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– Estaba esperando a alguien un poco mayor, doctor. Me dijo usted que estaba jubilado.

– Y lo estoy. Creo que uno debe retirarse pronto, cuando aún puede disfrutar del retiro.

Se echó a reír con ganas.

– Tiene mucha razón en eso. Espero que no haya tenido problemas para encontrarnos.

– No. Su explicación fue excelente.

– Estupendo. Podemos empezar la visita, si usted lo desea. El Reverendo Gus está por alguna parte. Hacia las cuatro volverá para verle a usted.

Me aguantó la puerta abierta.

Cruzamos el aparcamiento y tomamos un sendero de grava.

– La Casa -comenzó a explicarme-, está situada en una extensión de algo más de diez hectáreas. Si nos paramos aquí, podremos tener una buena vista de toda la distribución.

Nos hallábamos en la cima de una elevación, sobre unos edificios, un campo de juego, caminos que se extendían y una cortina de montañas al fondo.

– De esas diez sólo tres están siendo empleadas, el resto es espacio abierto, lo que creemos que es muy bueno para los chavales, muchos de los cuales vienen de las partes más atestadas de la ciudad -podía divisar las formas de los niños, que caminaban en grupos, jugaban con pelotas, o estaban sentados solos en la yerba-. Hacia el norte -señaló una extensión de campos abiertos -, está lo que llamamos la Pradera. Por ahora es casi toda alfalfa y hierbajos, pero hay planes de iniciar una huerta allí, este verano. Al sur está el Bosquecillo -indicó los árboles que yo había visto desde la oficina-. Es un terreno de arboleda protegida, perfecto para excursiones por la naturaleza. Hay una abundancia sorprendente de vida salvaje por allí. Yo soy del Noroeste y, antes de llegar aquí, creía que la única vida salvaje que uno podía encontrar en Los Ángeles estaba en Sunset Strip. Sonreí.

– Esos edificios de allí son los dormitorios.

Se giró y señaló un grupo de diez grandes barracones prefabricados, del tipo Quonset de los militares. Como el edificio de la administración, alguien había caído sobre ellos con una brocha despreocupada, y las paredes de metal ondulado habían sido festoneadas con trazos multicolores, lo que había dado un resultado extrañamente optimista.

Se volvió de nuevo y dejé que mi mirada siguiese su brazo.

– Ésa es nuestra piscina, de tamaño olímpico. Una donación de Majestic Oil -la piscina brillaba verde, un agujero en la tierra repleto de gelatina. Un nadador solitario cortaba el agua, marcando un camino de espuma-. Y allá están la enfermería y la escuela.

Me fijé en un grupo de edificios color ceniza al extremo más alejado del campus, allá donde el perímetro del núcleo central se encontraba con el borde del Bosquecillo. No dijo lo que eran.

– Vamos a dar una ojeada a los dormitorios.

Le seguí colina abajo, contemplando el idílico panorama. El terreno estaba bien cuidado, el lugar estaba vibrante de actividad y, al parecer, ésta estaba bien organizada.

Kruger caminaba con largos y musculosos pasos, la barbilla al viento, escupiendo datos y hechos, describiendo la filosofía de la institución como una que combinaba «la estructura y la tranquilidad de la rutina con un medio ambiente creativo que anima a que se produzca un saludable desarrollo». Era absolutamente positivo, acerca de La Casa, su trabajo, el Reverendo Gus y los chicos. La única excepción era su grave lamento de las dificultades de coordinar el «cuidado óptimo» con el mantenimiento de los asuntos financieros de la institución muy al día. Sin embargo, incluso esto fue seguido con una afirmación de comprensión profunda de las realidades económicas de los ochenta y algunos cánticos laudatorios del sistema de la libre empresa.

Estaba bien enterado.

El interior del barracón Quonset de color rosa brillante era de un frío y desnudo blanco sobre un suelo de tablones de madera. El dormitorio estaba vacío y nuestros pasos producían ecos. Había un aroma metálico en el aire. Las camas de los niños eran literas dobles de hierro colocadas, como en los cuarteles, perpendicularmente a las paredes, y acompañadas por armarios bajos y estantes atornillados a las paredes metálicas. Había un intento de decoración: algunos de los niños habían colgado imágenes de superhéroes de los cómics, atletas, personajes de la serie televisiva infantil Calle Sésamo… pero la ausencia de toda fotografía familiar o cualquier otra evidencia de una conexión reciente, humana, resultaba muy impactante.

