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– ¡Raquelita!

Dejó el trapo, salió y ambas se abrazaron durante largo rato.

Cuando me vio sobre el hombro de Raquel, sonrió.

Pero su rostro se cerró tan firmemente como la caja fuerte de un prestamista. Se soltó y me hizo una pequeña reverencia.

– Señor -dijo con demasiada deferencia y miró a Raquel, enarcando una ceja.

– Señora Gutiérrez.

Raquel habló con ella rápidamente en español. Yo capté las palabras «Elena», «policía» y «doctor»; y acabó con una pregunta.

La anciana escuchó educadamente, y luego negó con la cabeza.

– No -algunas cosas son iguales en cualquier idioma. Raquel se volvió hacia mí.

– Dice que no sabe nada más de lo que ya le dijo a la policía en la primera ocasión.

– ¿Puede preguntarle acerca del chico ese, Nemeth? De eso no le preguntaron la otra vez.

Se volvió para hablar, pero se interrumpió.

– ¿Por qué no nos lo tomamos con calma? Ayudaría mucho si comiéramos algo, si la dejásemos ser nuestra anfitriona, que nos invite.

Yo tenía verdadera hambre y se lo reconocí. Ella le pasó el mensaje a la señora Gutiérrez, que asintió con la cabeza y regresó a su cocina.

– Sentémonos -dijo Raquel.

Yo tomé el sillón y ella se puso en un rincón del sofá. La señora volvió con galletas y fruta, y café caliente. Le preguntó algo a Raquel.

– A ella le gustaría saber si esto es bastante, o si preferiría algo de chorizo hecho en casa…

– Haga el favor de decirle que esto está muy bien. No obstante, si cree que caso de aceptar el chorizo las cosas irán mejor, entonces estaré muy contento de hacerlo.

Raquel habló de nuevo. Unos momentos más tarde, me enfrentaba a un plato de salchicha con pimentón, arroz, judías refritas y ensalada aliñada con aceite y limón.

– Muchas gracias, señora – dije en español y ataqué el plato.

No podía entender mucho de lo que estaban hablando, pero sonaba a chismorreos. Las dos mujeres se toqueteaban mucho, dándose palmaditas en las manos, acariciándose las mejillas. Sonreían y parecían haberse olvidado de mi presencia.

De repente cambió el viento y las risas se transformaron en lágrimas. La señora Gutiérrez salió corriendo de la habitación, buscando el refugio de su cocina.

Raquel agitó la cabeza.

– Estábamos hablando de los viejos tiempos, cuando Elena y yo éramos niñitas. Como jugábamos a secretarias entre los matorrales, haciendo ver que eran escritorios y máquinas de escribir. Fue demasiado para ella.

Eché el plato a un lado.

– ¿Cree que deberíamos irnos? -le pregunté.

– Esperemos un poco -me llenó la taza de café y se sirvió otra ella-. Será más respetuoso.

A través de la mosquitera podía ver la rubia coronilla de Rafael sobre el borde de su sillón. Su brazo había caído, de forma que sus uñas tocaban el suelo. Estaba más allá del placer o el dolor.

– ¿Ha hablado de él? -pregunté.

– No. Como ya le he dicho, es más fácil negar la realidad.

– Pero, ¿cómo puede estar sentado ahí afuera, pinchándose, justo delante de ella, sin ocultarlo en absoluto?

– Antes acostumbraba a llorar mucho por eso. Pero, al cabo de un tiempo aceptas el hecho de que las cosas no van a ser tal como a ti te gustaría que fueran. Y, créame, ella ya ha tenido mucho entrenamiento en ese respecto. Si uno le pregunta acerca de él, dirá que está enfermo. Tal cual si tuviera un constipado, o la viruela. Es sólo cuestión de hallar la cura adecuada. ¿Ha oído usted hablar de los curanderos?

– Sí. Muchos de los pacientes hispánicos del hospital los usaban al mismo tiempo que la medicina convencional.

