menos de la misma edad -él tenía diez meses más-, y habíamos nacido en el seno de familias trabajadoras, en ciudades medianas. Su padre había sido un obrero metalúrgico, el mío un montador eléctrico. También él había sido un buen estudiante, graduándose con honores en Purdue y luego sacando un título en Literatura en la Universidad de Indiana en Bloomington. Planeaba convertirse en maestro, cuando le habían llamado a filas. De algún modo, los dos años de Vietnam le habían transformado en policía.

Y no es que considerase que su trabajo estuviera enfrentado con sus inquietudes mentales. Me informó que los detectives de Homicidios eran los intelectuales de los Departamentos de Policía. El investigar un asesinato requiere poca actividad física y mucho trabajo mental. A veces, los veteranos de Homicidios violan el reglamento y no llevan arma alguna. Sólo montones de plumas y lápices. Milo llevaba su calibre 38, pero confesaba realmente no necesitarlo.

– Es un trabajo muy de oficina, Alex, con montones de papeleo, toma de decisiones y atención a los detalles.

Le gustaba ser un polizonte y disfrutaba cazando a los malos. A veces pensaba que tendría que intentar alguna otra cosa, pero no estaba muy seguro acerca de qué cosa podría ser.

Teníamos otros intereses en común. Ambos habíamos hecho algún tipo de entrenamiento en artes marciales. Mientras había estado en el ejército, Milo había seguido una mezcla de cursos de defensa personal. Y yo había estudiado esgrima y karate mientras estaba graduándome. Estábamos absolutamente fuera de toda forma, pero nos engañábamos a nosotros mismos diciendo que podríamos recuperarla si ello fuera necesario. Ambos apreciábamos la buena comida, la buena música y las virtudes de la soledad.

La relación entre ambos se desarrolló con premura.

Al cabo de unas tres semanas de conocernos me dijo que era homosexual. Me sorprendió y no supe qué decirle.

– Te lo digo ahora, porque no quiero que llegues a pensar que estoy tratando de ligarte.

De repente me sentí avergonzado porque ése, exactamente ése, había sido mi pensamiento inicial.

El que fuera gay era algo que, al principio, me resultó difícil de aceptar, a pesar de toda mi presunta sofisticación como psicólogo. Sí, sé todos los datos: que ellos representan del cinco al diez por ciento de prácticamente cualquier grupo humano. Que la mayoría de ellos tienen el mismo aspecto que usted o que yo. Que ellos pueden ser cualquiera: el carnicero, el panadero, el policía de Homicidios local. Y que la mayoría de ellos son razonablemente normales.

Y, sin embargo, los estereotipos no quieren despegarse de tu cerebro. Esperas que sean mariconas siempre haciendo posturitas, gritonas, afeminadas, o demonios de cráneo rapado y vestidos de cuero, o jovencitos muy a la moda, más in que nadie, o lesbianas bigotudas y mal ataviadas.

Milo no tenía aspecto de homosexual.

Pero lo era y se había sentido muy a gusto siéndolo desde hacía años. Ni lo mantenía absolutamente oculto, ni iba pregonándolo por ahí.

Le pregunté si lo sabían en el Departamento.

– No. Al menos no en el sentido de algo que puede ser puesto en un informe oficial. Simplemente, es algo que se sabe.

– ¿Y cómo te tratan?

– Desaprobadoramente, desde una cierta distancia… miradas frías. Pero, básicamente, es una cuestión de «déjame vivir y yo te dejaré vivir a ti». Andan escasos de personal y yo soy bueno. ¿Qué van a hacer, buscarse un escándalo y además perder un buen detective? Ed Davis era un homófobo, pero se fue y las cosas ya no andan tan mal.

– ¿Y qué hay de los otros detectives? Se alzó de hombros.

– Me dejan en paz. Hablamos del trabajo. No nos relacionamos socialmente.

Ahora tenía sentido la fría recepción que le habían dado en Angela's.

Y también era algo más comprensible aquel altruismo inicial de Milo, aquel esforzarse en ayudarme. Sabía lo que era sentirse solo. Un polizonte gay era alguien que vivía en una especie de limbo. Nunca podría ser uno de los compañeros de la comisaría, por muy bien que llevase a cabo su trabajo. Y la comunidad homosexual no podía sino sospechar de alguien que parecía un policía, actuaba como un policía y era un policía.

– Creí que debía decírtelo, visto que nos estamos haciendo amigos.

– No pasa nada, Milo.

– ¿No?

– No -desde luego no me sentía nada a gusto con la idea. Pero iba a intentar con todas mis fuerzas reconciliarme con ella.

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