Conté que había lugar para que durmieran cincuenta niños.

– ¿Cómo mantienen organizados a tantos chicos?

– Es un reto – admitió -, pero hemos tenidos bastante éxito. Usamos consejeros voluntarios de la Universidad de California, de Northridge y otras universidades. Ellos consiguen una acreditación preliminar de trabajo psiquiátrico y nosotros ayuda gratuita. Nos gustaría tener un equipo profesional, pagado y a tiempo completo, pero eso es imposible financieramente hablando. Ahora tenemos un equipo de dos consejeros por dormitorio y los entrenamos para que usen la modificación del comportamiento… espero que usted no esté opuesto a eso.

– No, si se usa de un modo adecuado.

– Oh, desde luego. No podría estar más de acuerdo con usted. Minimizamos los adversivos fuertes, usamos una economía de vales y montones de refuerzos positivos. Esto requiere una supervisión… y ahí es donde entro yo.

– Parece tener usted la situación muy por la mano.

– Lo intento -me hizo una sonrisita de esas de «vamos, ya»-. Querría haberme doctorado, pero no tenía el dinero.

– ¿Dónde estudió?

– En la Universidad de Oregón. Conseguí graduarme allí en consejería. Y antes lo hice en psiquiatría en Jedson.

– Pensaba que todos los que iban a Jedson eran ricos… – la pequeña universidad de las afueras de Seattle tenía la reputación de ser un refugio para los cachorros de los ricos.

– Eso es bastante cierto -hizo una mueca -. Ese lugar parece un club de campo. Yo entré con una beca de atletismo. Carreras en pista y béisbol. En mi primer año me rompí un ligamento y, de repente, me convertí en persona non grata.

Sus ojos se oscurecieron momentáneamente, hirviendo con el recuerdo de una injusticia casi enterrada en el olvido.

– De todos modos, me gusta lo que estoy haciendo: hay que tomar muchas decisiones y tengo grandes responsabilidades.

Hubo un ruido apagado en el extremo más alejado de la sala. Ambos nos giramos hacia el mismo y vimos movimientos, bajo las mantas de una de las literas inferiores.

– ¿Eres tú, Rodney?

Kruger caminó hacia la litera y dio unas palmadas a una prominencia que se agitaba. Un chico se sentó, manteniendo las mantas hasta su barbilla. Era regordete, negro y parecía de unos doce años, pero era imposible calcular su edad exacta, porque su rostro mostraba los claros estigmas del síndrome de Down: cráneo alargado, facciones aplanadas, ojos muy hundidos y muy juntos, barbilla huidiza, orejas colgadas muy bajas y lengua prominente. Y la expresión de asombro tan típica de los retrasados.

– Hola, Rodney – Kruger habló suavemente -. ¿Qué es lo que pasa?

Yo le había seguido y el niño me miró interrogativamente.

– No pasa nada, Rodney. Él es un amigo. Ahora, dime lo que te pasa.

– Rodney malito -las palabras sonaban arrastradas.

– ¿Qué es lo que te hace daño?

– La tripa duele.

– Hum. Tendremos que hacer que te vea el doctor cuando realice su visita.

– ¡No! -chilló el crío-. ¡No docto!

– Vamos, Rodney -Kruger se mostraba paciente-. Si estás malo habrá que hacerte una revisión.

– ¡No docto!

– De acuerdo, Rodney, de acuerdo -Kruger hablaba con tono tranquilizador. Tendió la mano y tocó al chico suavemente en la parte superior de la cabeza. Rodney se puso histérico. Sus ojos se desorbitaron y su mandíbula tembló. Gritó y se echó hacia atrás, tan violentamente que se dio un golpe con la cabecera metálica de la cama en la nuca. Se tapó la cara de un tirón con las mantas, mientras lanzaba un alarido de protesta ininteligible.

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