– Pero, ¿sabe cómo actúan? A base de preocuparse por sus pacientes. En nuestra cultura consideramos al profesional frío y distante como a alguien que no se preocupa, alguien que tanto puede echarte el mal de ojo, como curarte. En cambio, el curandero no ha tenido ninguna educación formal y no dispone de los recursos de la tecnología, si acaso sólo tiene algunas hierbas y polvos de serpiente; pero se preocupa. Vive en la comunidad, es una persona cálida y familiar, tiene una tremenda relación con sus pacientes. En cierto modo, es más un psicólogo popular que un doctor. Es por eso por lo que le sugerí a usted que comiese… para establecer una relación personal. Le he dicho que es usted una persona que se preocupa… de lo contrario ella no hubiera abierto la boca. Hubiera sido muy educada, toda una señora, Cruz pertenece a la vieja escuela, pero le hubiera dejado igualmente a oscuras.

Dio un sorbito de su café.

– Es por eso por lo que la policía no averiguó nada cuando vino aquí, por lo que nunca descubren nada en Echo Park, o el Este de Los Ángeles o San Fernando. Son demasiado profesionales. No importa lo bien intencionados que estén, aquí los vemos como robots anglos. Usted sí que se preocupa, doctor, ¿no?

– Sí.

Me tocó la rodilla.

– La señora Cruz llevó a Rafael a un curandero hace años, cuando empezó a dejar de ir por la escuela. El hombre le miró a los ojos, y dijo que estaban vacíos. Le dijo a ella que era una enfermedad del alma, no del cuerpo. Que el chico tendría que serle entregado a la Iglesia, como sacerdote o monje, para que pudiese hallar un papel útil para él mismo.

– No fue un mal consejo. Volvió a dar otro sorbo a su café.

– No. Algunos de ellos son muy sofisticados. Viven gracias a su talento. Quizá si ella le hubiera hecho caso hubiera evitado que cayera en la adicción, ¿quién sabe? Pero no podía resignarse a perderlo. No me sorprendería que se culpe a sí misma por lo que se ha convertido. Que se culpe por todo.

Se abrió la puerta de la cocina. La señora Gutiérrez entró, llevando un brazalete negro alrededor del brazo y una cara nueva que era algo más que maquillaje. Una cara endurecida para soportar el baño de ácido de un interrogatorio.

Se sentó junto a Raquel y le susurró algo en español.

– Dice que le puede hacer usted las preguntas que desee.

Asentí, con lo que esperé pareciese obvia gratitud.

– Por favor, dígale a la señora que quiero expresarle mi dolor ante la trágica pérdida y también que aprecio mucho el que tenga tiempo, durante su período de luto, para hablar conmigo.

La anciana escuchó la traducción y aceptó mis palabras con un rápido movimiento de la cabeza.

– Raquel, pregúntele sí Elena hablaba a veces de su trabajo, especialmente durante el último año.

Mientras Raquel hablaba, una sonrisa nostálgica apareció en el rostro de la anciana.

– Dice que únicamente para quejarse que a los maestros no nos pagan lo bastante. Que eran muchas horas de trabajo y que los niños podían mostrarse difíciles.

– ¿Hablaba de algún niño en particular? Una conferencia en susurros.

– Ningún niño en particular. La señora quiere recordarle que Elena era una maestra de un tipo especial, que ayudaba a los niños con problemas para aprender. Todos sus niños tenían dificultades.

Me pregunté si el haberse criado con un hermano como Rafael tendría alguna relación con la elección de especialidad que había hecho la mujer muerta.

– ¿Habló en alguna ocasión del chico que mataron, del tal Nemeth?

Tras oír la pregunta, la señora Gutiérrez asintió, tristemente, y luego habló.

– Sólo lo mencionó una o dos veces. Dijo que estaba muy triste por lo sucedido, que era una tragedia -me tradujo Raquel.

– ¿Nada más?

– Sería muy rudo seguir con eso, Alex.

– De acuerdo, pues pruebe otra cosa; ¿parecía tener Elena más dinero del habitual, recientemente? ¿Compró algún regalo caro para alguien de la familia?

– No. Dice que Elena siempre se estaba quejando de que no tenía bastante dinero. Era una chica a la que le gustaban las cosas bonitas, las cosas buenas. Un minuto – escuchó a la otra mujer, afirmando con la cabeza-. Y esto no siempre era posible, ya que la familia no era rica. Ni siquiera cuando su esposo estaba con vida. Pero Elena trabajaba muy duro y se compraba cosas. A veces a crédito, pero siempre cumplía con los pagos. Jamás tuvieron que llevársele otra vez nada de lo que había comprado. Era una chica de la que una madre podía sentirse orgullosa.

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